Cuando los hijos agreden a sus progenitores

(Galde 22, otoño/2018/udazkena). Fernando Álvarez Ramos.
Cuando hablamos de violencia filio-parental o ascendente hacemos referencia a las conductas reiteradas de violencia tanto física como psicológica que los hijos dirigen hacia sus progenitores o hacia aquellas personas que ocupan su lugar. El fenómeno no es nuevo, aunque hasta no hace mucho rara vez trascendía del ámbito estrictamente familiar o se suponía asociado a trastornos psicopatológicos en el agresor. Harbin y Madden describieron en 1979 el maltrato a los padres como un nuevo tipo de violencia familiar. Los progenitores cada vez solicitan más ayuda tanto a los servicios sociales como a la justicia, exteriorizando el problema. Por todo ello, el fenómeno ha sido objeto de estudios e intervenciones desde ámbitos socio-sanitarios, educativos o judiciales. Actualmente se considera un importante problema social y de salud que afecta a las familias y a las relaciones que padres y madres establecen con sus hijos e hijas así como al desarrollo futuro de los menores.

En contexto judicial, al igual que otras manifestaciones de violencia intrafamiliar como la violencia de género o el maltrato infantil, está recibiendo gran atención. Es objeto de medidas educativas y sancionadoras dirigidas a los menores que cometen este tipo de acciones. También entre el público general recibe gran interés, puesto que se trata de manifestaciones contra los valores sociales y culturales y las normas de convivencia que vamos construyendo. El problema emerge en familias de todo tipo de niveles socio-económicos. Los hijos buscan poder y control sobre los progenitores para conseguir lo que en ese momento desean. Es decir, se trata de un maltrato consciente, normalmente reiterado y con intención de causar daño. Con frecuencia genera un ciclo de violencia filio-parental y parento-filial de escalada progresiva y repetitiva cuyo pronóstico, si no se detiene a tiempo, resulta complicado.

Predominan los maltratadores de sexo masculino cuya violencia va dirigida preferentemente hacia las madres o cuidadoras. No obstante, aparecen más chicas autoras que en otros tipos de violencia. Entre las características individuales del adolescente maltratador asociadas a estas conductas destacan la baja empatía, la elevada impulsividad y la escasa tolerancia a la frustración. Además, con frecuencia disponen de baja autoestima, baja satisfacción con la vida, malestar psicológico y dificultades para expresar emociones o para interactuar emocionalmente de forma eficaz y tranquila. Hablamos, por tanto, de adolescentes irritables e impulsivos, con dificultades para controlar su ira, con baja capacidad de introspección y, en ocasiones, con sentimientos depresivos y de soledad y dificultades para hacerse cargo del dolor que causan en los demás sus conductas. En cierta medida, son también ellos víctimas. El consumo de sustancias está relacionado en muchas ocasiones con la eclosión de los episodios de violencia al actuar como desinhibidor de la conducta ante el desencadenante de la ira. En otras ocasiones trastornos psicopatológicos del estado de ánimo, de ansiedad, de déficit de atención, hiperactividad o trastornos del aprendizaje se sitúan en el origen o conviven con este tipo de maltrato.

Cuanto más extrema y violenta sea la conducta del hijo o de la hija, más predispuestos estarán los progenitores a obtener su calma mediante concesiones, lo cual transmite al menor mensajes de debilidad parental y favorece que consiga lo que desea mediante la fuerza. Este aprendizaje les acompañará en su trayectoria, y requiere intervención especializada. También genera en los progenitores víctimas una actitud de sometimiento a la fuerza hasta que de nuevo las peticiones del menor sean insostenibles, generando un círculo o espiral de la violencia. De los insultos y amenazas se pasa a la agresión física cuando las formas más leves no consiguen el objetivo de sometimiento. Por otra parte, los progenitores también pueden actuar de una forma más contundente y hostil hacia su hijo, adoptando una actitud defensiva y pudiendo llegar a utilizar los mismos tipos de violencia a que han sido sometidos por sus hijos (violencia bidireccional). Lo más característico es que se presente como una violencia instrumental o proactiva, dirigida hacia la obtención de algún beneficio secundario y acompañada de falta de empatía. En el inicio pudo ser una violencia reactiva, actuando como desencadenante la separación de los padres u otro tipo de vivencia traumática.

Aunque la mayoría de estos adolescentes son violentos exclusivamente en el hogar familiar, la violencia filio-parental se relaciona con la dificultad de adaptación escolar y el comportamiento también agresivo en contexto escolar u otros escenarios de su vida cotidiana. En ocasiones la permisividad social incrementa el poder del hedonismo y se convierten en semillas de violencia intrafamiliar asociándose con dificultades de padres y educadores para mantener su autoridad. Asimismo, con la adopción de estereotipos de género de índole machista que defienden la superioridad del rol masculino frente a la debilidad del rol femenino.

Resultaría reduccionista concluir que son los hijos los únicos responsables o culpables de la situación o considerar al menor como único verdugo y a los progenitores como sus irremediables víctimas. En muchas ocasiones el eje problema radica en unas relaciones familiares básicamente patologizadas en que también los hijos son víctimas de algún tipo de violencia intrafamiliar. El estilo educativo autoritario, negligente y sobre todo el permisivo generan dinámicas en el sistema familiar que favorecen o se asocian a la violencia filio-parental. Se trata principalmente de familias con ausencia de normas, donde los padres no asumen su rol como educadores. Padres sobreprotectores, que no establecen límites claros.

Investigadores y profesionales venimos observando que determinado tipo de conflictos familiares anteriores resultan generadores de estas dinámicas violentas dirigidas posteriormente hacia quienes en otros momentos actuaron con sobreprotección o negligencia. La instrumentalización de los hijos por parte de los progenitores en los procesos de separación o divorcio puede resultar muy asociada a la violencia filio-parental posterior. En ocasiones los niños ponen sus síntomas y malestar emocional a disposición de uno de los cónyuges para que ataque al otro y la desobediencia, los suspensos, los déficits en el comportamiento que el menor desarrolla, llegan a constituir un arma arrojadiza para justificar la inaptitud del otro y perpetuar así el conflicto. En ocasiones se genera un procedimiento de importantes consecuencias negativas en el desarrollo infantil, como el llamado doble vínculo o situación de indefensión que se genera en el hijo cuando el mensaje verbal “tienes que ver a papá (o a mamá)” se contradice con otros mensajes, verbales o no, que indican “no lo veas”.

Esa triangulación supone un gran desgaste para el hijo, pues facilita favores de uno de los progenitores a costa del distanciamiento con respecto al otro. La situación es de difícil mantenimiento para el hijo, que acaba pidiendo al progenitor aliado que se defina y lo hace mediante la generación de una relación fusional. La fusión emocional entre hijo agresor y progenitor agredido resulta un paso previo a la aparición de la conducta violenta, incluso produciéndose una relación pseudoincestuosa donde ambos intercambian confidencias e intimidades, buscan el apoyo mutuo, salen juntos, comparten habitación, etc. El posterior intento de evasión de este vínculo tan cerrado puede ser la razón del desencadenante violento. Esta excesiva proximidad impide que se cree una jerarquía y las relaciones parento-filiales se convierten en horizontales, sin delimitación de roles, con hijos parentalizados, donde el hijo ocupa el lugar del cónyuge alejado y presta apoyo emocional al progenitor aliado, reforzando así la ausencia de autoridad y control que inhiban las primeras actitudes asociadas a la conducta violenta.

Denominamos parentalización a este mecanismo mediante el cual el hijo se convierte en confidente y apoyo emocional de uno de los progenitores, por lo que da cuidados en vez de recibirlos, creando una confusión generacional donde los límites se difuminan y los roles se intercambian, en la que los niños pueden acabar desempeñando roles de adulto y tareas para las que no están preparados y por las que pueden ser castigados si no las realizan adecuadamente. Se necesita que sean mayores antes de tiempo por un lado, siendo en ocasiones estos hijos los que se ven obligados a tomar las riendas de la casa, al ver a los padres con malestar emocional, tristes o angustiados, o porque se desahogan con ellos como si fueran adultos.

Esta dificultad para la separación y autonomía del hijo en conflicto en esta relación fusional dificulta la evolución personal en un hijo adolescente o preadolescente, que concede mucho sentido e importancia evolutiva a su identidad personal y a la búsqueda de su autonomía. Observa los problemas familiares de forma diferente, dándose cuenta de situaciones que anteriormente no llegaba a percibir y demandando espacio y autonomía que la relación sobreprotectora le niega. Entonces aparece la violencia ejercida por el hijo como solución desesperada de alejamiento, de distanciamiento con respecto al progenitor fusionado, un intento primitivo de separarse para buscar su propia autonomía y de imponer sus deseos. Iniciada la violencia, ante el efecto positivo de consecución del objetivo de separación del progenitor que le proporciona el ejercicio del poder y ante la falta de límites y control que la frenen, se reproduce y mantiene esta dinámica violenta, se van cerrando las relaciones paterno-filiales, se van cerrando los canales de comunicación y los miembros de la familia se van distanciando.

El tratamiento de esta problemática, en fin, resulta complejo y ha de pasar por una intervención terapéutica que incluya a la familia entera y que contenga espacios individuales así como grupales dirigidos a los diferentes subsistemas familiares (fraterno, progenitores, etc., dependiendo de la estructura familiar). Se puede combinar con medidas de separación temporal del grupo familiar. Solo de este modo se podrá reestructurar la base de un funcionamiento familiar que a todas luces resultaba disfuncional desde mucho tiempo atrás.

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