(Galde 01, invierno/2013). La crisis que estamos viviendo ha alcanzado un grado de complejidad desconocido para todos. No encontramos antecedentes en nuestras experiencias vitales, ni la historia nos ofrece ejemplos que sean directamente aplicables, ni la teoría proporciona interpretaciones sólidas. Se entremezclan en ella componentes de muy distinta naturaleza, económicos, sociopolíticos, ecológicos y también civilizatorios.
Por una parte, hay factores económicos coyunturales que a corto plazo determinan el crecimiento, el empleo y el PIB, entre los que destacan el aparato productivo, la demanda agregada, las políticas fiscal y monetaria, y la posición exterior de la economía, mientras la distribución de la riqueza y el ingreso, es en parte condicionante y en parte resultado de los antedichos.
Aunque no tengan tanta influencia en el corto plazo hay asimismo aspectos económicos estructurales de calado: la pirámide demográfica, el perfil de la fuerza de trabajo, la composición del tejido empresarial, la tasa de actividad, el modelo de producción y consumo, y la naturaleza de la inserción en la economía mundial. Las políticas de natalidad e inmigración influyen en la demografía; los procesos educativos afectan a la calidad de la fuerza de trabajo; las características de las empresas dependen del tratamiento de los usos de la riqueza, de la cultura, de los estímulos y de las políticas de I+D +i; la posición de la mujer, la consideración del espacio doméstico, el tratamiento de las actividades de cuidados afectan a la tasa de actividad; la fiscalidad, las políticas de fomento y la creación de conciencia ayudan a conformar el modelo de producción y consumo; la posición en la división internacional del trabajo, la apertura, la estructura y simetría de las relaciones externas marcan los rasgos de la inserción.
A pesar de que los economistas tendamos a considerarlos ajenos al núcleo duro de lo económico, lo sociopolítico y lo institucional también influyen. En primer lugar, las instituciones generales del Estado cuya calidad puede medirse en términos de consistencia, funcionalidad, coste, transparencia, legitimidad, ausencia de corrupción, calidad de la democracia, buena distribución de competencias, adaptabilidad al cambio, eficacia de los procesos de control, ajuste y rectificación. En segundo lugar, hay que destacar la importancia de la regulación de los ámbitos básicos para el funcionamiento económico: imperio de la ley, seguridad de los derechos, cultura de accountability. Pero la dificultad reside en los detalles: la regulación mercantil exige derechos de propiedad, pero también competencia y control efectivo de los rampantes grados y variantes de monopolio; la del ámbito financiero no puede establecerse de espaldas a la función de lo financiero en el sistema económico capitalista, ni cercenando el derecho a configurar un sistema financiero nacional con perfil propio; la del plano laboral tiene que partir del reconocimiento de la naturaleza de lo que se regula, porque la capacidad de trabajo de los seres humanos no es una mercancía en sentido estricto. En tercer lugar, no puede haber un buen funcionamiento de la economía sin un suficiente grado de cohesión social; desde esta perspectiva el Estado de Bienestar tiene una indudable dimensión económica, pero antes y sobretodo es una opción social interna de cada sociedad, que no puede ser impuesta exógenamente por colectivos o racionalidades de rango supuestamente superior. En cuarto lugar, importan los acuerdos internacionales de distinto tipo, la pertenencia a bloques económicos o a zonas monetarias, porque implican compromisos vinculantes y cesión de soberanía.
Sin embargo, lo más singular de la crisis actual, lo que le da su carácter verdaderamente novedoso, son los componentes ecológicos y civilizatorios que la atraviesan. El modelo de producción y consumo vigente no es ecológicamente universalizable, ni puede mantenerse en los países en los que impera sin acarrear perturbaciones graves. Necesitamos desarrollar otras visiones del trabajo, de las necesidades, del bienestar y de los valores básicos, conservar sólo una parte del legado civilizatorio sobre el que se ha elevado nuestro mundo.
Sin embargo, en el diagnóstico y en el tratamiento de la crisis dominan la ignorancia de componentes básicos, la negación de lo que incomoda, la falta de una perspectiva temporal profunda y la confusión en el establecimiento de prioridades, con lo que ni diagnosticamos con rigor ni formulamos propuestas eficaces para superarla. Una cuestión de innegable relevancia es ¿dónde reside y quién tiene capacidad decisoria sobre cada uno de los componentes que hemos identificado? La respuesta tradicional, los gobernantes, es insatisfactoria porque el poder se dispersa hacia abajo (comunidades subestatales), hacia arriba (bloques y mundo) y transversalmente (instancias fácticas sin perfil político), aunque la situación estándar de competencias en una eurozona sin rescate responda a un patrón identificable.
Muchos aspectos siguen dependiendo de lo que se decida internamente y de lo que sea capaz de hacer el propio país. Es el caso de la estructura de ingresos públicos, la combinación de impuestos, el grado de progresividad, la contribución real de las distintas fuentes de ingreso, la radicación espacial de la recaudación, la actitud real ante la evasión fiscal, la efectividad de la lucha contra actividades ilegales. También de la estructura de gastos públicos, porque las prioridades no están determinadas exógenamente: no lo está la importancia relativa que la sociedad atribuye al Estado de Bienestar, ni la búsqueda de la equidad, ni la importancia que se concede a los gastos en I+D+i, ni la asignación de recursos a la cooperación al desarrollo. En tercer lugar, por acción u omisión, el país interviene sobre los componentes estructurales, aunque por su propia naturaleza los efectos sólo se recojan a largo plazo. En cuarto lugar, son competencia de cada país una gran parte de los elementos sociopolíticos e institucionales. Primero, las instituciones generales del Estado dependen de la sociedad que las construye, sin que quepa atribuir a otros el asentamiento del ordenamiento constitucional, ni la rapidez de la justicia, ni el juego del sistema de partidos, ni el grado de aceptación que genera el modelo de integración espacial, ni la eficacia de la administración pública. Segundo, las variantes que conforman el entramado de regulaciones conservan un margen de maniobra interno, porque no hay un código rígido que predetermine el contenido y orientación de las supuestas reformas estructurales. Tercero, la cohesión social, intrageneracional e intergeneracional, tampoco está prefijada por razones pretendidamente económicas, sino que es un juicio o mandato que en gran medida emana de la conciencia colectiva interna, de la actitud de la sociedad civil y de su traslación al plano político. Cuarto, la inserción institucional viene condicionada por la trayectoria histórica y por el entorno, pero es el país quien la evalúa, elige y mantiene, de forma que incluso la pertenencia a un bloque económico o a una zona monetaria, aunque no pueda modificarse a antojo, debe ser una opción consciente permanentemente renovada. Finalmente, los países pueden llegar a tener distintas actitudes ante los componentes ecológicos y civilizatorios de la crisis por la conciencia de su existencia, por el grado de prioridad que les atribuyan, por el coste que estén dispuestos a arrostrar al asumirlos, por la actitud para anticipar sus exigencias, por la capacidad de convertirlas en fortalezas y en itinerarios que merece la pena explorar en la búsqueda de una calidad de vida asentada en distintos fundamentos.
En temas cruciales de muy distinta naturaleza la capacidad decisoria reside en la eurozona. La política monetaria la define el Banco Central Europeo, el déficit público de referencia lo establecen los pactos de estabilidad y lo concretan los órganos comunitarios, al igual que el nivel de deuda pública; la UE y la eurozona intervienen de forma activa en la regulación de muchos aspectos esenciales para el comportamiento de la economía y, por omisión, la debilidad de su institucionalización debilita su capacidad de intervención e introduce inconsistencias en la conformación de la zona monetaria.
Aunque resulte incómodo reconocerlo hay componentes de la crisis que no dependen ni del país, ni del área económica a la que éste pertenece sino del comportamiento de otros países. En concreto, la activación de la demanda agregada, a corto plazo esencial para la recuperación de la actividad económica, está en manos de los países con menos déficit público y con una posición externa más saneada, que pueden permitírselo sin poner en riesgo sus propios intereses, en un contexto en el que el conjunto del área económica no tiene instrumentos para aumentar el gasto público y los países en dificultades tampoco y, además, tiraron voluntariamente por la borda la modificación del tipo de cambio a la que hubieran podido recurrir en el pasado.
El cuadro descrito se modifica si media rescate, porque sus implicaciones no se limitan a accesibilidad al crédito y coste relativo de los intereses del endeudamiento. Lo fundamental del rescate es que no sólo el qué, sino también el cómo pasa a ser establecido por la eurozona. La estructura de los ingresos y los gastos públicos, con todo un correlato de temas que afectan a distribución, pasan a ser impuestos desde fuera, como también el contenido concreto de las denominadas reformas estructurales, llegando la intromisión a ámbitos concernientes a la cohesión social, intra e intergeneracional, en especial a todo lo que afecta al Estado de Bienestar que pasa de opción específica de cada sociedad a pura variable económica gestionable con criterios impuestos desde un deber ser inexistente.
Demos el último paso y pensemos cómo focalizar, en cada caso concreto, la presión sobre los decisores, maximizando la movilización de los afectados y utilizando pragmáticamente los medios disponibles.
En los temas sobre los que el país mantiene capacidad decisoria la presión tiene que centrarse en los gobernantes, el sistema político y el establishment internos porque ellos son la contraparte del amplio espectro de perjudicados, tan numerosos como heterogéneos y difíciles de articular: personas sin trabajo, perceptores de salarios reales deteriorados, mujeres agobiadas por la acumulación de trabajo mercantil y doméstico, dependientes desatendidos, amplio espectro de marginados y excluidos, usuarios de servicios sociales básicos en deterioro, pensionistas con ingresos reales recortados, contribuyentes fiscales penalizados, autónomos expulsados o en precario, propietarios de riqueza productiva que ven desvalorizados o desaparecidos sus capitales, ciudadanos afectados por la incertidumbre, personas conscientes de la dimensión ecológica y civilizatoria de la crisis, indignados de toda condición. El proceso se construye con toma de conciencia, movilización sectorial en torno a problemáticas concretas, integración de esas dinámicas sociales reivindicativas, sabiendo que sólo si llega a suponer una amenaza real para el orden establecido podrá detenerse la ofensiva involucionista, porque si la presión se queda corta el sistema acabará por metabolizarla.
En los temas sobre los que la capacidad decisoria radica en la eurozona la presión tiene que concentrarse sobre las instituciones europeas y sobre la compleja interrelación de países que las determinan. Para ejercerla los países y los colectivos condicionados por la Europa vigente tienen que forjar alianzas interpaíses en torno a objetivos; exigir transparencia a los gobernantes propios sobre sus posiciones en la UE o en la eurozona; intensificar la lucha ideológica contra las prácticas vigentes y los enfoques teóricos que las arropan. Aunque algunas dudas sólo se puedan responder haciendo camino: ¿hay alguna posibilidad de refundación o de evolución significativa de la UE y de la eurozona?, ¿es un mal menor que hay que asumir?, ¿hay alternativas mejores?, ¿cuál es el margen de maniobra de los países aislados?
Por su parte, en los temas que dependen del comportamiento de otros países, hay que poner el foco en sus gobernantes, en su sistema político y en su establishment porque son los antagonistas de los países dependientes del sur de Europa y de los colectivos directamente afectados por las consecuencias de las acciones o inhibiciones de los dominantes. El objetivo es que la opinión pública y la ciudadanía de esos países escuchen, sin velos interpuestos, la voz de los afectados, creando alianzas con colectivos de los países dominantes perjudicados en sus ingresos y nivel de vida por las políticas imperantes. El giro hacia una política económica que estimulara la demanda interna de esas economías mejoraría los salarios reales y las condiciones de vida de sus trabajadores, y favorecería un ajuste menos traumático en los países que lo necesitan. No obstante, llevar la lucha ideológica y la batalla de opinión pública al seno de los países dominantes es difícil. La suerte de los afectados de los países condicionados se dirime en las elecciones alemanas, en las que no tienen derecho a voto. Pero Alemania puede llegar a sentir que el coste del empecinamiento puede ser desmesurado.
Si tuviéramos que destilar una reflexiones conclusivas, la propuesta sería ésta: entender la crisis, evitar la ocultación y la confusión de componentes; diferenciar los ámbitos de decisión en los distintos temas, países y circunstancias; identificar, agrupar y movilizar a los concernidos según los temas y ámbitos de decisión; aplicar el foco y la presión dónde y frente a quién en cada caso corresponde; plantear con pragmatismo objetivos y medios, aspirar a lo necesario, no ceder al chantaje de lo imposible.
Angel Martinez Gonzalez-Tablas. Catedrático de Economía de la Universidad Complutense.