Emergencias, inseguridad y miedo: Cuidar es la respuesta

Egilea: Txetxu Ausin

 

Galde 38, udazkena 2022 otoño. Txetxu Ausin.-

De los riesgos a las emergencias

Es ya un lugar común referirse a nuestra época como la “sociedad del riesgo”, si bien el concepto de riesgo es realmente polisémico y se utiliza tanto para referirnos genéricamente a un suceso no deseado como a sus causas, su probabilidad o su valor estadístico esperado. Sin embargo, no significa nada nuevo, pues protegernos de los riesgos ha sido lo propio del estado moderno —la razón de ser de los servicios públicos— y del tradicional derecho de daños. No obstante, frente a los riesgos calculables y limitados de la sociedad industrial, nos enfrentamos ahora a peligros y nuevas amenazas con una serie de características interconectadas entre sí: Se trata de “incertidumbres fabricadas”, no tanto intencionadamente sino como efectos secundarios o subproductos de las innovaciones tecnológicas, económicas y políticas del capitalismo global y fruto de una diversidad de actores y de factores causales complejos y difíciles de determinar. La magnitud de los daños potenciales es enorme y global, de modo que ni se pueden compensar ni los mecanismos tecnológicos pueden evitar sus efectos. Se utiliza ya el concepto de “emergencias complejas” para referirse a aquellas crisis que tienen su origen en causas convergentes de carácter social, cultural y medioambiental (Newman 2004). Por ello, sería más correcta la denominación “sociedad de los peligros” (o de las emergencias) para referirse a nuestro tiempo. Piénsese en el cambio climático, las pandemias, la escasez de alimentos, materias y energía, la desigualdad o las crisis financieras. Esta situación de riesgos sistémicos se ve agravada, de ahí la “emergencia”, por la velocidad característica de esta era de los humanos o Antropoceno, entendida como esa rápida y radical transformación socioeconómica y biofísica del planeta (la “gran aceleración”): Un contexto de “ciencia post-normal” (Funtowicz y Ravetz 2000), caracterizado por la incertidumbre sobre los hechos, los valores en disputa, los enormes desafíos (riesgos sistémicos) y la necesidad de tomar decisiones urgentes (emergencias).

Inseguridad y miedo

La seguridad, sentirse protegido, ocupa el segundo nivel de las necesidades primordiales de Maslow, solo por encima de las necesidades fisiológicas, y es una de las siete necesidades básicas del ser humano según Malinowski. La seguridad consiste en reducir los riesgos de daño y de perjuicio, si bien el riesgo es inherente a cualquier actividad y nunca puede ser eliminado del todo; como mucho prevenido o mitigado. Convivimos no solo con la posibilidad de riesgos sino con grandes incertidumbres, fruto del desconocimiento, como ha sucedido en la crisis provocada por la pandemia de la COVID-19. La incertidumbre y el desconocimiento son elementos consustanciales de la realidad, habitamos en ellos, y si bien provocan desasosiego, también son una fuente de creatividad, oportunidad y descubrimiento. Finalmente, las decisiones públicas, aún basadas en el mejor conocimiento experto disponible, no son una mera cuestión técnica o epistémica (lo que se sabe frente a lo que no se sabe) sino también de preferencia, cultura y valores (lo que se debería o no debería hacer, lo que estamos dispuestos a aceptar como sociedad). No se trata de elegir entre riesgo y seguridad, sino entre unos riesgos u otros. De nuevo, la pandemia de la COVID-19 nos ha dado innumerables ejemplos de ello: qué nos debemos unos a otros, cómo priorizar en contextos de escasez de recursos sanitarios, si establecemos o no la obligatoriedad de las vacunas… El reto es gestionar el desconocimiento de un modo compartido, deliberativo e inteligente.

Estar seguro es encontrarse libre de miedo, esa perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño, real o imaginario. El miedo remite a la idea de que estamos en peligro y no es necesariamente una emoción negativa, ya que por razones adaptativas uno necesita saber qué va mal para protegerse. El problema surge cuando el miedo se exacerba y se usa como arma de dominación política y de control social. Condorcet decía que el miedo es el origen de casi todas las estupideces humanas y, sobre todo, de las estupideces políticas. La epidemiología del miedo, su contagio social, apoyado en heurísticas cognitivas como las cascadas, la polarización grupal y las predisposiciones (potenciadas por los medios digitales y las redes sociales), provoca un efecto deformante sobre el juicio humano, produciendo un miedo excesivo hacia acontecimientos improbables y, a la vez, una tranquilidad, descuido y hasta negación con respecto a situaciones que plantean un peligro genuino.

En su conocido discurso del 11 de enero de 1944, Franklin D. Roosevelt formuló las bases de un nuevo sentido de la seguridad (Second Bill of Rights) en el que tan esencial como la paz es un estándar de vida decente para los hombres, mujeres, niños y niñas de todas las naciones: estar libres del miedo está inevitablemente unido a estar libres de la necesidad (Freedom from fear is eternally linked with freedom from want). Por ello, el trabajo, la vivienda, el alimento, la atención sanitaria, la protección por desempleo, accidente o vejez, y la educación son los derechos que sustentan la seguridad y la prosperidad. Decía John Gray en un reciente texto que si acabamos aceptando los límites del crecimiento será porque los gobiernos hagan de la protección de sus ciudadanos el objetivo más importante. Sean democráticos o autoritarios, los Estados que no pasen esta prueba hobbesiana, fracasarán: “Sólo si reconocemos las debilidades de las sociedades liberales podremos preservar sus valores más esenciales. Entre ellos figura, junto con la legitimidad, la libertad individual que, además de ser valiosa en sí misma, constituye un control necesario al Gobierno. Sin embargo, quienes creen que la autonomía personal es la necesidad humana más profunda revelan su ignorancia en psicología, empezando por la suya propia. Prácticamente para cualquiera, la seguridad y la pertenencia son igual de importantes y, a veces, más. El liberalismo, en efecto, ha sido una negación sistemática de este hecho.” (El País 12-04-2020).

Y sin embargo, no ha de supeditarse todo a la seguridad ni ha de convertirse en el valor supremo de nuestra vida social. No deberíamos renunciar a la libertad, la solidaridad o la justicia en aras de una pretendida seguridad que, las más de las veces, se reduce a un mero reforzamiento de los mecanismos de vigilancia y control social, sin atender a la diversidad y pluralidad de sentidos que tiene el concepto de seguridad. Porque está claro que la seguridad implica la protección de las personas, sus bienes y sus derechos. Por ello, suele identificarse la seguridad con el conjunto de medios y medidas destinado a velar por el orden público y así se habla de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, ciberseguridad, seguridad vial y de la defensa de la seguridad nacional a cargo del ejército. Pero no se puede reducir la seguridad a la policía, el servicio de bomberos o la atención a las emergencias. La seguridad significa igualmente, y ahora lo estamos viendo de modo palmario, la salud pública, el acceso a medicamentos esenciales y tratamientos, el alimento y el agua seguros, la energía, la seguridad social (en caso de enfermedad, accidente, incapacidad, jubilación…), la protección laboral y del consumidor, el acceso a la vivienda, la prevención de desastres o el cuidado del medio ambiente. También el amparo con relación al poder del gobierno y la administración (checks & balances), para lo que son indispensables elementos de buena gobernanza como la transparencia, la apertura, la rendición de cuentas o la participación. Todos estos elementos están interrelacionados (pensemos en la importancia del medio ambiente para la salud pública, como ha remarcado el reciente congreso de la Sociedad Española de Epidemiología celebrado en Donostia) y son insustituibles y necesarios para el ejercicio del derecho fundamental a la vida —constituyendo el sentido último de los servicios públicos y de la organización política de la sociedad.

El imperativo del cuidado

Lo imprescindible para impedir, mitigar y minimizar el daño al que estamos expuestos, como seres frágiles y vulnerables, favoreciendo entornos de seguridad, ayuda y protección mutua frente a los avatares de la existencia y su desigual distribución, es “poner cuidado”. No en vano, “seguro” viene del latín “securus”: sin (se) preocupación (cura).

Para responder a este contexto de emergencia, de riesgo sistémico y existencial, planteo un elemental deber ético: el imperativo del cuidado, donde entendemos el cuidado como todo aquello que hacemos para mantener, continuar y reparar nuestro “mundo” de tal forma que podamos vivir en él lo mejor posible. Ese mundo incluye nuestros cuerpos, nuestro ser y nuestro entorno, todo lo cual cultivamos para entretejerlo en una red compleja que sustenta la vida (Tronto 1993). Frente a otras fundamentaciones éticas procedimentales (como el imperativo categórico kantiano) o más abstractas (el principio de utilidad), el imperativo del cuidado remite a una regla básica: la de no dañar, ni por acción ni por omisión (intencional o negligente, por falta de prevención y precaución). Hablamos de “no-maleficencia” (primum non nocere) y se trata de un principio ético básico, compartido por muchas tradiciones filosóficas diversas y ligado a la conocida como “Regla de Oro”: no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti.

Y aunque se trata de un principio básico, tampoco es absoluto y debe de ser ponderado con otros principios (respeto, justicia) y valores, tomando además en cuenta el contexto y la situación. En un mundo imperfecto, sujeto a altas dosis de incertidumbre como hemos comentado anteriormente, algunas veces tenemos que elegir el mal menor y aceptar cierto daño sobre otros, asumir un riesgo o aceptar transacciones. No nos queda otra, como titulaba Ulrich Beck uno de sus últimos trabajos, que “convivir con el riesgo global” y la incertidumbre. En palabras del economista y filósofo austríaco de Entreguerras Otto Neurath, “somos como marinos que en alta mar deber reconstruir y reparar su barco usando las mismas maderas viejas con las que fue construido”.

Volviendo al cuidado como respuesta a la emergencia eco-social, hay que recordar que la vida (no solo humana) es inconcebible sin relaciones de cuidado y han sido precisamente las llamadas “éticas del cuidado” las que han puesto en el corazón de la teoría ética y política la idea de cuidado (Carol Gilligan, Virgina Held, Joan Tronto o Eva Feder Kittay).

Y dada la centralidad del cuidado para la vida, para la supervivencia, es preciso incidir en la dimensión social y pública del cuidado, que requiere una organización colectiva y compartida con apoyo de instituciones, organizaciones y entidades.

En este sentido, las propuestas clásicas de justicia liberal que inciden en la neutralidad del estado y la imparcialidad resultan insuficientes para dar cuenta de los deberes de cuidado y el compromiso de los individuos con las necesidades de los demás y del medio ambiente. Por ello, un nuevo enfoque de la justicia debe basarse en la perspectiva del cuidado que atiende a la desigual distribución de la vulnerabilidad en la sociedad y que se hace cargo de las expectativas y necesidades diversas de cuidado de los individuos, grupos y el medio ambiente.

En definitiva, las emergencias complejas a las que nos enfrentamos, que engloban fenómenos como el cambio climático, el agotamiento de materias y fuentes de energía, la pérdida de biodiversidad y el incremento de las desigualdades, hunden sus raíces en una visión de la vida que contempla al ser humano como independiente y aislado tanto de la naturaleza como de sus congéneres. En consecuencia, una ética para un mundo en emergencia ha de centrarse en los cuidados para responder a nuestra esencial condición vulnerable y eco-interdependiente. Nuestro modelo actual de sociedad le ha declarado la guerra a la vida. ¿Estamos a tiempo de reparar y reconstruir el barco de Otto Neurath? Al menos, que el miedo no nos paralice.

Txetxu Ausin. Investigador y Director del Grupo de Ética Aplicada en el CSIC.

Referencias

Funtowicz, S.O. & Ravetz, J.R. (2000). La ciencia post-normal: ciencia con la gente, Barcelona, Icaria.

Newman, E. (2004). The ‘New Wars’ Debate: A Historical Perspective is Needed. Security Dialogue, 35 (2), 173-189.

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