Soledad Frías. (Galde 03, verano/2013). LA LLAMADA DEL EXTERIOR. Seguro que les ocurrió a los irlandeses cuando la hambruna de la década de 1840, a las familias del centro de Estados Unidos que retrató John Steinbeck en su marcha hacia California durante la Gran Depresión, a los albaneses que huyeron de las montañas al caer su estalinismo, a los que llegaron andando desde Senegal al estrecho de Gibraltar. Una fiebre colectiva se apoderó de ellos, los empujó hacia territorios de promisión. A otra escala, con más medios materiales pero con una cierta inocencia, lo percibo alrededor entre la gente joven. Me dan algo de envidia porque han perdido la paciencia con el país, con nuestros recovecos, y nos dicen: ahí os quedáis, me las piro. Nos lo recuerda el gran narrador al que desaparecieron los milicos: «Había otra cosa y era esa leve fragancia que en determinados momentos llegaba del monte sin poder precisarse origen porque no era un olor único y reconocible, como el del jazmín del país, por ejemplo, sino un olor vago y general, un olor del tiempo. Y el río trajo sus cosas también. Sobre todo aquel llamado que nos urgía desde todas partes, principalmente desde el río abierto que resplandecía cada vez más. Entonces nuestros pechos se dilataron como si les fallara el aire y se apoderó de nosotros un ansia desmesurada de partir porque la tierra debajo de nuestros pies se había tornado extraña y todos los lugares estaban allí, de alguna manera presentidos.»
Haroldo Conti, Todos los veranos (1964)