“Euskadi es un pueblo en lucha. Durante largos años de dictadura franquista nunca ha dejado de ocupar un puesto de vanguardia en la lucha de los pueblos del Estado español por su liberación, a causa del alto grado de movilización obrera y popular alcanzado y de la intensa conciencia nacional y antifascista de sus gentes. De ahí que la represión policiaca se haya abatido, a todo lo largo del periodo franquista, de un modo particularmente agudo sobre el País vasco”.
Así comenzaba un pequeño libro editado por Ruedo Ibérico en las postrimerías del franquismo, pero ¿cuánto hay de verdad en ello?
En 1936 sólo la provincia de Álava, exceptuando su zona norte, quedó controlada desde el inicio por las tropas sublevadas. Una guarnición militar abiertamente golpista y la preponderancia política y social del carlismo garantizaron el éxito de la empresa, frustrada en Vizcaya y Guipúzcoa precisamente por la no existencia de esas condiciones favorables. Mientras en Vizcaya la resistencia se prolongó hasta junio de 1937, toda Guipúzcoa quedó en manos de los golpistas en la primera semana de septiembre de 1936. En el resto de España, prácticamente todas las provincias que quedaron tempranamente en manos del Ejército golpista sufrieron un tipo de represión practicada sin ningún tipo de cobertura judicial (que no es lo mismo que decir justa, dada la inexistencia de los más elementales principios del Derecho). Imperó así la práctica del secuestro nocturno por parte de partidas de falangistas o requetés y el posterior tiro en la nuca o, en el mejor de los casos, la detención a manos de militares, el ingreso en prisión y la macabra espera de la decisión final sobre el destino del reo por parte del Delegado de Orden Público, siempre un alto mando militar competente para firmar las temidas “puestas en libertad” de los detenidos de madrugada o, lo que era lo mismo, condenar a muerte sin juicio.
La constatación de que la guerra sería larga y de desgaste provocó en noviembre de 1936 un giro en el tipo de represión que se estaba practicando en la zona franquista. De las cunetas se pasó a los consejos de guerra, tanto contra militares leales a la República como, especialmente, contra paisanos. Así, se condenó a muerte o a largas penas de prisión a los disidentes políticos, se envió a otros a campos de trabajo y no pocos fueron liberados, no sin antes ser obligados a abonar fuertes multas que, de paso, sirvieran para estigmatizar por siempre al otrora adversario y ahora enemigo. De forma complementaria, se fueron creando diversas modalidades de castigo diferentes a las de la ejecución o la pena de prisión: depuraciones en la Administración pública y la empresa privada, sanciones económicas, destierros temporales, etc. La paulatina influencia de la Iglesia católica, cuyos ministros estaban facultados para informar y delatar, facilitó el tránsito de un modelo de exterminio físico del enemigo a otro de reducción moral, social y política basado en la idea cristiana de redención.
Casi doscientas personas en Álava y más de quinientas en Guipúzcoa perdieron la vida en el medio año que siguió al golpe de Estado del 18 de julio, mayoritariamente individuos vinculados a organizaciones de izquierdas. En Vizcaya, sin embargo, no hubo “terror caliente”, como tampoco existió tal en ninguna de las provincias que pasaron a manos golpistas después de 1936. No significa esto que la represión fuera mayor o menor, sino que ésta estuvo siempre perfectamente organizada y dirigida por los militares a través de un complejo aparato de juzgados destinados a la depuración de lo que, irónicamente, entendían como delito de rebelión: la resistencia a ésta y la lealtad al orden constitucional. Antes de que Vizcaya pasara a manos de Franco, estaban ya nombrados los jueces militares que decidirían las penas, las Juntas locales de información (de delación, habría que decir) y hasta los establecimientos que servirían como centros de reclusión. En total, se estima que 900 personas fueron ejecutadas en Vizcaya tras sentencias judiciales condenatorias. En total, alrededor de 1.700 personas fueron asesinadas o ejecutadas por los franquistas en las tres provincias vascas durante la guerra civil y la inmediata posguerra. La primera aberración fue el golpe de Estado y la segunda se produjo cuando éste costó la vida de la primera víctima mortal, pero, dicho esto, las cifras no dejan de asombrar por su muy reducida cuantía y proporción, siempre en términos comparativos. El casi medio millón de habitantes de Vizcaya, los 300.000 guipuzcoanos y los apenas 100.000 alaveses de entonces suponían el 3,75% de la población española (casi 24 millones) pero “solo” aportaron al total de víctimas de Franco un 1,3% (130.000, en total)[1].
¿Por qué? ¿Cómo es posible que en provincias como Córdoba, Sevilla, Huelva o Badajoz se produjeran auténticas matanzas mientras en el País Vasco hablamos de cifras reducidas? Sin lugar a dudas, la clave fundamental para entender esta menor represión radica en la preponderancia en gran parte de la geografía vasca del PNV, en buena medida tan conservador y católico como el conglomerado que sostuvo la rebelión militar. De hecho, cuando se desciende a la concreto se observan con nitidez las diferencias intraprovinciales en la práctica del terror. Así se entiende que en un municipio de hegemonía nacionalista vasca y de cierta población como Salvatierra nadie fuera asesinado y apenas dos vecinos encarcelados, mientras que en Labastida, donde no era fácil encontrar simpatizantes nacionalistas, casi veinte vecinos fueran eliminados y un número aún mayor tuviera que soportar largos años de prisión.
Fue tras el surgimiento de ETA y sus primeros crímenes, treinta años después, cuando en el País Vasco se impuso un verdadero terror social decretado a base de estados de excepción. La que había sido última Covadonga insurgente, con sus miles de voluntarios dispuestos a luchar contra la impía Madrid, se convirtió en constante dolor de cabeza en la larga agonía del dictador y su régimen. La espiral acción-represión-acción, ideada por la organización terrorista y alimentada por la dictadura franquista, creó un fuerte clima de sospecha hacia “lo vasco” y acabó por despertar una creciente solidaridad hacia ETA, legitimada como bastión antifranquista tras los asesinatos de Melitón Manzanas y Carrero Blanco, así como por las consecuencias del Proceso de Burgos. Una suerte de memoria de “pueblo sometido” se apoderó del pasado para olvidar de repente que quienes entraban en las localidades vascas leales a la República para imponer por la fuerza el orden franquista lo hacían en perfecto euskera, a veces mostrando incluso un completo desconocimiento funcional del castellano.
La dura represión franquista que abatió Euskadi no es más que un mito sin más consecuencias prácticas que las que marca el calendario reivindicativo de la izquierda abertzale, con su panoplia de homenajes a víctimas del franquismo. Hace solo tres meses, vecinos de esta tendencia política organizaron un homenaje a los maestros de las localidades alavesas de Galarreta, Zalduendo y Gordoa, asesinados en agosto de 1936 a manos de carlistas navarros. Ninguno de los tres era nacionalista y sí republicanos de izquierda. Sin embargo, la izquierda ha olvidado quiénes eran y qué representaban, como ha ocurrido con otros destacados republicanos o militantes de fuerzas progresistas asesinados durante la guerra civil. Este abandono facilita que la izquierda abertzale organice periódicamente actos de recuerdo en honor a personas que se pasaron su vida política combatiendo dialécticamente el nacionalismo vasco. Ochenta años más tarde en los homenajes ondean ikurriñas y se escuchan bertsos. Para entender la represión en el País Vasco sobra memoria y solo hace falta Historia, modesto objetivo de estas líneas.
[1] Un balance reciente con cifras de asesinatos en ambas retaguardias, en ESPINOSA MAESTRE, Francisco (coord.): Violencia roja y azul. España, 1936-1950, Crítica, Barcelona, 2010.