Galde 29, verano/2020/uda. Jasón & Argonautas.-
Y cuando se abrió el séptimo sello se produjo un silencio en el cielo. Con esta cita del Apocalipsis comienza la oscura y hermosa película de Bergman que protagonizara el recientemente desaparecido Max von Sydow. Aquel caballero desengañado emprendía una última partida, perdida de antemano, contra la muerte. Tiempo también aquel de peste, estupor, miedo y silencio. De predicadores de catástrofes y de cómicos desconcertados deambulando sin rumbo.
Como ahora.
I. Es el shock inicial. Se bajan los telones, cierran los museos, las librerías, los cines, cesa la música y cada cual hace sus cálculos y evalúa las dimensiones de su ruina. Ninguna otra época había generado tal sensación de vulnerabilidad generalizada. Es el presentimiento del fin. Todo lo que era nuestro y resultó ser nada. El gran silencio en las calles y el gran miedo imposibilitando imaginar un futuro de esperanza. La cultura confinada en su particular pandemónium, esa capital del reino infernal en la que Milton (El Paraíso perdido) sitúa a Satanás y sus demonios. Lugar en el que reina el caos y se concentran las calamidades.
Da pudor singularizarlo tanto. Hoy el infierno es un territorio muy extenso y hay que tener la piel muy dura para no quemarse con las llamas. Junto al abismo de los artistas y los filósofos está el averno de las cajeras de los supermercados o el tormento de los sanitarios. Tan solo porque lo cultural tiene una dimensión pública y universal que no lo agota en sí mismo, en sus protagonistas, es por lo que merece atención específica.
II. Por fortuna el funeral es breve. Las miradas se fijan en las pantallas y el confinamiento eleva las audiencias a su máximo histórico. La cultura se hace presente en los salones de todas las casas. Una oferta inabarcable: estrenos on line, conciertos, teatro en streaming, viajes imaginarios desde el sofá, óperas en el Met, paseo virtual por las salas del Louvre, libros y más libros recomendados, infinitas series infinitas… Una orgía cultural gratuita.
La cultura mostrando su capacidad de renovarse, haciendo sentir su utilidad, su vocación de servicio público, lanzada a la sanación espiritual de la ciudadanía, bálsamo protector frente a la desolación. Y al tiempo, organizándose, reivindicándose, reclamando tablas de salvación a los poderes públicos. Artículos, manifiestos, un plan de choque con 52 medidas para su supervivencia. Sus trabajadores también se pretenden esenciales.
Se va saliendo. Resulta que no era muerte sino tan solo un susto, eso sí, un susto de muerte. El activismo da algunos frutos y se aprueban medidas paliativas que satisfarán más a unos que a otros, pero que es seguro que dejarán a muchos a la intemperie; a los más precarios y desregulados.
Ahora la consigna es volver a la «nueva normalidad», ese sindios lingüístico. Abrir cines, teatros, museos, y sobre todo, estadios, bares y restaurantes, cuanto antes y como sea. Los pronósticos, sin embargo, no pintan bien.
III. Ha de pasar tiempo para valorar pérdidas y ganancias, ver qué flota y qué se hunde. Ha habido demasiadas predicciones con pretensión de profecía. Anuncian el alumbramiento de una nueva era postcapitalista. Pensamiento mágico, milenarismo improbable, discursos que acaso se perderán en el tiempo. Si algo se puede aventurar en el tema que nos ocupa es que lo que va a ser ya estaba aquí. No habrá muerte de la cultura porque el arte, la música, el relato de historias, han ido dando sentido a las sociedades humanas desde sus orígenes. Pero si esta pandemia es una guerra, como dicen, será cruenta y dejará víctimas.
La cultura no es un todo homogéneo, aunque lo pretenda para sentirse más fuerte. Mientras se cerraban equipamientos y se clausuraban programas, los videojuegos y las plataformas digitales multiplicaban su negocio. La industria privada del entretenimiento «cultural» doméstico saldrá reforzada. Será la cultura en vivo –teatros, conciertos, festivales– quien más sufra las consecuencias. Cabe imaginar un mundo sin teatros, pero resulta impensable uno sin estadios deportivos. Por eso, aunque cueste, el público irá perdiendo el miedo a los espacios cerrados. Pero no todos sobrevivirán.
En muchos aspectos se volverá a la casilla de salida; una que ya conocíamos desde la crisis anterior: la caída rotunda de la inversión pública y la contracción del gasto por parte de los ciudadanos. Será un tiempo convulso y precario para artistas, técnicos y demás agentes culturales. El bloqueo radical de los programas municipales ya lo anuncia. Podría ser una oportunidad para definir mejores políticas públicas, proteger la diversidad del ecosistema cultural, alejarse de la obsesión por contabilizar éxitos masivos, pero hasta la fecha nunca ha ocurrido.
Desde lo institucional se insta a los sectores culturales más artesanales, los que están en los márgenes del sistema económico, a que se reinventen y busquen oportunidades on line. En la anterior crisis se les pedía que se internacionalizasen. Consejos inútiles para quien está más cerca del carromato de los cómicos del Séptimo Sello que del éxito en Broadway. Harán bien en no matar su esencia vendiendo su alma. La emoción de la experiencia artística, ese temblor capaz de dejar una huella profunda que la razón no puede explicar con palabras, se alimenta de los ritos y necesita sus templos. Ninguna catarsis puede darse mientras se comen palomitas y los niños gritan y corretean por el salón.