Galde 39, negua 2023 invierno. Victor Aparicio.-
El pasado octubre entraba en vigor la conocida como Ley de Memoria Democrática. En su preámbulo, el texto destaca el trabajo realizado desde finales del siglo XX por el movimiento memorialista, e incluye un Título expreso donde se reconoce la labor de estas asociaciones, fundaciones y organizaciones «en defensa de la memoria democrática y la dignidad de las víctimas de la Guerra y la Dictadura». El autor de estas líneas considera imprescindible comenzar subrayando la demanda social y el largo camino recorrido por las asociaciones memorialistas, víctimas y familiares, determinados partidos y sindicatos y otras organizaciones sociales para exigir la promulgación de una ley que, cuando menos, intentase estar a la altura del «deber de memoria con las personas que fueron perseguidas, encarceladas, torturadas e incluso perdieron sus bienes y hasta su propia vida en defensa de la democracia y la libertad».
Sin el impulso y exigencias de estos colectivos no se habría podido llegar a una Ley como la actual que, a pesar de las carencias de que pueda adolecer, supera con creces las insuficiencias de la Ley de Memoria Histórica de 2007. A su vez, cuestión nada baladí, con la promulgación de esta medida se da un paso más –no el definitivo– para equiparar la situación española sobre las políticas de memoria, la pedagogía democrática y el compromiso contra el totalitarismo con la práctica europea e internacional. El esfuerzo memorialista, hay que señalarlo, ha tenido que remar contra la dejadez de unas instituciones que, durante más de cuarenta años, han sorteado –con las excepciones matizables de la Ley de 2007 y otra serie de gestos puntuales desde los años de la Transición– la responsabilidad de un Estado democrático para abordar las vulneraciones de derechos humanos producidas durante la Guerra Civil y la dictadura franquista, y para cumplir con las recomendaciones de Naciones Unidas sobre la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Y es que la aprobada Ley de Memoria Democrática contiene innegables avances en este sentido. En primer lugar, hay que subrayar la ampliación de la condición de víctima a quienes hubieran sufrido, «individual o colectivamente, daño físico, moral o psicológico, daños patrimoniales, o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales» entre el 18 de julio de 1936 y la entrada en vigor de la Constitución de 1978; esto permite la inclusión en esta categoría de los exiliados, los trabajadores forzados, los participantes en las guerrillas antifranquistas, los «bebés robados» o las personas reprimidas en razón de su identidad o condición sexual, entre otros colectivos. Se establecen, además, dos fechas conmemorativas: el 31 de octubre como el día de las víctimas del golpe de Estado, la guerra y la dictadura, y el 8 de mayo como homenaje a los exiliados. La inmensa mayoría de asociaciones memorialistas, por cierto, consideran inapropiadas estas fechas. Se condena, a su vez, el golpe de Estado de 18 de julio de 1936 y la dictadura posterior, y se declaran ilegítimos e ilegales los tribunales y jurados franquistas –caso del Tribunal de Orden Público (TOP)–, así como las condenas «por motivos ideológicos, políticos o de creencia».
Como ya hemos indicado, es un avance primordial el hecho de que el Estado asuma su responsabilidad directa en la recuperación de la memoria democrática, frente al olvido o la indiferencia, y se erija como parte activa en esta tarea, que antes recaía de forma casi exclusiva sobre la responsabilidad ciudadana y las iniciativas municipales y regionales. El Estado será, a partir de ahora, el encargado principal de la búsqueda de desaparecidos, la identificación de las víctimas y la exhumación de las fosas. Ligado a lo anterior, se creará un banco de ADN de víctimas, un censo con los nombres de las mismas y un mapa de fosas, así como una Fiscalía de Sala para investigar –importante subrayar este término, ya que la tarea se reduce a una mera investigación sin consecuencias judiciales– las violaciones de derechos humanos durante la guerra y la dictadura. Se prevé, asimismo, la creación de una comisión técnica para estudiar las vulneraciones de derechos de quienes lucharon por la consolidación de la democracia entre 1978 y 1983, sin que estas víctimas puedan ser reconocidas como víctimas del franquismo. Paralelamente, la Administración General del Estado impulsará políticas de memoria democrática y de reconocimiento a quienes lucharon «por la libertad y la democracia», con especial reconocimiento a la memoria democrática de las mujeres, y habrá de elaborar un Plan de Memoria Democrática cuatrienal. Es novedosa también la importancia que se da a la investigación y difusión de los resultados, acorde con el derecho a la verdad, para lo cual se favorecerá la recopilación y el acceso «libre, gratuito y universal» a los documentos y archivos relacionados con la represión franquista desde 1936 hasta 1978. En consonancia con lo anterior, se actualizarán los currículos educativos de ESO, FP y Bachillerato para reflejar con mayor fidelidad la represión durante la guerra y la dictadura. Se prevé continuar con la tarea de supresión de símbolos contrarios a la memoria democrática, tales como calles, plazas, placas u otros elementos conmemorativos que ensalcen la dictadura y su represión. Se suprimen 33 títulos nobiliarios concedidos entre 1948 y 1978 y se establece un régimen sancionador para con los actos de exaltación de la sublevación, la guerra y la dictadura y los atentados contra la memoria democrática. Por último, se promueve la creación y protección de los «lugares de memoria democrática», donde se incluye la resignificación del «Valle de los Caídos», al que se devuelve la denominación original de Valle de Cuelgamuros.
Grosso modo, estos son los aspectos más destacables de esta ley. No obstante, a pesar de los innegables avances respecto a la ley de 2007, no son pocas las voces que siguen tachando esta medida de insuficiente, por las carencias y falta de concreción que se observan y las dudas que ello suscita. Se critica, por ejemplo, que no se otorgue a las víctimas del franquismo un estatuto jurídico equiparable a las de otros fenómenos de violencia, o que se deje en un segundo plano a los verdugos o «victimarios», apenas presentes en el contenido del texto, así como a las empresas que se beneficiaron del trabajo esclavo –Dragados y Construcciones, Renfe, Babcock & Wilcox, Duro Felguera…–, contra las que no se contemplan medidas concretas. A su vez, se observa una falla en el reconocimiento de reparación, que no lleva asociado indemnizaciones concretas. Igualmente, se observa una ausencia notable de mención a la Iglesia católica como corresponsable de la represión dictatorial y custodia de una gran cantidad de material documental imprescindible para el estudio de determinados procesos, como los bebés robados. Pero, fundamentalmente, las reprobaciones se dirigen contra lo que se entiende una carencia inexcusable, que se siga negando el derecho a la justicia y perpetuando la impunidad del franquismo bajo el amparo de la Ley de Amnistía de octubre de 1977.
Por último, y en vista del precedente de la anterior Ley de Memoria, bloqueada por el PP a partir de 2011, existe un legítimo temor a que, una vez más, todas las medidas contempladas vayan a caer en saco roto, pues el mismo Partido Popular ha declarado en más de una ocasión su intención de derogar la medida una vez alcance el poder. Inevitablemente, varios propósitos de la Ley quedan a merced de la voluntad futura de los responsables políticos correspondientes, lo que hace imprescindible que el movimiento memorialista continúe activo, vele por el cumplimiento estricto de su contenido y prosiga en su demanda sobre aquellos aspectos que han quedado excluidos, así como con su esfuerzo por ampliar los consensos en torno a la medida, algo básico si se pretende mantenerla vigente a largo plazo. La verdad, la justicia y la reparación no se garantizan de forma exclusiva por una ley determinada, sino por la voluntad y el esfuerzo conjunto de una ciudadanía democrática.