“A día de hoy la gente empieza a dar la espalda a la información.”
Galde 42, Udazkena 2023 Otoño. Felipe Gurrutxaga entrevista a Iñaki Gabilondo.-
En esta ocasión traemos a las páginas de Galde al periodista donostiarra.
Su larga trayectoria profesional incluye el paso por algunos de los principales grupos de comunicación de nuestro país. Iñaki Gabilondo es considerado maestro de periodistas y un referente ético para todas las personas que ejercen esta profesión. Ha recibido numerosos premios y reconocimientos por su labor ejercida a lo largo de seis décadas.
P.- ¿Cuál es tu diagnóstico sobre el mundo de la información, al que has dedicado tu vida? Hay estudios que hablan de un creciente desinterés por las noticias y otros que hablan de sobreinformación. ¿crees que lagente prescinde de la información, o no es capaz de procesarla? ¿Vivimos en una sociedad sobreinformada, o malinformada, como consecuencia de las redes sociales y del papel de las nuevas tecnologías?
I.G.- El mundo de la información está siendo sacudido por el mismo vendaval que ha puesto boca abajo estructuras y certezas en todos los ámbitos, sin que se salve ni uno solo. Y de forma más profunda que la mayoría de ellos. La combinación de la globalización y las nuevas tecnologías ha volado el centro de gravedad de la industria que sostenía la información. El control del producto a través de cabeceras ancladas en el puesto de mando del proceso de comunicación, como mediador ineludible, no puede mantener la posición frente a la miriada de señales informativas procedentes de todas partes a la velocidad de un click. Además, algo que se reconoce poco, la nueva realidad ha desenmascarado muchos de los pecados del autodefinido como “periodismo de calidad”, que vivía con demasiada comodidad dependencias políticas y económicas de altísima toxicidad. (Por cierto, sigue sin vislumbrarse el más mínimo movimiento autocrítico al respecto, ni a babor ni a estribor).
No obstante, así como la crisis de las estructuras empresariales periodísticas que hemos conocido es agudísima, algunos piensan que mortal, el periodismo se manifiesta como una necesidad más imperiosa que nunca. Aún explora los caminos que habrá de recorrer, y las formas que habrá de adoptar, busca sin encontrar, pero se sabe imprescindible. Ante el bombardeo de señales, procedentes de millones de fuentes no identificables, con las redes sociales amplificando su propagación, con las fake news desatadas -en ocasiones, como verdaderas industrias- espera que la ciudadanía reclamará buen periodismo en defensa propia. Yo también lo espero. Las referencias de solvencia se van a requerir como salvavidas. Cómo responder a esta demanda es harina de otro costal, y muchos miles de personas rastrean en todo el mundo las posibles nuevas rutas. Ya hay algunas experiencias esperanzadoras, tanto en empresas grandes como en iniciativas de grupos pequeños. El periodismo tiene mucho futuro, aunque no sé en qué modelo estructural se sostendrá. Seguramente en muchos muy diferentes.
A la espera de tiempos mejores, los lectores, oyentes y espectadores están sepultados bajo un alud de impactos informativos de tales proporciones y tan caóticamente servidos que resultan improcesables. La reacción natural -bien empobrecedora, por cierto- es refugiarse allí donde queden confirmados nuestros puntos de vista. Salir a la intemperie de los espacios abiertos es una locura. Si la información tiene por objeto ayudarnos a conocer mejor el mundo en que vivimos para actuar sobre lo que nos concierte con conocimiento de causa, la avalancha de la actual oferta la hace perfectamente inútil cuando no perniciosa. De forma que sí, es cierto, a día de hoy la gente empieza a dar la espalda a la información. Y se detecta una paradoja con rango de enfermedad: cada vez la sociedad es más escéptica y más crédula al mismo tiempo. Dice no creer en nada y de inmediato abraza las supercherías más ridículas.
P.- ¿Vivimos en una sociedad extremadamente polarizada, o este es un fenómeno superficial, alimentado algunos medios de comunicación que funcionan sobre la base del conflicto y el enfrentamiento?
I.G.- El fenómeno de la polarización, cuyo alcance cubre al menos todo el mundo occidental, nace de la turbación derivada de esta era de cambio – o cambio de era- que ha dejado temblando los cimientos de cuanto nos sostenía. El miedo es un material muy inflamable y no escasean los elementos en los que apoyarlo. La incertidumbre laboral ante la penetración arrolladora de las nuevas tecnologías; el desasosiego ante los movimientos migratorios; la sensación de pérdida de identidad por la globalización; la velocidad a la que se alteran costumbres, tradiciones, comportamientos y modos de vida, conforman un terreno de inseguridades incendiado por intereses políticos y económicos muy poco disimulados. Estamos hablando de planes diseñados y ejecutados con precisión y coordinados a escala internacional. Ellos están detrás de la gran polarización. Téngase en cuenta que para crear dos bandos no son precisas dos alambradas. Basta una. Y, sin caer en maniqueísmos simplificadores pero en honor a la verdad, han sido los populismos de extrema derecha, agitados por los citados intereses económicos, los que construyeron la gran valla alambrada que nos separó de forma radical.
No cabe repartir las culpas, aunque haya habido excesos en todas partes una vez puesto en macha el motor tensión-reacción. No han sido movimientos izquierdistas radicales los que marcaron el terreno. Fue una ofensiva parafascista de distintas intensidades en distintos países, con Trump como portaestandarte, (que ha llegado a envenenar al mismísimo Old Party estadounidense y a cuestionar la propia democracia) la que puso en marcha el péndulo polarizador. Con las mentiras entronizadas con descaro y sin disfraces; con las redes sociales difundiéndolas de forma descontrolada; y con el apoyo indecente de medios de comunicación degradados hasta límites inauditos (recordemos el caso Fox News: sus periodistas reconocieron ante los tribunales que mintieron a sabiendas para satisfacer a su fanatizada clientela) y con verdaderas industrias de fake news en marcha, la batalla política resultó imposible fuera del barrizal. El virus ha creado una pandemia polarizadora de muy difícil neutralización. La verdad de los hechos no puede con los dogmas propios. Ya lo advirtió Einstein: “es más fácil desintegrar un átomo que desintegrar un prejuicio”. Cuanto más se estira la goma más elasticidad pierde. Y sin elasticidad, la democracia malgasta su capacidad integradora. Se convierte en teología.
P.- El filósofo coreano Byung-Chul Han habla de Infocracia para referirse a los perniciosos efectos que las nuevas tecnologías han ejercido y están ejerciendo sobre la democracia. ¿Cuál es tu opinión sobre este tema y qué opinión tienes sobre la inteligencia artificial y las polémicas surgidas en torno a ella?
I.G.- La alerta de Byung Chu sobre los peligros del despliegue descontrolado de la Inteligencia Artificial es muy digna de consideración, pero no deja de ser observación y vaticinio de un pensador inteligente. Me inquieta muchísimo más que advertencias similares procedan del mundo científico, incluso del más directamente vinculado a ese campo. Personalidades de autoridad máxima como Stephen Hawkings expresó también sus reservas y temores al respecto. En marzo pasado, miles de expertos, lideres tecnológicos y analistas sociales, firmaron una carta pública para solicitar una moratoria en el desarrollo de programas como Chat GTP. Parece extenderse el temor de que la IA haya escapado de la mano del hombre o esté a punto de hacerlo. Se oyen frases tremebundas. Harari habla del fin de la democracia e incluso del ser humano tal como lo conocemos si no se regulan estas herramientas. Bill Gates dice sentirse aterrado ante las posibilidades del uso de la IA en la carrera armamentista.
La verdad es que ignoro cuánto de atinado o de exagerado contengan estos clarinazos de aviso. Pero tengo muy claro desde hace unos años que la actitud de la sociedad ante los grandes avances de la ciencia y la tecnología es infantil, absorta y pasiva. Los observa con estupor, como cataclismos geológicos ante los que sólo cabe esperar, con resignado fatalismo. Creo -y lo repito cada vez que tengo ocasión- que formulamos la pregunta equivocada: qué va a pasar. La pregunta correcta es: qué vamos a hacer. No estamos maniatados ante los acontecimientos. La ciencia nos va a decir qué vamos a poder hacer; a nosotros nos toca decidir. Desde luego tenemos que enfrentarnos a interrogantes nuevos que nos van a obligar a reformular nuestros principios jurídicos y éticos. Y ya estamos tardando en abrir esos debates. Seguimos enfrascados en disputas antiguas con argumentos antiguos. Hay una gigantesca pereza intelectual para abrir los ojos al mundo que ya está aquí. Además, claro está, de una cerrada defensa de los intereses que se desean inamovibles y que, esos sí, están bien despiertos. Por el momento, no se percibe consciencia suficiente de la magnitud de los riesgos ni de la necesidad de actuar con urgencia. Ocurre como con el cambio climático, que pretendemos abordar con pellizquitos normativos y pequeños virajes que no alteren los rumbos de navegación, porque no queremos entender que necesitaríamos cambiar nuestra manera de vivir. Y de consumir. Y de crecer. O de decrecer.
P.- ¿Cómo ves el mundo de la política? ¿Adolece de ética la política habiéndose convertido en una mera profesión alejada de lo que solemos llamar valores? Y en ese marco ¿hay espacio para unos medios de comunicación independientes capaces de contrapesar la pérdida de valores en el mundo de la política?
I.G.- La Política sigue siendo el principal instrumento de transformación de las sociedades, el gran cómplice de los sueños de libertad y progreso de los seres humanos y de los pueblos. No deberíamos denostar la actividad ni generalizar la descalificación de “los políticos”, como si todos fueran iguales, que no lo son. Asociar por sistema política con corrupción e incompetencia es despejar la calle para que avancen los autoritarismos. Pero es muy cierto que la hipertrofia de la partidocracia ha lesionado gravísimamente la democracia. Es una especie de subversión de los principios básicos. La conquista del poder ha terminado siendo mucho más importante que las acciones que el poder conquistado permita ejecutar. La actuación política se encomienda cada vez con más frecuencia a la demoscopia, que trata los principios y las ideologías como plastilina moldeable. Las contradicciones no son un problema. Un altísimo porcentaje de la energía de los partidos se consume en la lucha centímetro a centímetro por el poder. La idea del bien común, desaparecida en combate, es material propagandístico caduco.
¿Hay espacio para medios de comunicación independientes capaces de contrapesar la pérdida de valores en el mundo de la política? Espacio hay, más que de sobra. Y voluntad de ocuparlo también. Puede no ser demasiado perceptible en el periodismo instalado y tradicional -en el que, sin embargo, sobrevive más pureza de la que se cree- pues a fin de cuentas ha vivido en el mismo universo, compartiendo más intereses de lo recomendable. Pero está creciendo mucha yerba que aún no es demasiado perceptible en infinidad de iniciativas de nuevo cuño, aquí y allá, por todo el mundo. Nuevas experiencias en financiación, formato, etc. que parecen poca cosa y cuyo posibilidades ignoramos, pero que tal vez deparen sorpresas, como ha ocurrido en muchos otros campos. Para tratar de averiguar el futuro del periodismo todavía escrutamos los grandes medios. Nos convendría reorientar nuestras antenas de radar y ampliar nuestra mirada. En cualquier caso, se equivocan quienes crean que las soluciones van a llegar de la juguetería tecnológica, con ser ésta muy necesaria y digna de consideración. La clave está en la calidad de los contenidos y en la rabiosa independencia de las informaciones y opiniones. Sin esta última, el periodismo será visto como una rama presuntuosa de la propaganda. Desdeñada por el gran público y reservada para activistas. No hay que ser profeta. Ya está pasando.
P.- ¿Crees que la juventud se aleja paulatinamente de la política? ¿Qué opinas de la forma en que los políticos tratan los problemas y las inquietudes de la juventud?
I.G.- Es la política la que se ha alejado de la juventud, aceptando como inexorable una situación que le impide construir su vida e incluso soñar. Son trágicos el nivel del paro juvenil, la media de edad de emancipación y acceso a la primera vivienda, la de maternidad, los salarios que se les ofrece… Y tendríamos que añadir los factores no contables de esta precariedad, uno de los cuales me produce gran tristeza: la renuncia a tantos objetivos vocacionales para agarrarse a cualquier cosa. Una situación tan frecuente que ha dejado de ser anomalía para convertirse en hecho público consolidado. El profesor de la Universidad de Londres Guy Standing le puso nombre, precariado, y le otorgó el rango de nueva clase social. Su libro, publicado en 2012, expresaba más bien su preocupación por las señales que iba dando el mundo tras el crac del 2008. La siguiente década demostró que sus temores estaban bien fundados.
Pues bien, siendo objetivamente lamentable el cuadro de situación, más penosa es aún la naturalidad con que se acepta el fracaso. Es evidente que la crisis financiera no se resolvió corrigiendo nada sustancial. Por el contrario, después de un levísimo pestañeo autocrítico durante el descarrilamiento -recordemos el “tenemos que refundar el capitalismo sobre bases éticas”, de Nicolás Sarkozy- el tren volvió a sus vías y continuó su camino sin variar su ruta. La moraleja del cuento, como en el Infierno de Dante, resultó clarísima para la sociedad: abandonen toda esperanza. De la impotencia a resignación hay menos que un paso. En ella estamos. Conviene tener en cuenta que lo que ocurre con la juventud no responde a ninguna especificad de ese sector. Ocurre simplemente que en él cristalizan todos los desajustes, carencias e injusticias del sistema. Y me pasma que, dada la magnitud del problema y su trascendencia para el futuro, no haga parar las máquinas ni desencadene una movilización general de toda la sociedad, con la política en cabeza, como objetivo colectivo de una generación. Por desgracia, la política no tiene fe en su capacidad transformadora. O la ha olvidado en el fragor de sus pugnas partidistas. Lo cierto es que se ha devaluado a sí misma conformándose con actuaciones valiosas, pero de poca profundidad. Bien es cierto que, por mucho que recupere la fe y la memoria, le va a costar aprovechar toda su potencia. Las reformas relevantes requieren acuerdos, integrar fuerzas, y eso es algo que la polarización extrema hace imposible.
P.- ¿Cómo ves el debate sobre la crisis ecológica y la transición pendiente? ¿Crees que el negacionismo está ganando posiciones frente a las advertencias del mundo científico? ¿Vamos hacia un colapso o hay razones para la esperanza?
I.G.- La crisis ecológica comenzó siendo la denuncia de una minoría -de piojosos y melenudos, se decía- y ha alcanzado el nivel de lo indiscutible, por aplastamiento apabullante de los datos ofrecidos por la comunidad científica. Sí, ya sé que la contraofensiva negacionista arrecia a medida que crecen los populismos de extrema derecha, y que el proceso de concienciación dista de haber concluido, pero la Comunidad Internacional ya está oficialmente alineada en la lucha contra el calentamiento global y por la llamada transición ecológica. No obstante, me temo que nos engañamos si creemos que va a ser suficiente con medidas correctoras del tipo de las que estamos implementando. Ya he dicho al responder a una pregunta anterior que, a mi juicio, va a ser preciso que saltemos a otra fase, en la que ya no se tratará de decir, de apoyar, de pronunciarse, o de poner en marcha actuaciones de dolor social soportable. Estamos abocados a un cambio radical en nuestra manera de vivir, de consumir, de crecer. O de decrecer. (A no ser que la ciencia nos sorprenda con hallazgos revolucionarios, cosa que no se puede descartar nunca. Imaginemos, es sólo un ejemplo, que el proyecto ITER logra la fusión nuclear y nos encontramos con energía casi inagotable casi gratis). Esta tercera fase es insoslayable, pero la soslayaremos con una venda en los ojos mientras la catástrofe no nos pise los talones. No ver lo evidente ni lo inminente es un defecto muy acreditado por el ser humano a lo largo de la Historia. Oye los truenos, pero no quiere pensar en la tormenta. Lo que tiene lo toca; lo que le amenaza no pasa de percibirlo como una sombra. Desde mi punto de vista, el principal obstáculo en la lucha contra el cambio climático no es la resistencia de los negacionistas, que no tomo a broma, sino la insuficiente determinación de la sociedad concienciada, muy dispuesta para pregonar su fe y muy tibia para practicarla con todas sus consecuencias.
P.- ¿Cómo ves la Euskadi post-ETA? ¿Crees que se ha superado el trauma de varias décadas de violencia política? ¿Qué nos falta para ser una sociedad plenamente normalizada?
I.G.- Euskadi ha pasado página y eso es extraordinariamente positivo. El acelerón que el final del terrorismo ha significado es mayúsculo. En todos los órdenes, tanto en los que pueden ser objetivados en cifras como en los que reflejan la salud vital, la ilusión colectiva, se ha dado un salto gigante. Esto es indiscutible y constituye una gran satisfacción. Pensemos qué hubiera significado el enrocamiento de los antagonismos sobre el fondo de los espantos padecidos. Tienen mucho mérito todos los actores del proceso de normalización, responsables políticos y sociales, que dieron pasos generosos y dificilísimos. Y no cabe duda de que ha empujado decisivamente la presión de una sociedad que necesitaba mirar hacia adelante y ver alguna claridad en el horizonte. Muchos califican de traición este proceso y afirman que las víctimas han sido burladas, que la Justicia ha cerrado en falso medio siglo de horror y que nuestro pueblo se ha degradado al aceptar un final fraudulento. Llegan a asegurar que el terrorismo ha vencido. En mi opinión, se equivocan. Lo de la victoria del terrorismo es un absurdo total, habida cuenta de que no logró ninguno de sus objetivos. Insistir en que la existencia de Bildu demuestra la vigencia de ETA es un disparate como lo sería decir que la existencia del Ejército demuestra la vigencia de la dictadura. Es no entender en absoluto la naturaleza de la democracia.
Los otros reproches son más fáciles de comprender. Se ha levantado el luto cuando aún hay mucho dolor en carne viva y una carpeta repleta de asuntos pendientes. ¿Quién puede no entender lo que eso significa?. No obstante, por injusto que sea, todas las tragedias de la Historia se cerraron sin llegar a depurar hasta las últimas responsabilidades. Fíjense cómo colea aún la guerra civil, casi noventa años después. La mismísima 2ª guerra mundial, modelo de cierre óptimo, con vencedores y vencidos incuestionablemente definidos, concluyó con un juicio, el de Nuremberg, en el que se juzgó a 24 acusados. Sólo a 24. Añadiendo los posteriores juicios de los doctores y de los jueces, ¿diría alguien que todos las acciones reprobables fueron juzgadas?.
Tampoco es realista soñar con clausurar el drama como requería el viejo catecismo del Padre Astete para el perdón cristiano: “examen de conciencia, contrición de corazón, propósito de enmienda, confesión de boca y satisfacción de obra”. Ni es posible construir un relato sinceramente compartido. Unos seguirán llamando héroes a los que otros llamarán asesinos. Por mucho tiempo o por siempre jamás. Aún hay quienes celebran al general Lee en Richmond, Charleston o Atlanta. Y quienes brindan por Hitler en Alemania. Lo verdaderamente trascendental es que una democracia no permita que se imponga una versión contraria a la dictada por la democracia.
Hay una cosa que sí podemos compartir, una enseñanza básica a extraer de esta historia terrible: nunca más se recurrirá a la violencia para imponer ideas o proyectos políticos. Dicho lo cual, se engañan quienes crean que Euskadi es una sociedad plenamente normalizada y que todo se reduce a un mal sueño. Pasarán muchos años, tal vez décadas, antes de que los traumas se superen. Es más que probable que, en alguna curva del camino, alguna de las heridas falsamente cicatrizadas supurará y habrá que pasar malos tragos. Los franceses se versionaron a sí mismos y decidieron que todos habían estado en la Resistencia. Cuarenta años después, en el juicio de Maurice Papon, tuvieron que mirarse en el espejo y reconocer cobardías e inhibiciones muy poco edificantes que habían fingido ignorar.