Aunque en el cambio de siglo XX-XXI otros ámbitos la ocuparon con preferencia, el trabajo asalariado nunca dejó de constituir una fuente de interés para la literatura. Tres novelas recientes se aproximan tanto a él, en ambientación y preocupaciones, que merecen un comentario crítico. La familia, la transmisión generacional, se revela crucial en las tres, y junto a los lazos de sangre las tres comparten una atención a la memoria de un cierto tipo de vivencia industrial de grandes factorías, digamos desarrollista, desde un presente poco complaciente pero en la Europa rica. Por encima de peculiaridades las tres evocan un tiempo de dureza acompañada de vitalidad que, al parecer, se esfumó y nos envolvió en la melancolía. Cada obra, desde luego, con su estilo y su punto de vista.
La más cercana al País Vasco, a su parte de gigantismo industrial en torno a la Ría del Nervión, Los últimos románticos (Seix Barral), la firma Txani Rodríguez, colaboradora habitual de El Correo. La novela no concreta ubicaciones pero se detiene en detalles como una pegatina del Athletic de Bilbao, Osakidetza, la Renfe (apenas el Metro) o una doctora apellidada Brouard “como un famoso pediatra que mató el GAL”. Narración tranquila de soledades, ofrece en entradas cortas a una protagonista atenta a algunos avisos del cuerpo. El personaje busca salidas en nuestros días pero el pasado configura la novela con recuerdos de infancia en barrios suburbiales, vecinos de rellano, trabajo fabril, huelgas, despidos, cierres. La rememoración estiliza, pero no magnifica. En ese pasado nos reconocemos unos cuantos, aunque en el presente con YouTube de la localidad de la ficción siga habiendo fábricas, otras fábricas. También relaciones humanas y relaciones laborales. Txani Rodríguez las convierte en combustible literario, como la maquinaria, las materias primas, los museos y hasta el paternalismo industrial. Me parece un hallazgo su percepción de atmósferas: “Varias décadas después, los bares habían cerrado, y aquellas calles tenían algo de fin de temporada, de otoño constante”.
En algún momento las tres novelas mencionan el amianto, omnipresente en la vida industrial de occidente. Así, Amianto (Hoja de Lata), titula Alberto Prunetti el homenaje a su padre, un recorrido por la segunda mitad del siglo XX de un trasfertista (obrero cualificado itinerante) italiano: “La historia de un hombre que empezó a ganarse el pan con catorce años, que entró en la fábrica y nunca llegó a salir de ella en realidad, porque las instalaciones industriales hicieron anidar en sus células su propia carga negativa (…). Alguien que se enfundaba guantes de amianto y monos de amianto, y que se metía él mismo bajo una lona de amianto, porque derretía electrodos que liberaban chispas de fuego a pocos pasos de gigantescos tanques repletos de petróleo”.
La novela, ese género híbrido, admite leerse con una guía de Italia, mejor ferroviaria que turística. Con prosa asequible y desprejuiciada, en la que la edición española ha respetado querencias por el habla popular toscana, el autor va y viene de la reconstrucción de la segunda posguerra mundial a la gran recesión. No pierde ocasión de detenerse en las características de las condiciones laborales, casi siempre perjudiciales para los trabajadores, de cada década entre los setenta y los dos mil. Como sus materiales narrativos son él mismo y sus recuerdos, Prunetti incorpora recortes, informes judiciales o teléfonos de una agenda familiar. Esos elementos humanizan, singularizan. Excediéndome en mis funciones me atrevo a proponer comparación con la construcción narrativa de otros montadores de instalaciones en un relato de Jon Bilbao, “Como en un idioma desconocido”, en Estrómboli (Impedimenta).
El autor participa a través de su padre pero sobre todo de su propia formación intelectual, que también incorpora a la obra, de esa tradición que glosa el trabajo manual y las herramientas. Se detiene, remontándolo a un pasado campesino idealizado, en el tipo del hombre que hace de todo (albañilería, mecánica, fontanería, instalaciones eléctricas, carpintería). No pierde ocasión de contraponerlos, también a través del padre pero sobre todo de su reflexión, con la clase media. “Para él un trabajo era algo que exigía que te rompieras el culo. Los que estaban frente a una mesa y no sudaban, no trabajaban. Ya fueran contables, abogados o profesores, formaban parte de una sola categoría: la de los curas”. Él mismo se reconoce, dentro del precariado de la industria cultural, en esa amalgama de blandengues. Imagínese dónde quedan engullidas las mujeres en esta visión.
Amianto se nutre de elementos de la cultura popular. A Prunetti le encantan el fútbol, el cine y la música. Titula cada capítulo con canciones de Nada Malanima y de Piero Ciampi. Trasladada a Francia la trama, con algunas ramificaciones en Marruecos, los gustos se repiten con Sus hijos después de ellos (Alianza), de Nicolas Mathieu. Premio Goncourt 2018, él prefiere titular con temas de Nirvana, Guns N’Roses y Suprême NTM, que introducen en la década de 1990 con olor a gasolina. Aquí aparece más reforzada que en el caso italiano la televisión y sobre todo el consumo de masas con sus repertorios de marcas y zonas comerciales. En su derredor se levantan las jerarquías invisibles que sacuden la parte central de la escala social. Realismo sin apenas épica, nunca pierde de vista los placeres mundanos, para los que modula el lenguaje.
De las tres obras ésta es la que más preguntas plantea. Novela de muchos personajes, Nicolas Mathieu los trata con respeto en recorridos largos que se devoran porque las trayectorias personales importan. Esta reseña haría un flaco favor si los redujese a arquetipos socio-laborales en una región desindustrializada, en este caso la Lorena francesa que antes fue alemana. Destacaremos la contención en la presentación de situaciones, esa certeza sostenida a lo largo de las páginas de que algo crucial va a ocurrir o de que el personaje concernido va a enterarse o participar de algo que transformará su futuro. Luego intervienen el carácter, el talento, la formación académica, los contactos o la suerte. Las referencias familiares nunca dejan de estar presentes, poderosas como maldiciones bíblicas.
Pero volviendo a la cuestión del trabajo, Sus hijos después de ellos confronta a las mismas dos generaciones, la de los nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial que conocieron el pleno empleo industrial y los nacidos antes de la crisis del petróleo de 1973 que asisten al desmoronamiento de una manera de vivir. Por en medio de expectativas apagadas bulle la energía de la juventud, que reniega, por qué no, de algunas herencias: “Él también estaba hasta las narices de esa memoria obrera. A los que no habían vivido esa época les hacía sentir como si se hubieran perdido lo mejor. Por comparación, hacía que cualquier iniciativa pareciese insignificante, y cualquier éxito, minúsculo. Los hombres del hierro y su época dorada llevaban demasiado tiempo tocándoles las pelotas”. No se crea por el fragmento que en este caso las mujeres quedan al margen. Ni mucho menos.
La literatura colma lo que los análisis sociológico o histórico no alcanzan. Las novelas alumbran lo inconfesable y dotan de sentido a las vivencias. Lo social, las expectativas colectivas, acompañan la dimensión individual de estos personajes alejados de los focos, inquietos. El Estado, en todas sus vertientes, resulta un telón de fondo, parte del paisaje. Desde luego un agarradero con el que se cuenta. Al respecto de la política y el sindicalismo, distancia. Sobre el trabajo y sus protagonistas se depositaron confianzas y se construyeron identidades. Con la desindustrialización se vino abajo buena parte de ese patrimonio inmaterial, no sólo los altos hornos y las chimeneas. El trabajo, aquella cadena pesada, sigue en la base de nuestras sociedades pero ya no implica mecánicamente solidaridad y comportamientos virtuosos. Debió de ser un espejismo, cuando garantizaba comodidades a largo plazo. El éxito, el confort, reposan sobre otros resortes y asusta que no haya sitio para todos. Inevitablemente se ajustan cuentas con los modos y períodos anteriores. Ficción basada en hechos reales, ¿que no?