Galde 39, negua 2023 invierno. Paola Lo Cascio, Lucia Patrizi.-
Desde septiembre de este año, cuando Giorgia Meloni ha conseguido un resultado extraordinario en las últimas elecciones legislativas en Italia y ha convertido a su partido (Fratelli d’Italia) en la fuerza política mayoritaria del sistema político italiano, accediendo a la presidencia del gobierno, muchos medios han considerado que se trataba de una noticia sorpresiva. Ríos de tinta en torno al hecho de que la tercera economía más importante de la UE sea gobernada por un partido de extrema derecha. En realidad, mirando más de cerca ha pasado lo que tenía que pasar, por razones que atañen a las dinámicas generales, pero también por algunas específicas del país transalpino.
En las dinámicas generales hay que contar con el auge de una extrema derecha que se manifiesta en diferentes lugares, con diferentes tradiciones políticas y con diferentes lenguajes, pero que comparte al fin y al cabo una agenda de salida del tsunami que representó la quiebra del sistema neoliberal a partir de 2008 primero y la crisis pandémica después, a partir de un paradigma jugado en la reivindicación de la identidad, el miedo a las sociedades abiertas y permeables al ensanchamiento de derechos, y sobre todo en la limitación de una redistribución de la riqueza que parece a todas luces inevitable. Por lo que se refiere a las dinámicas específicas, la cuestión es más compleja y tiene raíces muy antiguas.
En primer lugar, hay que subrayar que la victoria de Meloni no llega de golpe: ya después de las elecciones de 2018 Italia tuvo un gobierno de extrema derecha hegemonizado por la Liga de Matteo Salvini y con la contribución de aquel OVNI político que no dejan de ser los Cinco Estrellas. En su momento, los de Grillo, aún siendo el partido más votado, aceptaron el grueso de la agenda política de Salvini (piénsese en las políticas con respecto a las personas migradas), a cambio de colocar algunas de sus reivindicaciones, como por ejemplo la renta de ciudadanía, que cinco años después constituye casi su única identidad política. Lo que cambió en estos últimos cuatro años es que ahora la hegemonía en la derecha ha pasado de la Liga al partido de la presidente Giorgia Meloni, en buena parte debido a que tras el naufragio del primer gobierno liderado por Giuseppe Conte (un abogado independiente querido en la presidencia justamente por los Cinco Estrellas), la solución tecnocrática del gobierno de Mario Draghi -en el cual, aunque fuera de manera muy conflictiva la Liga participó (juntamente a los Cinco Estrellas, el Partido Democrático y Forza Italia)-, tuvo a Meloni como única fuerza de fiscalización de la acción del ejecutivo.
En segundo lugar, y aquí se tiene que analizar un ciclo mucho más amplio, la posibilidad -o la viabilidad-, de que un partido heredero de la tradición postfascista (aunque como toda la nueva extrema derecha haya sabido aglutinar fuerzas más allá de su perímetro tradicional), está en buena parte normalizado en Italia cómo mínimo desde los años 90. Después de la crisis de los partidos tradicionales eclosionada con los grandes procesos contra la corrupción, aquel fenómeno que se llamó en las páginas de los diarios “Tangentopolis”, ya hubo postfascistas en el gobierno. Hay que remontarse a 1993, cuando Berlusconi primero anunció su apoyo a la candidatura de Gianfranco Fini como alcalde de Roma. Fini era el secretario del Movimiento Social Italiano, el partido creado de las cenizas de la Republica de Saló, el estado títere de Hitler liderado por Mussolini después de su caída en 1943. Pocos meses después, en las elecciones legislativas de 1994, el propio Berlusconi integró en su coalición al partido de Fini y finalmente formaron gobierno. Es bien cierto que pocos días después de la formación de aquel ejecutivo hubo una enorme manifestación antifascista en Milán. Sin embargo, y analizando todo lo que vino después -Berlusconi volvió a gobernar con los postfascistas en diferentes ocasiones en los últimos veinte años-, esa manifestación representó quizás el último acto del antifascismo “clásico”: el grueso de la sociedad italiana parecía haber digerido cómodamente la presencia de los herederos del fascismo dentro de las instituciones.
En tercer lugar, hay que mirar a la evolución que han tenido la izquierda y el centro-izquierda en el mismo período. Es bien cierto que Italia ha contado históricamente con un partido comunista fuerte (el más poderoso de toda la Europa occidental), enraizado en la sociedad italiana, proclive a la apuesta institucional (ha gobernado muchísimas regiones y ciudades desde después de la guerra mundial) aunque fuera víctima de una marginación dictada por los imperativos de la guerra fría. Sin embargo, probablemente por eso -su abultada presencia e incluso hegemonía cultural, y, a la vez, las dificultades para llegar al gobierno-, sufrió de manera muy particular los hechos de 1989 y sus reflejos en el sistema político italiano. Salidos indemnes de los juicios de la corrupción, los herederos del partido comunista (en aquel momento ya Partito Democratico della Sinistra, PDS), en esas mismas elecciones de 1994 subestimaron el poder disruptivo de Berlusconi y de su capacidad de hablar a una parte significativa del país. Convencidos de que con la guerra fría ya finiquitada y limpios de corrupción finalmente llegaría su turno de encabezar gobierno, no fue así. Berlusconi ganó las elecciones y las consecuencias de ese trauma en definitiva explican en parte la quiebra de ese espacio político y las dificultades que tuvo -aunque consiguió gobernar en diferentes ocasiones con una alianza con los católicos progresistas bajo el liderazgo de Romano Prodi-, para reconfigurar una identidad de izquierda en las décadas posteriores. La opción de refundarse en un nuevo partido cómo el Partito Democrático a partir de 2007 y la falta de cuajo que ha tenido y tiene aún (está a las puertas de un congreso en la próxima primavera en que se juega su propia existencia), ha condicionado enormemente el mapa de la representación política en Italia. El PD -que en formas diferentes ha estado en todos los gobiernos prácticamente desde la caída de Berlusconi en 2011-, se ha ido construyendo a lo largo de los años como un partido institucional, seducido por la apuesta tecnocrática y cuya única propuesta central ha sido la de la responsabilidad.
Por otra parte, y si se mira a lo que ha acontecido en la izquierda fuera de las dinámicas estrictamente institucionales, hay que recordar que toda la elaboración política construida por los movimientos sociales a lo largo de los años 90, dentro de una movilización antiglobalización que en Italia tuvo una presencia muy destacada, se topó en 2001 con el verdadero drama que representaron los hechos del G8 de Génova. No se trató sólo de la muerte de un manifestante, y de los abusos policiales (hubo secuestro de militantes y acciones que rayaron la tortura), sino de un momento en que el estado -con un gobierno Berlusconi que por aquel entonces acababa de estrenar mayoría absoluta- mostró su cara más dura, dejando claro a los que pretendían hilar propuestas transformadoras que no había espacio, que el sistema sería impermeable al cambio. Esta circunstancia en parte ayuda a explicar también por qué las formas de oposición a la crisis de 2008 acabaron teniendo un carácter más antipolítico que progresista, sin capacidad real de plantear un horizonte de trabajo de vertebración política que pusiera en el centro los bienes comunes. En este sentido, una parte del éxito de Meloni y de la compleja situación política de Italia en este 2022 se explica también por una incomparecencia de la izquierda que viene de lejos y no se resuelve en los pobres resultados de estas últimas elecciones.
Si es poco sorpresivo el hecho de que la extrema derecha ganara las elecciones, menos aún lo son sus primeras acciones en el gobierno. Si se mira a sus prioridades, la agenda común de la ola derechista que atraviesa Europa y el mundo, aparece en toda su claridad, empezando por una visión de la sociedad claramente conservadora. En el proyecto de presupuesto presentado recientemente las medidas estrella son una regulación de las normas relativas a las transacciones que favorece la evasión fiscal; una reforma fuertemente regresiva de la renta de ciudadanía; la financiación de la educación privada (en un contexto en el cual hasta hoy ha habido una clara centralidad de la escuela pública); recortes a los proyectos de transición energética y la introducción de la llamada “flat tax”, un mecanismo fiscal de tramo longitudinal con carácter claramente regresivo. Por otra parte, no hay visos de previsión de una regulación del salario mínimo, y el nuevo gobierno ha intensificado un planteamiento claramente restrictivo con respecto a las personas migradas. Que el tema de la migración será central en la práctica y en la narrativa del gobierno encabezado por Fratelli d’Italia ya se ha hecho patente y se ha utilizado incluso como forma de competición con los otros países europeos: hace dos semanas hubo una verdadera crisis diplomática con Francia sobre quién tenía que acoger a unas personas migradas en uno de los muchos barcos que atraviesan el Mediterráneo. También se ha dejado claro que no habrá espacio alguno para el ensanchamiento de derechos. Incluso, ya desde el primer día se ha empezado a poner en discusión la actual regulación de la interrupción del embarazo.
Con esta agenda, parecería que estamos claramente delante de un caso parecido a los de Hungría o de Polonia. Sin embargo, no sólo la situación es distinta por razones históricas sino también porque el gobierno de Meloni se ha preocupado de manifestar en todas sus actuaciones su adhesión a la UE (aunque sea con un enfoque claramente confederalista) y, sobre todo, en tiempos de invasión rusa de Ucrania, su inquebrantable atlantismo. En este sentido, se podría decir que la clara colocación internacional del gobierno italiano es el instrumento elegido para evitar que las instituciones europeas se inmiscuyan en los asuntos internos del país. Básicamente, esta es la gran diferencia estratégica de Meloni con respecto a Salvini (y en parte a los Cinco Estrellas).
Esto no quita que el camino del nuevo gobierno liderado por la extrema derecha será difícil. Por un lado, porque tiene una situación de la coalición de su gobierno un tanto precaria. Fratelli d’Italia es claramente el partido más fuerte de la coalición, pero en el parlamento necesita del apoyo tanto de los diputados de la Lega como de Forza Italia, y estas fuerzas no siempre se han demostrado dispuestas a otorgarle el liderazgo. Por el otro, la situación económica del país está significativamente deteriorada. Una inflación de dos cifras (ahora está en torno al 12%) y una dependencia energética difícil de solventar (Italia ha sido históricamente importadora de gas ruso y tiene una cierta debilidad con la energía nuclear, por opciones políticas previas y por el hecho de que es un país con elevado riesgo sísmico) son un caldo de cultivo muy propicio para la movilización social. Queda por saber si esta se verificará, y, sobre todo, si habrá capacidad de articularla políticamente de una forma más productiva con respecto al pasado. El sindicalismo está en franca crisis y la situación del galimatías de las siglas de las izquierdas (con la incógnita de lo que acontecerá con el congreso del PD) no augura nada bueno.
Pero, sobre todo, las dificultades de Meloni vendrán de la propia narrativa con que llegó a la victoria electoral. Su partido ganó gracias al hecho de que era, en el momento de las elecciones, el único partido no directamente comprometido con la situación política y económica del país, habiendo representado, cómo mínimo desde la llegada del gobierno de Monti en 2011, la fuerza de oposición por antonomasia. Este ha sido el núcleo de su triunfo y ahora habrá que ver si esa narrativa será compatible con las responsabilidades de gobierno de las cuales, quiera o no, se tendrá que hacer cargo.