La cultura nacional: ¿agregado, síntesis, hegemonía o quimera?

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(Galde 14, primavera 2016). Antonio Rivera. Cuando los príncipes ilustrados del siglo XVIII trataron de fortalecer el Estado para desplazar a los “poderes intermedios” que les hacían sombra, además de engordar ejércitos y haciendas se aplicaron a poner en valor la imagen del país, hacia dentro y hacia fuera. La cultura patrimonial jugó desde entonces un papel de primera entidad. Catalina la Grande y el Hermitage, Ana María de Médicis y los Uffizi, Carlos III y El Prado son ejemplos de esa asociación, que siguió similar curso con los posteriores Estados-nación surgidos de las revoluciones liberales (vg. el Louvre tras 1789). La cultura es todavía hoy embajadora principal y sirve de carta de presentación para las relaciones entre países y empresas: la música o el arte entretienen a los mandamases mientras estos afilan sus dientes antes de concretar los términos del bussines.

“A medida que el nacionalismo español dejaba de ser el fundamento coactivo de nuestro sistema político, los nacionalismos vasco y catalán han pugnado por construir una identidad separada, marcar la frontera de un ‘ellos’ y un ‘nosotros’, contener, levantando barreras, la inevitable pendiente hacia una sociedad multicultural y plurinacional”. Santos Juliá, El País, 26 de enero de 1997.

Pero en los últimos decenios esta convicción flaquea por dos flancos políticos. Así, en nuestro caso, los más sólidos partidarios de la desaparición del ministerio de Cultura serían la derecha española y los independentistas catalanes o vascos. Estos últimos, obvio, porque cuestionan que el Estado español sea algo más que eso, que sea capaz a la vez de suponer también una nación para buena parte de los españoles. Su receta es la parcelación absoluta de la marca cultural España, que en todo caso, mientras llega su deseada “desconexión”, no se asume sino como agregado de aportes y no como crisol de estos. En el otro lado, la dimensión nacionalista española pesa menos en la derecha que su fundamento mercantilista. Quiero decir que tiene más en cuenta el gasto improductivo que, a sus ojos, suponen la cultura y los creadores que las perennes posibilidades de usar esta como antesala de los negocios. Así, el patrimonio respetable siempre podría colgar de un ancho ministerio de Educación o incluso de una oficina de Tesoros Nacionales dependiente de Presidencia o de Hacienda, la parte rentable de la cultura podría hacerse depender de Industria, como un sector productivo más, y el resto podría enviarse directamente a los cocodrilos o a algún tipo de subvención misericordiosa (a proteger desde el Ministerio de Asuntos Sociales y otras hierbas). No es una opinión: la dependencia real del Instituto Cervantes del Ministerio de Asuntos Exteriores o la nula dimensión política de la Secretaría de Estado de Cultura así lo demuestran.

La lánguida celebración del IVº Centenario del fallecimiento de Miguel de Cervantes y su comparativa con los actos en Gran Bretaña de similar efemérides referida a William Shakespeare han puesto el dedo en la llaga. En su condición de “naciones viejas”, la británica y la española no son distintas, ni en sus posibilidades ni en sus problemas. Los segundos apuntarían a una visión de su cultura como agregados parciales, pero las primeras proporcionan la oportunidad de disponer de una lengua franca. Incluso la realidad de una larga historia nacional, menos conflictiva y problematizada que en el presente, vendría a dar alas a la ambición de proyectar una cultura común, interpretada como crisol. Por mucho que algunos lo pretendan, España y el Reino Unido no son a estos efectos como Bélgica.

El Estado autonómico español, la influencia e importancia política de los nacionalismos “periféricos”, la incapacidad histórica de los españoles para asumir su constitutiva diversidad interna y la dejadez del gobierno conservador también en ese apartado han propiciado la desvalorización cultural de la llamada “marca España”. Hoy, esta tiene que ver más con Economía o con Exteriores, y nada o casi nada con la cultura. Así no sorprende el desamparo de Don Miguel el Manco. Incluso para la izquierda más agitada, España sigue siendo solo un Estado y en absoluto un Estado-nación, con lo que comporta de una y otra cosa. Su problema es que la realidad del sentimiento nacional es difícil de dominar y, siendo distinto en el centro que en las periferias, este impugna su forzada ideologización. Así, esa izquierda “plurinacional” resucita de forma populista la patria española o reivindica una república que no deja de ser la española.

Las vicisitudes del loco hidalgo se desarrollan en un país y en un tiempo con un sentido de pertenencia y de pluralidad superior al actual. Alonso Quijano recorre la nueva Castilla y tierras de Aragón, viaja por Cataluña, llega a rozar territorio andaluz, se enfrenta con un vizcaíno y él mismo se reconoce de un telúrico lugar: la Alta Mancha. El sentido patriótico de comienzos del XVII era ajeno a las exigencias nacionales y nacionalistas de dos y tres siglos después. La España de los Austrias no sería federal avant la lettre o más comprensiva con la diversidad natural del país, como suponen algunos: es que solo era distinta y anterior al imperio de la igualdad y la homogeneización de los borbones ilustrados y luego liberales. Son solo dos tiempos históricos diferentes, con lógicas diferentes. Por eso en aquel, la patria española operaba con naturalidad y el agregado de identidades y culturas se confundía por completo con el crisol: todos eran y no eran, eran uno sin dejar de ser cada uno y a nadie le importaba demasiado todo ello.

Es con el nacimiento del Estado moderno cuando España y el resto de patrias anteriores, sostenidas sobre la desigual diversidad, fueron forzadas a la igualdad homogeneizadora. Y lo mismo que España el resto de estados surgidos en el XIX y después, tanto da que los gobernara Fernando VII o Robespierre. En ese instante, el Estado se convirtió en máquina nacionalizadora y resolvió el acertijo de cuál de las culturas patrias (o de los idiomas) que tenía a su disposición se iba a convertir en oficial y obligatoria para todos los ciudadanos de la nación, en seña de identidad indiscutible y eterna. Entonces la cultura patria pasó a establecerse sobre la hegemonía forzada de una de las preexistentes: en algunos lugares salió adelante esa tarea homogeneizadora y exterminadora de las diferencias originales (vg. la desaparición de los llamados patois), y en otros la construcción nacional (nationbuilding) resultó por momentos conflictiva y difícil por resistencia de los desplazados como extraoficiales. Estos casos se denominan de forma amable como “débil nacionalización” o rotundamente como “fracaso”.

Pero el éxito es efímero también a estos efectos. Lo que sacas por la puerta acaba volviendo por la ventana. Una dictadura uniformista o los efectos similares de la globalización -también las respuestas asustadizas ante las dimensiones líquidas y cambiantes del mundo actual o ante la manera de tomarse las grandes decisiones mundiales- pueden resucitar identidades ayer apartadas, hasta estar estas en condiciones de exigir que la nueva cultura nacional no sea sino agregado de todas en términos de igualdad. En su extremo, rechazan pertenecer a cualquier heterogénea síntesis y regresan a la cantinela –ahora ellas- de la diferencia. Entre medias, la cultura nacional puede experimentar otro tipo de seísmos: la banalización de la cultura espectáculo, ignorante de fronteras entre Estados-nación, o las competiciones entre grandes y poderosas conurbaciones que, como en los años noventa, se permitían también el lujo de saltar por encima de esas añejas y declinantes construcciones políticas.

La conclusión en estos postmodernos tiempos es que la cultura nacional flaquea, igual que menguan los Estados-nación que la vieron nacer y oxigenaron. Casi lo de menos es si en un Estado plurinacional se puede educar a los ciudadanos en la diversidad interior con la esperanza de conseguir un futuro país respetuoso de ella. Las fuerzas existentes son tan centrífugas que convierten el empeño en la tarea del héroe: a los nuevos “hooligans” de la diferencia extrema y medieval se suman los irreductibles centralistas de la unidad hacia adentro y la diferencia hacia fuera, y a todos ellos los nacionalistas banales que solo saben de rentabilidad prosaica e interés privado, las transnacionales y sus habitantes que asisten conmiserativamente a este envejecedor debate, o las nuevas unidades de destino en lo universal que son hoy las megaciudades o las grandes marcas identitarias (vg. las que generan el fútbol y los deportes de masas, las nuevas tribus, las modas cambiantes, las emociones y experiencias grupales o las coincidencias generacionales, entre otras).

El mundo que vivimos se refleja en la agregación horizontal e igualitaria, todo puede valer lo mismo, sin jerarquías o reconocimientos previos. En ese combate, las culturas nacionales, como los Estados-nación, tienen a medio plazo perdida la partida. Todas y todos ellos. Y lo plurinacional y multicultural posiblemente no vaya a ser otra cosa que el intermedio que preludia otra realidad que a día de hoy es difícil imaginar.

Antonio Rivera

Profesor de Historia Contemporánea en la UPV-EHU. Entre 2009 y 2012 fue Viceconsejero de Cultura del Gobierno Vasco.

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