Recuerdo que Jean Paul Sartre dijo, refiriéndose al Gulag soviético:
“Si estos campos existieran realmente,
no habría que hablar de ellos.”
No vamos a hablar de ellos. Hablemos del Uranio. Uranio es vida.
Hay uranio en el aire. Todavía hay uranio en los campos de batalla del mundo.
Uranio eternizado. Tristes campos de Troya sembrados
de uranio empobrecido. Pobre uranio. Se acaba.
Dicen que sobra uranio. No es verdad.
El uranio es eterno, pero la eternidad se acaba como el sol,
como el mar, como el aire. Solo lo transitorio permanece.
La eternidad es un fulgor sonámbulo. Es de un gris plateado, el uranio,
lo mismo que el coltán, lo mismo que el dinero que se acaba,
el dinero que fluye hacia la nada por los canales de fibra óptica
de la bolsa de Tokio. Su número atómico es el 92. En el año 92
del viejo siglo XX se celebró en Sevilla la Expo-92. Se celebró también
el quinto centenario del descubrimiento de América, su conquista a cristazos.
Muchos se hicieron ricos (con lo de América y con lo de Sevilla) en el 92.
Ricos como el uranio enriquecido. Su valencia es el 6. Hablamos del uranio.
No hablamos del Gulag. Sartre no quería hablar del Gulag.
No hablemos del Gulag. Sartre llevaba gafas pero no estaba ciego.
Borges estaba ciego, pero podía ver. Quedamos en que el ciego
no era Borges, en que el ciego era Sábato. Sartre no quería ver,
eso era todo, no estaba para ver, solo pensaba:
“Si estos campos existieran realmente,
no habría que hablar de ellos.”
Hablemos del uranio. Uranio empobrecido, enriquecido.
Nada tiene mayor peso atómico en la naturaleza.
Nadie tiene más fuerza y más poder.
Puede echarse a rodar por el denso torrente de tu sangre,
colonizar tu hígado, secuestrar tus riñones, neutralizar tu sexo,
hipotecar tus huesos, hacer polvo Hiroshima y Nagasaki.
Fulminó los colmados de Hiroshima,
los talleres mecánicos de Nagasaki y sus casas de té.
A finales de agosto de 1949,
convertido en plutonio por Stalin,
estalló en la pradera de Kazajistán, donde aún duerme.
Las bases de refinamiento de uranio en la antigua URSS
han dejado su huella, son historia, restos del tiempo, ruinas,
lo decía Lucano, el cordobés. No mueren. No hablemos del Gulag.
Sartre no quería hablar del Gulag. No podía verlo. No quería verlo.
El complejo Elektrostal en el que los esclavos de la ciencia soviética
trabajaban en la bomba de Hidrógeno era invisible,
igual que las ciudades de Calvino. Calvino abrió los ojos
y vio el Gulag atómico, vio el valle de Ferghana,
el Gulag de las minas de uranio: dos millones
de metros cúbicos de uranio enterrados, todavía dormidos
en el vientre del valle de Ferghana, vertedero de uranio, perla de Asia.
No hablemos del Gulag. Hablemos del uranio. Uranio es vida.
Hay uranio en el aire. En la electricidad que consumimos,
en los fertilizantes de fosfato, en los aviones que nos traen y nos llevan,
en los satélites que nos espían, en las gafas de sol polarizadas y en las páginas blancas del Libro rojo del uranio, porque el uranio, miren, tiene un libro como yo tengo un perro y es de un gris plateado, lo mismo que el coltán, lo mismo que el dinero y que las ratas.