Las sociedades de las emergencias

Justicia climática, derechos humanos y decrecimiento

Galde 38, udazkena 2022 otoño. Maria José Guerra Palmero.-

¿Qué política y qué gobierno necesitamos para un mundo asolado por pandemias, guerras, crisis de refugiados, inflación desatada y, situado como marco ineluctable, en las coordenadas de la emergencia climática? La invitación de Galde a reflexionar sobre este asunto nos hace conscientes de la impotencia que sentimos ante la pérdida de un mundo, el del ayer, en el que determinadas certidumbres nos permitían cierta «habitabilidad»—al menos a los sectores privilegiados, a los ganadores de la globalización neoliberal—, y otro, nuevo e ignoto, que nos desafía, prácticamente, en todos los aspectos de la existencia. Nuestra manera de vivir y de convivir políticamente parece haber caducado ante la irrupción no de meras crisis, tal como apunta Innenarity en su texto, sino de auténticas emergencias. Hemos transitado, en lo local y en lo global, desde el barrio o el pueblo hasta el planeta, a una era marcada por un alto grado de estrés personal, social y planetario. Se nos ha impuesto una constelación semántica sembrada de alarmas, alertas y urgencias que nos precipita en la desesperación y parece impedirnos hasta pensar. La inmediatez y el sensacionalismo de los medios de comunicación y los efectos virales de las redes sociales nos paralizan o nos precipitan a decir lo primero que se nos viene a la cabeza que suele ser desatinado y desafortunado. Los gurús parecen haber sepultado a los filósofos, y muchos de estos últimos se han reciclado en las formas mercantilizadas del video en YouTube o del Twitter. Frente a la desazón sólo nos proponen mind fulness.

Los primeros años veinte del siglo XXI, en suma, nos aparecen desquiciados. Intentaré dar unas pinceladas sobre la era de las emergencias que sobre todo representa un reto enorme para ajustar nuestras teorías de la justicia porque las gentes perdedoras de la globalización, las generaciones futuras, el resto de las especies que pueblan el planeta y el mismo clima, del que dependemos, sentencian la obsolescencia de nuestros marcos de referencia por provincianos y limitados y plantean la necesidad de dar un nuevo impulso a nuestra intelección ética y política. Pero no sólo eso: la exigencia de una transformación radical de nuestras sociedades para adaptarse, mitigar y generar resiliencia ante la emergencia climática y la crisis energética exige que cada uno de nosotros, solos y en comunidad, cambiemos radicalmente nuestros hábitos y costumbres. Las instituciones tienen que incorporar ya su propia agenda climática y no como reclamo retórico, sino como efectiva transformación. ¿Tiene que ser esto tan negativo como lo pergeñamos? ¿Estamos abocados a caer en las redes de la imaginación distópica y a resignarnos? ¿No hay manera de pensar que quizá tengamos una gran oportunidad para cultivar la vida buena o el buen vivir a partir de las urgencias por cambiar?

Podemos constatar, en primer lugar, que diagnósticos como el de Ulrich Beck respecto a las sociedades del riesgo se han intensificado y redoblado. Ya no sólo sabemos que la calamidad, más que la catástrofe, será inevitable, sino que varias tipologías de calamidades, esto es, de desastres ocasionados por la ceguera humana ante las consecuencias funestas del funcionamiento de la economía, están ya aquí y tenemos que generar, en tiempo récord porque estamos con el agua al cuello, modalidades de respuesta eficaces para poder no sólo sobrevivir como sociedades decentes y civilizadas, sino incluso como especie sapiens que habita la Tierra.

Espero que, a estas alturas, a nadie le parezca exagerada la caracterización de las sociedades de las emergencias. Ya sé que los negacionistas no lo compartirán porque de su negación esperan que se derive el mantenimiento de su confort y de sus privilegios. No obstante, en estado de alarma hemos vivido todos y todas en el planeta los últimos años. Desde marzo de 2020 con la emergencia sanitaria local, nacional y global ocasionada por la pandemia de Covid-19, tuvimos que hacernos cargo de una sacudida brutal que nos inclinaba a la distopía. No obstante, el shock provocado por este acontecimiento planetario, debido a la agencia de un humilde virus, no debe hacer olvidar otras emergencias casi silenciadas.

Vivo en las Islas Canarias, en la frontera sur de Europa, y desde el 2019 se inició la reactivación de la llamada ruta atlántica, repitiendo un episodio de crisis humanitaria que habíamos vivido ya del 2006 al 2008, aproximadamente. La llegada de pateras y cayucos ha sido constante en estos años de pandemia como episodio local, español y europeo, de una emergencia migratoria que también puede ser conceptualizada globalmente. Prácticamente no hay día ni noche que Salvamento Marítimo no rescate a niños, niñas, mujeres y hombres de las fauces del mar y, a pesar de esto, el saldo de muertes no cesa de aumentar. Hoy por hoy, la ruta canaria es la más letal de todo el planeta y nos obliga a mirar a África subsahariana como territorio especialmente afectado por la emergencia climática en el que el desierto avanza provocando sequía, crisis alimentaria y una desolación que empuja a los refugiados ambientales hacia lugares más habitables. Vamos viendo como el concepto de habitabilidad tiene que convertirse en piedra angular. Aquí es donde nos vemos obligados a introducir la categoría sustantiva de «justicia climática» y no podemos seccionarla de la defensa de los derechos humanos.

Las poblaciones más afectadas por los efectos del cambio climático son las que menos responsabilidad tienen en su producción. Efectivamente, ya nos van llegando a todos los países síntomas graves de la enfermedad del clima (inundaciones, olas de calor, sequías, grandes incendios…), pero determinadas áreas han sido mucho más afectadas y, además, dada la geopolítica de los recursos y de las dinámicas de la globalización, son las más castigadas por los bajísimos niveles de desarrollo humano. ¿Cómo afrontar la perspectiva de que la actual emergencia migratoria se incremente exponencialmente debido a la emergencia climática? En los años noventa del siglo pasado las teorías de la justicia global abordaban el problema de la redistribución planetaria de los recursos junto con el auge de los enfoques basados en el desarrollo humano sostenible y asumíamos deberes de cooperación global, al menos en el plano retórico de las organizaciones internacionales y de esto ha quedado como remanente la agenda 2030 de los ODS. La ola belicista que se desató tras la caída de las Torres gemelas de Nueva York, y que ha teñido de sangre el mapa mundial desde Afganistán a Libia, y la gran recesión de 2008 causada por las hipotecas subprime que nos repercutió como crisis de deuda nacional opacaron el prestigio de la justicia global. Ahora, no sólo deberíamos desempolvarlas sino contextualizarlas convenientemente en torno a los imperativos de la justicia climática. Para muchos es una certeza, en un océano de incertidumbres, que los países causantes de la emergencia climática debemos decrecer, que deben decrecer las élites que van en jet privado y que consumen millones de litros de agua en regar campos de golf, esto es, que debemos aprender a conjugar decrecimiento con justicia, con equidad y con redistribución. Y que la tarea es local, nacional, transnacional, pensando en Europa, y, por supuesto, global.

Antes de escribir estas líneas se me apareció en la pantalla la expresión «decrecimiento para vivir sabroso».Venía, como ustedes pueden suponer, de Colombia, y me impactó porque tenemos que aprender mucho de las gentes y países que siempre han vivido en situaciones de alarma y conflictos, de emergencia. Asimismo, podríamos atender a lo que queda de pueblos que no han perdido la memoria de su conexión con la naturaleza y que hablan del «buen vivir». La cultura globalizada de origen anglosajón ha creado una industria de la felicidad individualista y consumista que ahora se revela absolutamente disfuncional para los desafíos que nos plantean las sociedades de las emergencias. La cooperación es ya un imperativo funcional para afrontar las calamidades que hemos generado como capitalismo globalizado basado en el saqueo y en el expolio de las gentes y de los recursos de los países empobrecidos y sometidos a los caprichos de las muchas veces ruinosa inversión extranjera. De hecho, si nuestra especie sobrevivió en sus primeros estadios fue porque articuló modalidades de cooperación tanto entre humanos como con la naturaleza y los animales. Reconectar con nuestro suelo terrestre y respetar sus exigencias es ya obligatorio si no queremos precipitarnos al abismo.

Deberíamos apostar por la utopía viable y posible, en la que lo local va a a tener un gran protagonismo, y rebajar mucho la soberbia de nuestra civilización tecno-optimista y depredadora. Debemos ponernos en disposición de aprender y de desear cambiar no sólo para sobrevivir, sino incluso, para vivir mejor. Por dar una pista: las ciudades se han convertido en ratoneras de islas de calor y de atascos automovilísticos con un alto grado de contaminación y de consumo de tiempo de vida en trayectos larguísimos. ¿De verdad queremos seguir viviendo así? Una política municipal de cercanías, que acortara patrones de movilidad y modificara el urbanismo centrado en el coche liberaría tiempo para la vida familiar y personal, para la convivencia y para la alegría. Si traduzco esta última indicación al plano del gobierno creo que tenemos que reconocer que lo más cercano, las políticas locales, municipales y biorregionales tienen que ser prioritarias y sostenidas por unos estados que provean garantías básicas como la sanidad, la educación y la atención a la dependencia blindando los derechos sociales desde lo público.Tampoco debemos olvidar que necesitamos una gobernanza global para enfrentar desde pandemias hasta crisis migratorias. Una política para la era de la emergencia climática debe ser más democrática y cercana que nunca. La gestión del agua, la energía, los alimentos, la vivienda y la movilidad son los asuntos prioritarios en los que todos y todas debemos estar implicados. Los poderosos juegan a las guerras utilizando el frío y el hambre como armas estratégicas. Debemos construir una política que cimiente una efectiva justicia climática, asumiendo un decrecimiento con equidad, porque sin esa justicia no habrá cobertura para los derechos humanos, que en suma, es lo que debemos salvar, sobre todas las cosas, en la era de las emergencias.

Ha llegado la hora de los pactos verdes.

María José Guerra Palmero.
Catedrática de Filosofía Moral en la Universidad de La Laguna.

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