(Galde 17, otoño/2016). Rafael Ruzafa.
Hubo un tiempo no muy lejano (así empiezan los cuentos, que tanto comparten con la memoria) en que la vida entera de más de la mitad de las vascas y de los vascos tuvo los ritmos, los paisajes y hasta los olores de la industria. Quien viva en (o, novedad relativa, se desplace habitualmente hasta) Vitoria, el Txorierri o Mondragón objetará que ese tiempo sigue entre nosotros y que no es tan duro como lo pintan los cuadros. Sin embargo, percibirá la irrealidad de seguir llamando “equipo armero” al Eibar y “equipo fabril” al Sestao. Entre finales de la década de 1970 y mediados de la de 1990, a hurtadillas entre la democratización, la autonomía y los años de plomo, en el País Vasco como en otras zonas muy industrializadas se desmantelaron sectores completos y se suprimieron entre doscientos y trescientos mil empleos industriales. La que sería Comunidad Autónoma Vasca pasó de 341.000 empleos industriales en 1977 a 255.000 en 2002. Las empresas atravesaron un calvario de endeudamiento, quiebras, expedientes de regulación de empleo, compraventas, subrogaciones de plantillas y por último cierres. No ha cesado, o que pregunten en Dow Chemical (Leioa), Magefesa, Babcock Wilcox, Arcelor Zumárraga, Unipapel (Aduna), Corrugados Azpeitia, Cegasa, Cablenor. El miedo se ha instalado, las certezas volaron. La sociedad postindustrial, del riesgo, líquida.
El modelo de industrialización fue diferente en cada provincia vasca, la historiografía nos lo ha explicado. La gran empresa sidero-metalúrgica predominó desde temprano en la Ría de Bilbao, aunque no conviene perder de vista al sector químico de su entorno (explosivos, papeleras, Petronor). En el resto del país se abrió un abanico de sectores, con dispersión geográfica y tamaños menores. El pequeño taller siempre estuvo presente. A las comarcas o barriadas industriales, aquellos territorios comanches, seguía llegando en los años setenta la emigración interior española porque había trabajo bien pagado. No se entraba en plantilla pronto, pero había peldaños previos en las contratas y en las pequeñas empresas. Con la llegada de la democracia, el optimismo se extendió a la participación en la vida pública, de la cual las relaciones laborales eran parte fundamental porque los trabajadores se sentían decisivos en el cambio político. Los sindicatos y las organizaciones de izquierda acumulaban prestigio en su representación. Se mejoraron las condiciones de trabajo. La institucionalización, la reurbanización, los equipamientos (centros educativos, bibliotecas, polideportivos, centros de salud) se acometieron acompañados de un empuje callejero en el que los trabajadores solían situarse a la cabeza. Era frecuente acompañarlo de pedradas, cortes de carretera, tumultos. Por no hablar de prácticas violentas mayores. Se ha vivido, puede recordarse.
La desindustrialización se acometió con grandes cautelas ante tamaña posición obrera, léase industrial. Conservamos colectivamente el recuerdo de conflictos derivados de cierres de las grandes empresas (astilleros Euskalduna, Altos Hornos de Vizcaya) con miles de afectados. Hubo más, con su respectivo impacto. Los aceros y las papeleras darían para tratados, y además AGRUMINSA (Abanto), Astra (Gernika), Sigma (Elgoibar), STAR (Eibar), Harino Panadera (Bilbao), Mecánica de La Peña (Urdúliz), Porcelanas Bidasoa (Irún), etcétera. Los memoriones recordarán los fondos de promoción de empleo, la Zona de Urgente Reindustrialización del Nervión, la Zona Industrializada en Declive del País Vasco (Nervión, Donostialdea y Bajo Deba) y las zonas SORTU de dinamización industrial. Las políticas públicas implementadas por los gobiernos, desde la que luego sería Unión Europea hasta las Diputaciones Forales y los ayuntamientos, volcaron presupuestos amplios. El Gobierno central transformó en 1995 el Instituto Nacional de Industria (INI, que había adquirido Astilleros Españoles, Babcock y Altos Hornos) en la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), que gestionó el adelgazamiento del sector público. El Gobierno Vasco creó la Sociedad para la Promoción y Reconversión Industrial (SPRI) que actuó en algunos sectores (máquina-herramienta, tubo sin soldadura) y promovió actuaciones de instalaciones (parques tecnológicos) y suelo industrial.
Cada cual, y se trata de mucha gente en un país tan pequeño, trenza su experiencia directa o cercana, puesto que el proceso desindustrializador afectó a comarcas enteras. En ellas, conozco mejor la margen izquierda del Nervión, el desánimo se apoderó del común. Con perdón de los veinteañeros, que seguro tienen otra energía, aquel golpe aún duele. No porque se eche de menos la fetidez de aguas y aire, ni porque se conserve un sentido épico de aquellas movilizaciones (grandes asambleas, enormes manifestaciones, solidaridades gigantescas). O en parte sí, qué demonios, rememoramos a la carta. Pero lo que perdura es la sensación de despojo de protagonismo social, de condiciones materiales y de expectativas de vida para centenares de miles de personas y para sus hijos.
A las comarcas industriales primero dejó de acudir la inmigración, y al poco las mismas zonas expulsaron población. Quién no tiene amigos o familiares fuera del País Vasco (o en la Ertzantza) por esa causa. El paro se adueñó de la industria y parados y prejubilados de los espacios públicos. Los parques recién construidos se quedaron sin niños. La generación del baby boom conoció tasas siderales de desempleo juvenil, con difícil acceso a un primer empleo para llegar a los subsidios. De las picarescas hablamos otro día. A finales de los ochenta el Gobierno Vasco aprobó un Plan contra la pobreza, con servicios sociales que gestionaron un Ingreso Mínimo de Inserción pensado para la marginalidad, no para situaciones estructurales. El paisaje de ruinas industriales configuró estados de ánimo y exteriores para películas (27 horas, Salto al vacío). Los museos (de la industria armera en Eibar, de la minería en Gallarta, de la industria en Portugalete, de la máquina herramienta en Elgoibar) no han dado con la fórmula para transmitir tanta desazón. Del patrimonio material se viene ocupando la Asociación Vasca de Patrimonio Industrial y Obra Pública.
El proceso dejó situaciones bien desiguales y resquemores para la posteridad, principalmente entre las plantillas de las grandes empresas y el resto. Las políticas de prejubilación permitieron a los mayores de 55 años ingresar como desempleados en el viejo INEM durante tres años. Después se jubilaban anticipadamente con cargo a la Seguridad Social. La Federación Vasca de Asociaciones de Prejubilados y Pensionistas, creada en 1999, denunció incumplimiento de los acuerdos sobre regulaciones de empleo y sigue reclamando la equiparación de sus pensiones según los años cotizados a la Seguridad Social. Los trabajadores de empresas auxiliares no tuvieron indemnizaciones. Sufrieron el deterioro de sus empresas sin apenas expectativas, con retrasos en el pago de nóminas, salidas individuales, rescisiones de contratos por expediente de crisis económica y subsidios carcomidos por EREs previos. Algunos quisieron, con poca fortuna, mantener las empresas con la figura de sociedad anónima laboral. Luego se han reinventado, desbordando la industria, de la mano de la Agrupación de Sociedades Laborales de Euskadi (ASLE). Los sindicatos, sobre todo los tres entonces mayoritarios, no salieron bien parados de las negociaciones sobre los excedentes laborales. Sus representantes siguen recibiendo acusaciones descarnadas de clientelismo y amiguismo. Cabe preguntarse qué habría pasado sin actuación sindical.
El tiempo ha serpenteado con recuperaciones económicas. La última debe de rondar ahí fuera. La fiebre inmobiliaria de la anteúltima dio el tiro de gracia a muchas instalaciones. Las mujeres, que sólo participaron en la vieja industria como amas de casa, accedieron al mercado laboral y han feminizado la sociedad de los servicios. La que ofrece empleos de calidad y la que sólo otorga precariedad. El sistema de subcontratación, que impulsó hacia la rentabilidad a las empresas industriales supervivientes, generalizó después la eventualidad. Por supuesto, hay otras visiones de aquella desindustrialización nunca del todo acabada. Se detienen en explicaciones sobre daños inevitables, sectores poco competitivos necesitados de reconversión, cambios globales en la producción, la implantación de sociedades del conocimiento, el I+D+i, el valor añadido, las normas internacionales ISO y las certificaciones AENOR. Efectivamente a algunas zonas y vecindarios les ha ido mejor y tienen industria de bata blanca. Sus trabajadores no se caracterizan por la combatividad, ni resulta obligado. La nueva industria al parecer necesita instalarse lejos de las zonas clásicas, donde se levantaron plácidas urbanizaciones y áreas comerciales. Claro que todo el titanio del Guggenheim (o de la bodega de Elciego), los palacios de congresos, los hoteles de lujo, las alfombras rojas, los puertos deportivos y los clubs de golf no evitarán que durante alguna década más haya gente que se sienta estafada y desplazada.