La docencia universitaria, entre el desinterés y el desconcierto

 

Galde 37, uda 2022 verano. Quim Brugué.-

La presente reflexión que no pretende aportar afirmaciones generalizables e incontrovertibles, sino que busca compartir temores y expectativas, abrir un debate sobre un aspecto que, a mi entender, ha quedado injustamente arrinconado: el de la docencia universitaria.

Mi impresión es que, mientras que las universidades se han modernizado y se han situado en la carrera de los rankings internacionales, su docencia ha ido diluyéndose y perdiendo prestigio. Progresamos según los criterios académicos dominantes, pero el profesorado afronta su actividad docente desde una endemoniada combinación de desinterés y desconcierto. Un desinterés que se explica por la irrupción de un modelo de carrera académica donde la docencia ocupa un lugar marginal; y un desconcierto que, al menos en el caso de los estudios políticos, tiene que ver con el contraste entre la velocidad del cambio en nuestro entorno sociopolítico y la lentitud con la que reaccionan las instituciones docentes. Es decir, un problema interno, vinculado al modelo de carrera académica, y un problema externo, relacionado con la creciente distancia entre la universidad y su contexto.

Cuando la docencia es una carga

En el argot universitario nos referimos a la dedicación investigadora, mientras que hablamos de cómo nos repartimos la carga docente. Quizá sea anecdótico, pero el contraste entre dedicación y carga refleja acertadamente el papel que otorgamos a la investigación y a la docencia. También puede resultar sorprendente saber, sobre todo para aquellas personas que no conocen el mundo académico, que cuando alcanzamos el éxito —siempre medido de acuerdo con la acumulación de publicaciones y la cantidad de euros conseguidos para financiar proyectos de investigación—, el premio es la reducción de la molesta carga docente. Es decir, el buen profesor es aquel que, por fin, consigue dejar de ver alumnos y de impartir clases.

Esta percepción me resulta particularmente dolorosa, porque entiendo la tarea docente no como una carga, sino como una de las profesiones más importantes en cualquier sociedad. Dedicarse a la enseñanza no puede ser nunca un estorbo; es un regalo y, por tanto, reclama vocación y compromiso. El trabajo docente no es un trabajo más. No se trata solo de impartir las clases que nos tocan, sino que debemos apreciar tanto el trabajo mismo como al propio alumnado. Profesor —oí decir una vez— es aquel que explica lo que sabe, pero enseña lo que es. Una responsabilidad enorme.

Por tanto, la docencia tendría que ser el centro de nuestra carrera académica y, como ya he dicho, no lo es. Una afirmación que, observando retrospectivamente los últimos 30 años, ha sido cada vez más cierta y más lacerante. En los inicios, durante la última década del siglo XX, recuerdo cómo nos reuníamos el claustro de profesores semanalmente y dedicábamos horas y horas a hablar de los planes docentes, de las asignaturas y de nuestro alumnado. En la década siguiente, ya solo discutíamos sobre convocatorias para conseguir recursos de investigación y sobre estrategias para publicar en revistas indexadas. Y últimamente, quizá es que me hago mayor, la sensación es que ya solo tratamos temas administrativos.

En esta evolución, la docencia ha pagado el precio de una creciente irrelevancia. No ha sido por desidia del profesorado, sino por los imperativos de un determinado modelo universitario. La trayectoria a seguir para hacer carrera académica fuerza al profesorado, incluso cuando tiene una genuina vocación docente, a poner sus esfuerzos en lo que importa: la investigación y su impacto internacional. Dedicarse a la docencia es una pérdida de tiempo, y puede tener consecuencias negativas en el próximo proceso selectivo para aquellos profesores que lo olviden. Este modelo se apuntala sobre un determinado sistema de incentivos y sobre la creciente precarización de la situación laboral del profesorado.

Por un lado, la carrera académica está estrictamente pautada a través de un conjunto de indicadores que únicamente valoran aspectos numéricos y que se concretan en la cantidad de artículos publicados en unas revistas muy determinadas. El trabajo docente no cuenta y, por tanto, dedicarse a él es una pérdida de tiempo que puede implicar perder el ritmo competitivo que hoy domina la academia. Lo mismo sucede en los procesos de acreditación de calidad de los grados, que tienden a marginar, por su propia naturaleza, una actividad docente que siempre resulta difícil de medir.

Por otro lado, la creciente precarización de las plantillas docentes hace que este sistema de incentivos se vuelva irresistible para un profesorado que no puede hacer otra cosa que seguir las pautas marcadas. Sobre todo, aquellos que inician la carrera académica no tienen alternativa: han de concentrar sus esfuerzos en lo que cuenta, y la docencia claramente no cuenta. Revertir esta situación, en definitiva, implicaría modificar el modelo de universidad que se ha ido imponiendo y, también, revertir la precarización laboral y consolidar plantillas docentes estables y diversas en sus perfiles.

Lejos del objeto de estudio

Más allá del desinterés, me he referido también al desconcierto de una docencia que no consigue acompasarse con la velocidad de las transformaciones que afectan al entorno socioeconómico. El mundo nos resulta prácticamente irreconocible, sobre todo cuando lo observamos desde unas aulas donde el tiempo parece detenido. Pese a la capacidad innovadora de muchos colegas de disciplina, nuestros planes docentes parecen ser todavía un refugio para las falsas seguridades del pasado. De este modo, los esfuerzos individuales topan, de nuevo, con un modelo que rechaza las novedades y que apuesta por una docencia segura e inflexible. Lástima que aquello que debemos explicar, la política, sea tan inseguro e imprevisible.

Además, las presiones ya mencionadas del modelo de carrera académica introducen una rígida ortodoxia tanto en los contenidos como en los métodos que impregnan la actividad universitaria. El profesorado, consiguientemente, vive refugiado —quizá ahogado— en un academicismo que poco tiene que ver con la realidad que le rodea. Es frecuente, en este sentido, que una parte importante de la investigación de impacto se explique tanto por su rigor como por su irrelevancia. Llevamos a cabo una investigación impecable sobre cosas que resultan irrelevantes y, cuando trasladamos esta forma de trabajar a las aulas, el resultado es una docencia que no conecta con los alumnos, que no les resulta significativa. Ofrecemos veritas científicas en tiempos de profundas incertidumbres y, claro, no resultamos creíbles. De hecho, una academia que tiende a desvincularse del mundo tiene poco que enseñar y, para superar este peligro, no basta con esfuerzos personales —que existen y son muy meritorios—, hacen falta cambios estructurales del modelo universitario.

Revolucionar la Universidad

No solo hemos desvinculado la docencia del mundo real, sino que además, y todavía más grave, no tenemos ni idea de quiénes son, cómo son, qué hacen y qué necesitan los alumnos a los cuales nos dirigimos. Un alumnado que también se ha transformado profundamente y al que nos dirigimos sin levantar siquiera la vista para echarle una ojeada. No los conocemos ni parece importarnos, de manera que, obviamente, tampoco sabemos qué es lo que debemos enseñarles ni por qué. Enseñamos desde la inercia y, de nuevo, aburrimos al personal. Es como si condujéramos a oscuras y, además, no nos importase. El porrazo está asegurado.

De nuevo, estas acusaciones tan severas contrastan con un profesorado que, en términos generales, no solo querría revertir la situación, sino que invierte en ello capacidades y esfuerzos. Un profesorado que se siente cada vez más frustrado al constatar cómo tropieza una y otra vez con un modelo universitario que no le permite progresar. Disponemos de los recursos humanos para revolucionar la docencia universitaria, pero la Universidad bloquea este potencial. Revolucionar la Universidad, esta es la tarea pendiente. Una tarea que tiene que llegar en un marco internacional, pero que debe devolver las Universidades a sus alumnos y sus territorios. Una tarea que, sencillamente, debería ayudarnos a recordar que somos instituciones generadoras de conocimiento, pero que este conocimiento debe aspirar a mejorar el mundo y que hemos de transmitirlo a quienes deben hacerlo. Se trata de las esencias mismas, pero con frecuencia parece que no lo recordemos.

(Este artículo fue publicado inicialmente en Política & Prosa nº 43)

Quim Brugué. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Girona.

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