Los efectos de la crisis… vienen de mucho antes y ahí seguirán, mucho después

Los efectos sociales de la crisis son, al mismo tiempo, evidentes y aterradores. Nos los muestran cada día los medios de comunicación, los experimentamos en carne propia o a través de nuestro entorno familiar y social, y son desvelados por diversas instituciones de investigación 1 o de intervención social 2. Pero la cercanía y la intensidad de estos efectos no debe confundirnos: la crisis no empezó en 2008 y sus efectos no terminarán en… cuando sea que los indicadores macro nos vuelvan a hablar de crecimiento y de creación de empleo. Por eso, la salida de la crisis no puede significar retornar a un escenario anterior a 2008, ni superar sus efectos puede identificarse con recuperar las mismas dinámicas socioeconómicas (producción, gasto, consumo) que había antes.

1. “Adiós al capitalismo de Friedman y Hayek”, proclamaba el reputado economista Paul A. Samuelson, un auténtico clásico vivo, en un artículo publicado en octubre de 2008(3). ¡Ojalá hubiera estado en lo cierto! La verdad es que la explosión de la crisis provocó una cascada de críticas al capitalismo financiero y un llamamiento a su “refundación”. Keynes parecía renacer de sus cenizas, el Congreso de EE.UU. investigaba la actuación de banqueros y gestores financieros, a los que acusabe de ineptitud y de avaricia(4) y el propio FMI era sometido a una evaluación independiente de la que se concluía que la incapacidad de esa institución para anticipar la crisis fue debida a “un alto grado de pensamiento de grupo, captura intelectual, una tendencia general a pensar que era improbable una fuerte crisis financiera en las grandes economías avanzadas y enfoques analíticos inadecuados”, es decir, a un pensamiento único, sectario y dogmático que lo contaminaba todo(5).

Pero el tiempo fue pasando y aunque los efectos sociales de la crisis no dejaban de aumentar, en junio de 2009 el sector financiero norteamericano dio por concluida la segunda “Gran recesión” y en el primer trimestre de 2012 la banca registraba los mayores beneficios trimestrales en cinco años, las retribuciones repartidas a sus ejecutivos volvían a las grandes cifras y las instituciones financieras se empleaban a fondo para evitar que se introdujeran controles al “capitalismo de casino” y para neutralizar los que se habían aprobado.

Incluso antes, en octubre de 2010, se escuchaban voces como la de Robert Lucas, premio Nobel de Economía en 1995, reafirmándose en sus ideas neoliberales: “Creo que los europeos, y España en particular, están demasiado inmersos  en el Estado de bienestar y que deberían dar un paso atrás. Los sindicatos tienen demasiado poder. Lo que mueve la economía, lo que anima a la gente a trabajar, es el beneficio que obtienen de su esfuerzo y de la asunción de riesgos. Uno trabaja para obtener una recompensa en el futuro. Dar la misma asistencia médica o la misma educación a todos, sin tener en cuenta lo que cada uno aporta, tiene un sentido igualitario, pero recorta la motivación para trabajar duro”(6).

Pero Samuelson no es un ingenuo, y el contenido de su artículo era un poco menos el obituario del libertarismo monetarista que el título parecía anunciar: “¿Qué es entonces lo que ha causado, desde 2007, el suicidio del capitalismo de Wall Street? En el fondo de este caos financiero, el peor en un siglo, encontramos lo siguiente: el capitalismo libertario del laissez-faire que predicaban Milton Friedman y Friedrich Hayek, al que se permitió desbocarse sin reglamentación. Ésta es la fuente primaria de nuestros problemas de hoy. Hoy estos dos hombres están muertos, pero sus envenenados legados perduran”.

Este es el problema. La quiebra de las hipotecas subprime no ha sido la causa de la crisis, sino tan solo su detonante. La causa de la crisis hay que buscarla en treinta años de irresponsable discurso neoliberal, que ha perseguido el descrédito de todo lo que se acompañe del adjetivo público (o social) con el fin de impulsar un modelo de acumulación por desposesión basado en la mercantilización generalizada, en la pretensión de convertirlo todo en mercancía(7).

Pisando

2. En 2007 Naomi Klein nos advertía frente al capitalismo del desastre y a su doctrina y política del shock… pero no prestamos suficiente atención. Como nos recuerda Klein(8), en el marco del capitalismo del desastre lo que se busca por encima de todo es arrebatarnos nuestras narrativas y sustituirlas por la narrativa del neoliberalismo.

Las ideas mueven el mundo. Que nadie lo dude. Su importancia a la hora de orientar las políticas públicas y, en concreto, las políticas sociales y económicas de los gobiernos, está ampliamente contrastada. No por sí solas. Es preciso un determinado contexto social e institucional. Pero las ideas configuran marcos que delimitan en un momento dado el espacio de lo pensable y de lo impensable, de lo posible y de lo imposible, de lo deseable y de lo indeseable. Como nos advirtió el sociólogo Wiliam I. Thomas, “si los hombres definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias”.

Pero la mentalidad progresista se volvió, hace ya demasiado tiempo, burdamente leninista, olvidándose de la propuesta de Gramsci; obsesionada con el poder, se ha olvidado de la hegemonía. Hace ya muchos años que los mejores lectores de Gramsci se encuentran en la derecha. Por el contrario, desde los Setenta la izquierda orientada a la gestión del poder en las sociedades democráticas ha arrojado por el sumidero, junto con el agua sucia de la crisis de la clase obrera como sujeto histórico, el niño de la construcción de hegemonía.

Naomi Klein subraya con acierto la importancia trascendental que ha tenido esta capacidad de la “nueva derecha” para generar discurso durante la travesía del desierto que para el pensamiento conservador fueron las décadas de los años Cincuenta, Sesenta y Setenta: “En uno de sus ensayos más influyentes, Friedman articuló el núcleo de la panacea táctica del capitalismo contemporáneo, lo que yo denomino doctrina del shock. Observó que «sólo una crisis –real o percibida- da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable». Algunas personas almacenan latas y agua en caso de desastres o terremotos: los discípulos de Friedman almacenan un montón de ideas de libre mercado”.

Milton Friedman escribía eso en su libro Capitalismo y libertad, publicado originalmente en 1962, cuando parecía condenado a ser un marginado en un momento en que hasta Keynes debía ser superado por la izquierda. Pero llegó la crisis, la real (la del petróleo de 1973 y la del cambio del modelo tecnológico y productivo fordista que la siguió) y la percibida o imaginada (la crisis del miedo y la desconfianza que dio al traste con cualquier cultura del compromiso y del pacto). Y la crisis generó la estructura de oportunidad política para el “libertarianismo” más radical.

La crisis de 2008 es una vuelta de tuerca a nuestros miedos y a nuestras inseguridades. Paul Krugman ha denunciado que las políticas de austeridad nunca han tenido como objetivo real la lucha contra el déficit, sino generar miedo en la sociedad con el fin de destrozar la red social de protección. Más claramente aún lo expone el economista británico Angus Deaton, en absoluto un radical: “Las crisis están creadas para beneficiar a los más ricos ya que gracias a ellas les resulta más fácil reescribir las normas”(9).

3. Al finalizar esta reflexión me gustaría quedarme con una esperanzadora idea planteada por Wilkinson y Pickett: “Somos una especie que disfruta con la amistad, la cooperación y la confianza, con un fuerte sentido de la justicia, equipada con neuronas espejo que nos ayudan a desenvolvernos en la vida identificándonos con los demás, y está claro que las estructuras sociales que generan relaciones basadas en la desigualdad, la inferioridad y la exclusión nos causan graves daños. Si comprendemos esto, tal vez podamos entender por qué las sociedades desiguales son tan disfuncionales, tal vez también empecemos a creer que una sociedad más humanizada puede ser infinitamente más práctica”.

Me gustaría poder cerrar con esta expectativa. Pero no puedo. Cornelius Castoriadis denunciaba hace ya dos décadas que el desarrollo del capitalismo estaba poniendo en riesgo las bases culturales y éticas que permitían su funcionamiento, bases que el capitalismo no había generado sino parasitado, pero que al fin y a la postre ofrecían al sistema una fisonomía societal tras la que actuaba su nervadura económica. ¿Cuál es el modelo general de identificación que el sistema de mercado propone e impone a los individuos?, se preguntaba el filósofo. “El del individuo que gana lo más posible y que disfruta al máximo; algo tan simple y banal como esto”, se respondía él mismo. “Pero ganar, pese a la retórica neoliberal, es algo que hoy carece prácticamente de toda función social e incluso de toda legitimación interna al sistema. Uno no gana porque vale, vale porque gana”, continuaba. Para concluir:

¿Cómo puede seguir funcionando el sistema en estas condiciones? Lo hace porque se beneficia todavía de modelos de identificación producidos anteriormente: […] el juez «íntegro», el burócrata legalista, el obrero concienzudo, el padre responsable de sus hijos o el maestro que, a placer, todavía se interesa por su trabajo. Pero nada en este sistema tal como es justifica los «valores» que estos personajes encarnan, catectizan y supuestamente persiguen en su actividad. ¿Por qué habría de ser íntegro un juez? ¿Por qué un maestro habría de sudar con los críos, en vez de dejar pasar el tiempo en su clase, salvo el día en que haya de visitarle el inspector? ¿Por qué ha de agotarse un obrero hasta enroscar la tuerca ciento cincuenta, pudiendo hacer trampas con el control de calidad? Nada, en las significaciones capitalistas, desde un comienzo, pero sobre todo en lo que hoy se han convertido, puede dar respuesta a esta pregunta.

“El capitalismo vive agotando las reservas antropológicas constituidas durante los milenios precedentes”, sentencia Castoriadis.

Creo que Wilson y Pickett tienen razón cuando recuerdan nuestra dotación biológica, psicológica y social para la cooperación y la empatía. Por eso, con el optimismo de la voluntad sostengo que esta crisis que es mucho más que económica no durará siempre. Pero el pesimismo de la razón me obliga a advertir que eso sólo ocurrirá si, desde ahora, nos tomamos radicalmente en serio la tarea de proteger y ensanchar esas reservas antropológicas que el capitalismo viene destruyendo de manera tan irresponsable, desde hace tiempo.

Un mundo en cambio, Iñaki Gabildondo | STM Galde

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