(Galde 05, invierno 2014). GALDE. Cualquier reflexión sobre lo que está sucediendo en los inicios del presente siglo viene a afirmar que estamos padeciendo una profunda crisis. ¿Cuáles serían las características principales de la crisis que se viene denominando como sistémica o incluso civilizatoria?
GURUTZ JAUREGUI BERECIARTU. La historia de la humanidad está jalonada por numerosos cambios y transformaciones y sus consecuentes períodos de crisis. Por lo tanto, y a primera vista, en el momento actual estaríamos viviendo otro momento crítico, uno más en el proceso de transformación que viene sufriendo la humanidad a lo largo de los siglos. Creo, sin embargo, que los actuales cambios tienen una serie de características peculiares que los diferencian de otros períodos críticos anteriores. No es la primera vez que se producen cambios radicales en la historia de la humanidad. Lo novedoso es que se trata de cambios en constante cambio, en permanente movimiento de tal modo que lo que hoy parecen realidades incontestables en poquísimo tiempo pasan al basurero de la historia.
Ese conjunto de cambios queda sintetizado en la aparición del fenómeno de la globalización que se ha convertido en un término fetiche.
¿Y qué entiendes y cómo defines tu este fenómeno de la globalización?
La globalización supone una transformación radical del espacio y el tiempo. Aumenta el ámbito espacial en el que nos movemos y al mismo tiempo aumentan las dimensiones cronológicas del futuro.
Hasta ahora el futuro siempre ha estado condicionado por el presente. Hoy resulta inaceptable condicionar, mediante las acciones presentes (cambio climático, deforestación, etc.), el futuro de las generaciones venideras. Por otra parte, muchos de los problemas actuales (energía nuclear, ingeniería genética, armas químicas, terrorismo internacional, crimen organizado…), son problemas que afectan al espacio global de la tierra o de la humanidad y su solución (paz, sostenibilidad, etc.) exige una respuesta global que no es posible atender a través de organizaciones y acciones de dimensión estatal-territorial.
Resulta necesario, por lo tanto, actuar teniendo en cuenta no sólo el presente sino también el futuro, pero al mismo tiempo la respuesta debe darse a nivel global. He ahí uno de los más importantes desafíos de la política en la era de la globalización.
Ya, pero precisamente, lo que en estos momentos se está viviendo, en cierta medida, es un desapego a la política en general y a los partidos políticos en particular, y un cuestionamiento de lo que venimos denominando sistemas democráticos.
La crisis política constituye una de las expresiones más dramáticas de esa crisis sistémica a la que acabo de aludir. Los actuales sistemas democráticos se hallan incapacitados para entender adecuadamente y, sobre todo, para atender y dar respuesta a los nuevos retos a los que se enfrenta la humanidad. ¿A qué se debe esa incapacidad? Caben dos tipos de razones. Unas son de carácter coyuntural. Vienen derivadas de la falta de adaptación de los sistemas políticos y de las instituciones democráticas a las nuevas realidades. Otras son más de fondo, de carácter estructural.
Con respecto a los aspectos coyunturales el proceso de globalización ha dado origen, como ya he dicho antes, al surgimiento de retos y problemas de orden mundial. Los estados nacionales se ven incapaces de resolver esos problemas. Ello provoca un enorme desequilibrio entre las realidades y problemas de alcance global y las estructuras e instituciones políticas que quedan reducidas a una dimensión cada vez más local. Esa incapacidad de los estados para responder a la gravísima crisis actual y, en general, a los diversos problemas de los ciudadanos está provocando la supeditación de la política y, en particular de la política democrática, a una serie de estructuras y organizaciones económicas o tecnológicas nuevas (FMI, Banco Mundial, BCE, OCDE, G-20, Unión Europea, corporaciones transnacionales, etc.). El problema es que la inmensa mayoría de esas organizaciones, las cuales están asumiendo un poder extraordinario, distan mucho de ser democráticas. No cumplen con los dos requisitos mínimos que se exigen a cualquier sistema democrático digno de tal nombre, a saber, el control de los gobernados sobre los gobernantes y el control mutuo entre los propios gobernantes. De esta forma desaparece lo que constituye la esencia de la democracia: el demos y el kratos: el control del poder por parte del pueblo.
¿Afirmas que estructuras como la OCDE o la propia Unión Europea no son democráticas?
Su actividad no se rige por las reglas de la democracia sino por la lógica de la tecnocracia. No consideran a los individuos como ciudadanos, como sujetos públicos de derechos y obligaciones, sino como piezas de una serie de engranajes de producción y consumo. Son ellos quienes deciden por los ciudadanos, sin ningún tipo de transparencia, y con total ausencia de sometimiento alguno al control democrático. Cuando fallan las políticas diseñadas y aplicadas por estos expertos y cuando sus errores provocan consecuencias, en muchas ocasiones muy graves sobre inmensos contingentes de población, tal como desgraciadamente está ocurriendo con la gravísima crisis económica mundial actual, nadie resulta responsable. La mayor parte de las decisiones importantes se adoptan hoy en día con el mayor de los secretismos dentro de los cuarteles generales de los grandes grupos corporativos y en las estructuras burocráticas de los gobiernos o, en su caso, a través de una política tácita marcada por las fuerzas del mercado.
La ausencia de una política democrática a escala global está permitiendo que las grandes organizaciones y corporaciones transnacionales estén llevando a cabo, en la práctica, una auténtica toma del poder, un verdadero control del mundo al margen de la política. Bajo el velo de una presunta racionalidad económica –que a la postre ha resultado totalmente falsa- esas organizaciones y corporaciones transnacionales han pasado a ocupar, de forma imperceptible, sin revolución, sin cambio de leyes ni de constitución, mediante el simple desenvolvimiento de la vida cotidiana, los centros materiales vitales de la sociedad. Y todo ello, condicionando y en algunos casos obviando el sistema político -gobierno, parlamento, opinión pública, jueces, etc.-.
De este modo, el estado democrático está siendo reemplazado por un estado de derecho privado, desprovisto de cualquier referencia al desarrollo de los derechos humanos, y reducido a un código de reglas estrictamente basado en criterios de eficacia. A modo de ejemplo, ¿alguien se atrevería a pensar o afirmar que las reuniones anuales de Davos reflejan de verdad las aspiraciones, los intereses y la voluntad de la inmensa mayoría de los ciudadanos del mundo?
La ausencia de una política democrática de nivel global o cuando menos a escala regional, como sería la Unión Europea en nuestro caso, está provocando una auténtica falta de orden, una verdadera anarquía tal como lo demuestran los cada vez más brutales niveles de desigualdad y pobreza. Estamos viviendo una crisis general de legitimación no sólo de los estados, sino también del orden internacional, o europeo en nuestro caso, por ellos creado. Cada vez resulta más insostenible el mantenimiento del actual sistema asimétrico y desigual de relaciones internacionales. Los viejos centros de poder político, es decir los estados, tienen cada vez más problemas para mantener su legitimidad dada su creciente incapacidad para controlar a las fuerzas y grupos corporativos.
¿En estos meses estamos convocados precisamente a unas elecciones europeas, cómo ves la situación de la Unión Europea?
Frente a este momento, en un alarde combinado de ceguera y egoísmo, los líderes europeos siguen siendo muy reticentes a reforzar la Unión y cual pequeños virreyes se niegan con subterfugios ridículos, a reconocer la realidad y a establecer, de una vez por todas, una organización política unida y fuerte, acorde con los retos planteados por el nuevo siglo. El caos provocado por la crisis económica en la UE y la desastrosa gestión de la misma por parte de los responsables políticos europeos ha puesto de manifiesto el gravísimo y delicado momento por el que atraviesa el proceso de integración europea. Se trata de un auténtico colapso que va más allá del ámbito estrictamente económico y que afecta a toda su estructura.
Conviene aclarar, sin embargo, en contra de una idea bastante arraigada, que la marcha atrás del proceso de integración europea no constituye una consecuencia derivada de la crisis económica, sino que tiene carácter previo y abarca a aspectos que van más allá de lo estrictamente económico. Aspectos tales como el proceso de globalización, el relevo generacional que ha llevado al olvido la terrible tragedia de las guerras mundiales que asolaron Europa el pasado siglo y, sobre todo, la ceguera y demagogia de los líderes políticos de la última generación. Unos líderes incapaces de asumir que la consolidación de un espacio pacífico, próspero, democrático y con entidad suficiente para jugar un papel de primer orden en el mundo es una tarea que va mucho más allá de los cálculos mezquinos y coyunturales. Unos líderes lamentables que no entienden, y al parecer ni tan siquiera les interesa entender, que la solución a la actual situación catastrófica no puede venir establecida en términos de beneficio o interés particular de los estados, sino que debe asentarse en valores, convicciones y creencias comunes.
Asistimos, por lo tanto, no solo al fracaso de la unión económica sino, también al fracaso de la unión política y, en definitiva, el fracaso de la idea de Europa. Se está tambaleando el sueño de la Europa unida. Así lo demuestran el alza de los populismos y la extrema derecha, el avance imparable del racismo y la xenofobia que campan cada vez más a sus anchas a lo largo y ancho del territorio europeo. Cualquier retroceso o cesión en la defensa de los derechos fundamentales por parte de los estados europeos y subsidiariamente por parte de las instituciones europeas, por mínima que ellas sean (y desgraciadamente están siendo muchas y cada vez más frecuentes) no hacen sino envalentonar el discurso radical nacionalista y xenófobo y caer un escalón más en el proceso de degradación democrática. Asistimos no solo a un evidente enfriamiento del europeísmo e, incluso, en no pocos países, al afianzamiento y extensión de un auténtico sentimiento antieuropeo.
¿Para entender esta crisis de las democracias, has hablado antes de una serie de causas estructurales, nos puedes explicar tu análisis?
La democracia es un sistema muy frágil. Se halla sometida a riesgos constantes, que provienen tanto desde fuera (dictaduras, totalitarismos, etc.) como desde dentro del propio sistema democrático. Tradicionalmente los mayores peligros y los mayores enemigos de la democracia han provenido desde el exterior, desde países o sistemas no democráticos. En los últimos años, particularmente desde el derrumbamiento del sistema soviético, la democracia se ha extendido muchísimo, al menos formalmente, en numerosos países. Todo el mundo quiere ser o aparentar ser democrático. Se da la paradoja de que cuanto más se está extendiendo la democracia, mayor resulta la debilidad interna de los sistemas democráticos consolidados.
Esta paradoja, esta contradicción aparente, se debe a varios motivos. El primero es considerar la democracia como el mejor o, si se quiere, el menos malo de los regímenes políticos. Eso no es cierto. La democracia no es el mejor sistema, sino el mejor sistema “hasta ahora conocido”. No es, por lo tanto, un sistema perfecto. Contiene muchos defectos. Históricamente, la presencia de enemigos externos ha obligado a los sistemas democráticos a mantenerse siempre alerta en la defensa de sus valores e instituciones. Al carecer, en el momento actual, de rivales externos, las democracias se han asentado en la comodidad. A ello deben añadirse los problemas provocados por la pérdida de referencia de los grandes modelos doctrinales (liberalismo, capitalismo, socialismo, marxismo, etc.), vigentes a lo largo de estos últimos siglos. La quiebra de las certidumbres ideológicas dominantes hasta ahora está dando paso a una progresiva debilitación de las ideas, a una “babelización” del pensamiento que no hace sino agravar nuestras incertidumbres. La consecuencia es una renuncia en toda regla, por parte de los actuales sistemas democráticos, a la aspiración de un sistema mejor, o en definitiva, de un mundo mejor. Esto es lo que está ocurriendo en el momento actual.
La renuncia de los sistemas democráticos a los valores y principios que constituyen su razón de ser y de su existencia les está incapacitando para responder adecuadamente a las nuevas realidades y a los grandes retos que conlleva el mundo actual. Una democracia sin valores es una democracia a la deriva, una democracia inerme, incapaz de generar los anticuerpos necesarios para responder a las amenazas y desafíos que se le plantean, e incapaz de regenerarse y adaptarse a las nuevas situaciones. Hay que decirlo claramente: la democracia está sufriendo probablemente la crisis más profunda de toda su historia, una crisis que, al contrario de lo que ha sucedido en otras ocasiones no viene producida por la acción de enemigos externos, sino que se ha generado, al igual que un cáncer, dentro de su propio cuerpo.
¿Y como crees que se podría reconducir o cambiar esta situación?
La superación de la actual situación de desencanto y frustración solo parece posible mediante la puesta en práctica de dos exigencias. De una parte, el desempeño de una disidencia activa que vaya implicando a un número cada vez mayor de ciudadanos en la exigencia de una aplicación efectiva de los derechos fundamentales. Algo de esto se está dando con el surgimiento de diversas iniciativas y movimientos de protesta tanto a nivel global (Occupy Wall Street, movimiento 15-O, etc.) como a escala española (Movimiento 15-M, Democracia Real Ya, etc.). De la otra, la reconstrucción de un sistema político e institucional capaz de procesar las demandas de los ciudadanos y de controlar la actividad y el poder de los nuevos protagonistas de la economía global. Se trata, en definitiva, de configurar un nuevo orden mundial y un nuevo sistema político menos dependiente de las fuerzas del mercado y más pendiente del sufrimiento humano.
¿Cómo lograrlo? Es preciso recuperar una serie de criterios éticos universales dirigidos al restablecimiento de ese fin último de la sociedad democrática, cual es la justicia. Tales criterios son bien claros y quedaron magníficamente expresados por los revolucionarios franceses en la tríada libertad, igualdad, fraternidad. Ahora bien, el contenido otorgado a esa tríada de valores a lo largo de la historia ha evolucionado de acuerdo con la propia transformación de la humanidad. Resulta imprescindible adaptar y actualizar esa tríada de valores al momento y circunstancias actuales. De ahí la necesidad de un nuevo contrato social, un renovado New Deal acorde con las nuevas realidades de orden espacial y temporal que ya he citado antes.
¿Has citado Occupy Wall Street, Democracia real ya, etc. Qué papel pueden jugar estas nuevas formas de contestación social?
Estas organizaciones mantienen en general un objetivo común cual es la denuncia de los desmanes provocados por los sistemas políticos democráticos vigentes, lo cual constituye un elemento muy positivo. Sin embargo tales movimientos, quizás dada su fase embrionaria, resultan demasiado heterogéneos, carecen en general de una estructura mínimamente estable y muestran, sobre todo, una ausencia preocupante de objetivos, valores y fines que les permitan incidir de forma eficaz en los objetivos que persiguen.
No es la primera vez que se producen este tipo de contestaciones en el seno de los sistemas democráticos. Al margen de ciertas excepciones, la ausencia de una organización estable, el mantenimiento de un funcionamiento en muchos casos asambleario y, particularmente, la ausencia de una serie de objetivos claros y mínimamente asentados conducen de forma inevitable a la desaparición de tales movimientos, engullidos por el establishment, sin apenas dejar huella. Es cierto que, en algunos de los casos más exitosos, ciertos movimientos han logrado provocar la aparición de una serie de valores nuevos (así ocurrió, por ejemplo, con el Mayo del 68) pero han estado lejos de constituirse en una alternativa estable y de futuro.
En una sociedad compleja como la actual y a modo de simple ejemplo, constituye un error de lamentables consecuencias limitarse a exigir la democratización y el control de las instituciones públicas y pasar por alto la necesidad, tanto o más perentoria, de exigir la democratización y el control de numerosas corporaciones u organizaciones formalmente privadas (corporaciones financieras, religiosas, tecnológicas, etc.) cuya actividad está influyendo y, en su caso, coartando el funcionamiento de los sistemas democráticos e incidiendo, por lo tanto en la vida y los derechos de los ciudadanos. En el mundo actual, las instituciones públicas constituyen tan solo una parte –a veces, no la más importante- de los agentes y organismos, etc. causantes del sufrimiento humano.
El fracaso de muchas de las reivindicaciones planteadas en los últimos cincuenta años por parte de las fuerzas progresistas en el seno de los países democráticos ha venido derivado de un diagnóstico equivocado de las claves y elementos en los que se asienta el actual orden económico y político, así como de una minusvaloración de las fuerzas que lo dirigen. Una buena prueba de ello la tenemos en el “Mayo del 68”. La revolución del 68 menospreció los aspectos materiales del llamado estado del bienestar (reparto y redistribución de bienes, empleo, salud, etc.) para centrarse de forma prácticamente exclusiva en lo que entonces se dio por llamar la “revolución posmaterialista” consistente en la exigencia de un cambio radical en determinados valores no directamente ligados con la economía y el trabajo (los nuevos roles de la mujer, la familia, las minorías, el medio ambiente, etc.). Tales exigencias eran absolutamente imprescindibles y los logros obtenidos al respecto no son nada despreciables, pero la revolución de Mayo no solo dejó intacto sino que, incluso, reforzó el andamiaje estructural en el que se sustenta el sistema capitalista.
Un sistema capitalista que, libre de cualquier cortapisa u obstáculo capaz de limitarlo, viene mostrando en los últimos años su peor rostro, y actuando con una arrogancia y un abuso de poder fuera de lo común. De ahí la importancia de abordar adecuadamente los problemas acudiendo a su verdadero núcleo u origen. Para ello resulta imprescindible establecer una serie de principios u objetivos básicos.
Ello permitirá evitar la anarquía y el “totum revolutum” en el que se desenvuelven no pocos de los movimientos y protestas que vienen estallando en los últimos tiempos y que terminan apagándose como fuegos de artificio. No basta, sin embargo, con los principios y objetivos. Tanto o más imprescindible resulta la necesidad de prestar una atención especial a los medios de acción así como a las alternativas instrumentales (reforma institucionales – partidos políticos, sistemas electorales, papel de los movimientos sociales, etc.-) que permitan salvaguardar las conquistas obtenidas o mejorar las medios o instrumentos actuales.