Enrique Bethencourt (Galde 08, otoño). Tras ver el título, ‘La corrupción no es el problema’, seguro que unos cuantos habrán afilado los cuchillos o cargado las escopetas; los admiradores de Javier Krahe tal vez preparen leña para alimentar la hoguera. A quién se le ocurre decir eso, que la corrupción no es el problema, cuando nos levantamos una semana sí y otra también con nuevos escándalos, cuando crece el número de imputados y detenidos, cuando las vinculaciones entre algunos empresarios y algunos responsables públicos han servido para la financiación irregular de partidos o para el lucro personal de vividores para los que nunca era suficiente el dinero mangado.
Ruego pospongan mi ejecución unos minutos, al menos hasta terminar de leer este breve texto. Agradecido quedo.
La corrupción y el fraude aparecen en el último CIS, el de octubre, el de la confirmación del tripartidismo, como uno de los principales problemas. Las citan el 16,4%, en segundo lugar tras el paro (52,5%), y por delante de los problemas de índole económico (9,5%) y la política (8,7%).
Cierto es que la cosa cambia algo cuando se pregunta por los problemas que afectan personalmente a los encuestados. Entonces, el paro sigue percibiéndose como la circunstancia de mayor gravedad (36,7%), pero a continuación se sitúan los problemas de índole económico y la corrupción retrocede hasta un 5,4%, ligeramente por delante de la calidad del empleo (4,7%).
En los últimos años, y especialmente en los últimos meses, han aflorado numerosos casos que han afectado a partidos e instituciones. Desde los sobresueldos del PP a los EREs andaluces del PSOE, pasando por los escándalos que afectan a la Casa Real, las tarjetas black de Caja Madrid-Bankia, la confesión de Pujol o, en fin, la operación púnica de Granados y cía. A lo que se añaden estos días los amorosos viajes a Canarias de algunos cargos del PP, mezclando actividad privada con dinero de todos.
Orgía
Empresarios y políticos mezclados en una orgía de dinero que resulta siempre obscena, pero que produce más rabia, se aprecia en los estudios sociológicos, cuando se hace en esta etapa de retroceso económico y social, de empobrecimiento y precarización de una parte significativa de la sociedad. Unos pocos robando a mansalva y muchos en las colas de Cáritas.
Una sociedad, por cierto, que no reacciona igual frente a semejantes atropellos. En numerosas ocasiones hemos visto como grupos bien numerosos de gente jaleaban a los implicados en procesos delictivos en un ayuntamiento, recibiéndoles como héroes a la salida del juzgado o de la cárcel. Como estos días existen personas que justifican y muestran su apoyo a la Pantoja por mucho dinero que haya blanqueado o defraudado a Hacienda.
Agradezco que todavía no me hayan ajusticiado. Pese a lo dicho anteriormente me ratifico en el título, aún a riesgo de que formen el pelotón de fusilamiento ya. La corrupción no es el problema. Es, sin duda, un grave problema, uno de los grandes problemas, que arrasa con los valores éticos y convierte a la sociedad en un lugar propicio para golfos, tramposos y amorales; que detrae recursos de las administraciones públicas y beneficia injustamente a unas empresas frente a otras; que enriquece a individuos sin escrúpulos dispuestos a todo para engordar su patrimonio personal.
Y ante la que no caben paños calientes de ningún tipo: hay que disponer de los suficientes elementos para prevenirla, para dificultarla, y de contundentes respuestas cuando se produce.
Lo repito por penúltima vez: la corrupción no es el problema. Lo son, en mucha mayor medida, las políticas que se vienen implementando por las organizaciones internacionales y los gobiernos en los últimos años. Las decisiones del FMI y la Troika. Los cambios en el texto de la Constitución que pusieron el pago de la deuda y el déficit por encima de los servicios públicos y las personas. La reforma laboral y el miedo inyectado en vena a los que temen perder lo poco que tienen, aceptando niveles cada vez más altos de explotación laboral. El rescate que sólo se aplica a los bancos y no a las personas o a las pequeñas y medianas empresas. El descontrol sobre las instituciones financieras y el predominio de la economía especulativa. La privatización de lo público rentable (AENA) y la nacionalización de lo privado en estado ruinoso (autopistas de peaje).
Decisiones
Todas esas medidas y decisiones están detrás de los millones de desempleados, una gran parte no ya de larga sino de eterna duración. De los millones, también, de trabajadores y trabajadoras que forman parte del ejército de los pobres pese a tener un empleo. De los niños y niñas que precisan del comedor escolar, incluso en verano, para evitar su desnutrición. De los obligados a abandonar sus estudios por razones económicas. De los inmigrantes que se han quedado sin sanidad. De las mujeres desprotegidas frente a la violencia de género. De las personas dependientes abandonadas a su suerte.
De los que son expulsados de sus hogares por no poder afrontar la hipoteca o el alquiler. De los jubilados que tienen que elegir entre pagar sus medicamentos o ayudar a sus hijos y nietos. De los que no tienen para pagar la energía que precisan para la calefacción o para cocinar sus escasos alimentos. De los que hace tiempo que no saben lo que es la esperanza.
Pondré un sencillo ejemplo. En 2009 los ingresos que generaba el turismo en Canarias se elevaban a 12.500 millones de euros; hoy, tras el bache de los primeros años de la crisis, esa cifra es sensiblemente superior, estará por encima de los 13.000. Pero con un detalle importante: hay 42.500 empleos menos (una reducción del 15% con relación a las cifras de hace cinco años) en el sector. Por aplicación pura y dura de la reforma laboral y no por prácticas corruptas.
Más peligrosa que la corrupción, por dañina y execrable que sea, más determinante en el padecimiento colectivo, es el conjunto de políticas de este capitalismo neoliberal y desalmado que nos empobrece, nos aliena, nos convierte en individuos aislados, nos empuja hacia el abismo. Condenando a la mayor precariedad a un tercio de la población, mientras en una singular transferencia de rentas, los ricos son cada vez más ricos; y no mediante la corrupción y el fraude, no mediante oscuras maniobras, sino con la legalidad en la mano, aplicando leyes que benefician exclusivamente a unos pocos.
La corrupción no es el problema.
Preparados. Listos. ¡Disparen!