Relación de fuerzas… y de debilidades

(Galde 20 invierno/2018). Alberto Surio.
Ni los independentistas ni los constitucionalistas tienen peso suficiente para imponer su proyecto. Tarde o temprano, estarán obligados a negociar una salida viable que concilie el principio democrático con la legalidad. El procés ha tenido un efecto perverso al reactivar un nacionalismo español que va a complicar mucho el debate sobre la realidad plurinacional.

“El procés ha tenido un efecto perverso al reactivar un nacionalismo español que va a complicar mucho el debate sobre la realidad plurinacional”

La crisis catalana ha quebrado muchas empatias y complicidades. Ha dejado el concepto de la España plurinacional en arresto domiciliario, como apunta con lucidez el periodista Enric Juliana. Claro que el fenómeno tiene sus causas. La crisis económica y la nefasta gestión política de la última reforma del Estatut desde el PP alumbraron un clima de desafección hacia el Estado, sobre todo tras la sentencia del Tribunal Constitucional, que se ha ido radicalizando hasta el actual empantanamiento. Una Cataluña rota en dos mitades, con una mayoría absoluta en escaños independentista que no se corresponde con la mayoría social de votos. Ese malestar social terminó cuajando en un movimiento de ruptura que ha culminando planteando un gran pulso al Estado español que no lo ha ganado nadie pero que ha alimentado paradójicamente a las corrientes más reaccionarias. A este retroceso hay que unir la reactivación del nacionalismo español en un sector de las clases medias, que ha dejado fuera de juego a la izquierda con una polarización identitaria que rentabiliza una formación como Ciudadanos.

Válvula de escape

Las causas de este proceso son conocidas. Cataluña ha encontrado en el independentismo una válvula de escape y respuesta al descontento político. Parte del catalanismo histórico pactista se ha hecho secesionista como única salida. Es un independentismo de nuevo cuño, muy frustrado con la imposibilidad de una reforma territorial del Estado. También había una componente coyuntural en este replanteamiento. Convergència Democrática de Catalunya ha sido una formación agujereada por el problema de la corrupción, como se ha visto con la sentencia del caso Palau. Y una parte de las élites de este partido decidieron emprender el viaje soberanista como una manera de romper con ese pasado y, a la vez, de mantener un poder ligado durante años a estructuras clientelistas. La disolución de las siglas de Convergència se enmarcan en esa operación. Los dirigentes de este partido, y Artur Mas puede ser el exponente más significativo, decidieron abrazar la estelada, también, para tapar sus vergüenzas.

Pero el movimiento, en un principio, ha rebasado los límites clásicos del nacionalismo tradicional. A la vez, en las elecciones del 21 de diciembre se ha podido visualizar que el independentismo ha generado una réplica identitaria al reactivar a una parte del electorado que se siente identificado con España y que ha encontrado en el proyecto de Ciudadanos la alternativa de respuesta más eficaz.

Aunque el secesionismo parezca monolítico, no lo es. En las últimas semanas, en su seno operan dos narrativas al mismo tiempo. Por un lado, una simbología de resistencia en torno a Carles Puigdemont, que defiende la legitimidad de las instituciones de autogobierno intervenidas con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que denuncia la actuación judicial que se ha plasmado en los cargos públicos encarcelados o huidos y encausados por graves delitos como rebelión y sedición. Este discurso tiene una traza épica, y activa una corriente emocional en Cataluña, un imaginario de resistencia que enlaza con la tradición histórica del catalanismo, que hunde sus raíces en la derrota de los austracistas en la Guerra de Sucesión de 1714. El segundo relato que se registra en el soberanismo catalán, todavía de una forma tenue e incipiente, tiene que ver con la necesidad de adaptar el mensaje al principio de realidad, de superar la estrategia de unilateralidad y de asumir que con el 48% de los votos no existe una suficiente mayoría social para imponer un proyecto de independencia mediante una dinámica de hechos consumados.

La naturaleza de este debate interno tiene que ver con las dificultades con las que se ha topado el procés. Realmente es prácticamente imposible lograr en el corazón de la Unión Europea ese proyecto de independencia con una mayoría social tan exigua y sin avales internacionales serios. El PSC era históricamente un factor amortiguador de la tensión identitaria en Cataluña, un espacio muy transversal. En gran medida, porque la tradición catalanista de la izquierda aglutinaba a gran parte del electorado del cinturón industrial de Barcelona que con el tiempo se ha ido, en parte, a Ciudadanos. La crisis del socialismo catalán fue tremendamente reveladora del debilitamiento de los puentes civiles en la sociedad catalana. Ese papel de intersección entre sentimientos de adhesión nacional, y con suficiente capacidad para la gestión de la complejidad identitaria, hoy lo juegan los comunes. Realmente no habrá una salida política en Cataluña sin el concurso decisivo de este espacio transversal, ya sean los comunes o los socialistas, o los dos, los que enarbolen esta bandera de reencuentro y reconciliación.

Un nuevo pacto

La solución, tarde o temprano, debería pasar por un nuevo consenso político que busque una conciliación entre el principio de legalidad y el principio democrático. Pero uno de los efectos más preocupantes del procés es el retroceso que se ha producido en tormo al debate sobre el modelo territorial del Estado, alentando posiciones neocentralistas o abiertamente refractarias sobre el Estado de las Autonomías y estrangulando la posibilidad de un debate a medio plazo sobre el derecho a decidir y su incorporación al ordenamiento jurídico.

En perspectiva, no obstante, es evidente que el problema catalán es un síntoma de la una crisis constitucional que tiene que ver con el diseño del Estado y su viabilidad como modelo plurinacional en el seno de la Unión Europea. El planteamiento del derecho de autodeterminación, o del derecho a decidir, tropieza de lleno con el actual ordenamiento constitucional y solo una reforma del mismo podría encajar algún tipo de interpretación más flexible de las soberanías compartidas que diera paso a la posibilidad de consultas. Por ejemplo, una reforma puntual del artículo 92 de la Constitución española, que establece que el referéndum es una competencia del Estado y que corresponde su convocatoria al presidente del Gobierno a propuesta del Congreso de los Diputados, podría delegar esta facultar en las Comunidades Autónomas y sortear el obstáculo que implica el artículo 1 de la Carta Magna. Otra variante posibilista sería la aplicación de una legislación de Claridad, similar a la puesta en marcha em Canadá para resolver el contencioso territorial de Quebec. Es decir, ante la existencia de una mayoría clara soberanista se trataría de encontrar un procedimiento consensuado que regulase las condiciones democráticas para hacer factible un proceso de secesión. De entrada, negando que sea un derecho unilateral. Pero, al mismo tiempo, obligando a abrir una negociación constitucional para afrontar el problema, estableciendo una pregunta clara y una mayoría cualificada para su aprobación en una consulta democrática y vinculante.

Miedo a la inestabilidad

La crisis catalana ha tambaleado el sistema político español, pero no lo ha hecho caer. Porque, pese a su desgaste, no estaba tan débil como para implosionar. Quizá uno de los mayores errores de cálculo del secesionismo catalán fue pensar que después del ‘Brexit’ y de la victoria de Donald Trump, el Estado español estaba en una posición muy vulnerable y podía aprovechar la oportunidad. No ha sido así. España ha perdido peso e influencia en la esfera internacional, pero ha dado miedo el que entrara en un proceso de desestabilización que hubiera afectado al conjunto de la UE al provocar previsiblemente un efecto dominó con otras naciones sin estado que también tienen reclamaciones autodeterministas. Ha dado miedo, como en su día dio miedo un rescate económico a un país de la dimensión de España. El Estado se ha sentido atacado y ha reaccionado con todo su poder (desde el Rey, pasando por el estamento judicial, los principales partidos, los medios de comunicación…) en una respuesta de firmeza que ha dejado al descubierto cierta ingenuidad de la élite independentista catalana que pensó que por la vía de la presión, la acumulación de fuerzas y los hechos consumados -con un referéndum ilegal y una Declaración Unilateral de Independencia incluidas- podría forzar una negociación sobre bases distintas al modelo autonómico.

“La crisis catalana ha tambaleado el sistema político español, pero no lo ha hecho caer”

En este aspecto hay que destacar que en gran medida una parte del proceso de radicalización del secesionismo ha sido posible por el papel de dos movimientos más ligados a la sociedad civil como son la Asamblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, que han desplazado parcialmente a los partidos tradicionales de la sala de máquinas del proceso.

El ‘régimen del 78’, aquel pacto histórico tras la muerte del dictador que estableció las bases de la democracia constitucional, fue el producto de una determinada relación de fuerzas, una relación “de debilidades” como apuntaba el escritor Manuel Vázquez Montalbán en su ‘Crónica Sentimental de la Transición’. Ni los demócratas antifranquistas ni los franquistas aperturistas tenían suficiente fuerza para imponer sus condiciones y se vieron obligados a un acuerdo de compromiso que dejó pelos y renuncias en la gatera, pero que hizo posible que la apuesta por la reconciliación planteada por el Partido Comunista de España en 1955 se materializara 23 años después. El contexto del momento -una democracia incipiente amenazada por el riesgo de una involución militar y el temor de la vieja generación de la guerra a que se repitiera el drama de las dos Españas- fueron decisivos en aquel acuerdo que hoy se cuestiona desde ciertos sectores de la izquierda emergente.

Aquel reconocimiento mutuo de doble debilidad se traslada ahora sobre Cataluña y a la diabólica espiral que la atraviesa. Por un lado, el independentismo ha vuelto a ganar en las urnas y ha demostrado que tiene una base social sólida y fuerte, a la que no se le desgasta fácilmente. Pero, por otra parte, hay otra parte muy importante de la sociedad catalana que no quiere la independencia. Una parte de ella se ha abrazado a la causa del unionismo constitucionalista, al españolismo, sin complejos. La otra estaría dispuesta a acordar un nuevo pacto con España. Quizá entre esta última posición y los sectores menos recalcitrantes y más flexibles del secesionismo podría atisbarse alguna salida. Para ello en España tendría que articularse algún movimiento a favor del diálogo plurinacional, un planteamiento que en este momento no tiene apoyo social suficiente. El telón de fondo esta incertidumbre política es una economía muy sensible, que puede resentirse en los próximos tiempos si no se encauza la situación.

“Ninguna de las dos partes tiene suficiente fuerza para vencer e imponer su modelo”

En definitiva, las dos partes no tienen suficiente fuerza para vencer e imponer su modelo. El constitucionalismo y el independentismo están obligados a abrir tarde o temprano una negociación que recomponga los puentes de complicidad construidos al inicio de la Transición pero que han sido dinamitados en los últimos años.
No cabe duda que el procés, en todo caso, y todo el enredo que le ha rodeado hasta el momento, ha puesto en evidencia de manera clamorosa la debilidad de España como un proyecto nacional compartido o su problemática articulación como un Estado plurinacional complejo. En perspectiva histórica, cabría sumar este capítulo en la fragilidad de los procesos constitucionales españoles y, en particular, en las dificultades que han tenido por ejemplo los movimientos de índole federalista, sin margen de maniobra entre las pulsiones particularistas -el cantonalismo del siglo XIX- y la inercia unitarista del Estado. Como trasfondo, sin duda, la debilidad del Estado español para articular un proyecto colectivo integrador de sus diferentes hechos nacionales, sin despreciar los avances históricos logrados por la vía autonómica.

En los próximas semanas, además, se terminará por dirimir el pulso estratégico interno que se libra en el seno del independentismo catalán entre la corriente más legitimista, encabezada por el expresident Carles Puigdemont, y el nuevo realismo que defienden en ERC quienes preconizan un acercamiento hacia los comunes. Los primeros, envueltos en la bandera de la resistencia y la denuncia de la actitud del Estado. Los segundos, partidarios de una readecuación estratégica para superar la dinámica unilateral de presión hacia el Estado español, en busca de la apertura de una negociación tendente a un referéndum pactado. De cómo se despeje este conflicto dependerá en gran medida no sólo la desactivación, o no, del artículo 155 de la Constitución, sino también el desenlace de este conflicto y su incidencia en la política española.

El nacionalismo vasco asiste con un gran interés, no exento de desasosiego, el curso de los acontecimientos en la medida en la que las tensiones latentes en el soberanismo catalán reflejan el debate de fondo que también se libra en el soberanismo en Euskadi. El nacionalismo institucional mayoritario, en torno al PNV, guarda las distancias en un equilibrio entre una empatía emocional con los secesionistas catalanes pero una gran frialdad política. La vía defendida por el lehendakari Íñigo Urkullu para actualizar el autogobierno vasco, y por el PNV, marca notables distancias con el camino emprendido por los nacionalistas catalanes en la medida en la que apuesta por una reforma estatutaria sustentada en una mayoría amplia y transversal que se sustente en el reconocimiento de la bilateralidad entre Euskadi y el Estado. El PNV salió escaldado de la experiencia del plan Ibarretxe y abandonó aquel proceso en cuanto vio que el nacionalismo vasco entraba en un territorio de peligro como proyecto de poder. Las mayores diferencias, en todo caso, entre el País Vasco y Cataluña radican, en primer lugar, en el efecto traumático que ha tenido la violencia en los últimos años, dejando heridas sociales profundas. Y, en segundo lugar, por el propio reconocimiento y actualización de los derechos históricos de los territorios forales de Bizkaia, Gipuzkoa, Álava y Navarra, de los que se deriva la existencia del Concierto y del Convenio Económico, respectivamente. Este doble hecho diferencial impide un paralelismo automático entre ambas situaciones, con independencia de que el resultado final del procés tendrá una influencia determinante en el futuro vasco.

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