Galde 35 negua 2022 invierno. Santiago Burutxaga.-
Los hechos que narra esta magnífica película son sobradamente conocidos. En el año 2000, un comando de ETA asesina a tiros en una cafetería de Tolosa al político socialista Juan María Jáuregui que había pertenecido de joven, paradójicamente, a ETA y posteriormente al PCE, conociendo la cárcel durante el franquismo. Once años después de su muerte, su viuda, Maixabel Lasa, por entonces directora de la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo, recibe sucesivamente las peticiones de Luis Carrasco y de Ibon Etxezarreta, dos de los miembros del comando, de entrevistarse con ella. Ambos cumplen condena en Nanclares de la Oca y se han desvinculado de la organización armada. Venciendo todas las dudas y reticencias propias y de su entorno, Maixabel decide aceptar las entrevistas, enmarcadas en un programa carcelario de justicia restaurativa. Hasta aquí, los hechos.
A partir de este material documental que forma parte de nuestra trágica historia reciente, Icíar Bollaín construye un espléndido guion, coescrito con Isa Campo, que se caracteriza por su sensibilidad, rigor y sobriedad. Con muy pocas concesiones al artificio cinematográfico, la película se adentra con sencillez en la crudeza de esos encuentros, centrándose en las conversaciones mantenidas con Ibon Etxezarreta.
Bollaín se convierte en aparente testigo de lo que sus personajes hacen y dicen, así como de la evolución de sus sentimientos. La cámara va mostrando, sin apresurarse, un volcán de emociones en el que se van haciendo presentes el dolor por la pérdida de la persona amada, compañero de vida desde la adolescencia, la herida que se reabre al contemplar al victimario, la necesidad de recibir alguna explicación, encontrar algún sentido al crimen, y en el caso de su antagonista, el remordimiento, la soledad, la pérdida de ideales, la amargura por haber arruinado varias vidas, la propia y la de sus víctimas, la necesidad de aliviar esa pesada carga con la que se acuesta y se levanta cada día y encontrar, si no perdón, al menos alguna redención en el gesto de mostrar arrepentimiento.
Icíar Bollaín asume el reto de indagar en una materia muy sensible, porque nos toca muy de cerca y por ser tan reciente que todavía palpita. Es como transitar por una afilada crestería en la que es muy fácil despeñarse. Dos son los riesgos principales: el primero, equiparar los sufrimientos de quienes perpetraron los crímenes y de quienes los sufrieron alegando que cada cual tenía sus razones y a la postre, todos eran víctimas de una compleja situación. El segundo, y peor riesgo, es justificar la sangre derramada en nombre de un ideal. En el cine la emotividad puede llevar fácilmente al espectador a la pérdida del sentido crítico y acabar empatizando con personajes infames. No es el caso de Maixabel, donde cada cosa está en su sitio: el arrepentimiento y el derecho a tener segundas oportunidades no excusa la crueldad del crimen ni su banalidad (“Maté a quien me dijeron. No discutíamos, estaba decidido. Ese año matamos a más de veinte. Era fácil”).
Una película de retratos psicológicos sutiles en la que no hay desgarros emocionales sino sentimientos hondos y dolores profundos que pugnan por salir a la superficie, requiere de grandes intérpretes, y en este caso los hay. Blanca Portillo (Maixabel) en un derroche de talento crea un personaje contenido rebosante de humanidad y determinación. Luis Tosar da vida a un Ibon Etxezarreta oscuro que se va abriendo hasta llegar a un extenso monólogo que sobrecoge. Magníficas también las interpretaciones de Urko Olazabal (Luis Carrasco) y María Cerezuela, la hija de Maixabel y contrapunto frágil a la fortaleza de su madre. Una iluminación en tonos grisáceos y la música de Alberto Iglesias crean el clima necesario para esta historia triste pero esperanzada de unas personas atrapadas por un pasado que no pueden remediar y necesitadas de decirse sin odio las verdades cara a cara para poder seguir adelante.