Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro. (Galde 09, invierno 2015). Las negociaciones del Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés), que actualmente están llevando a cabo la Unión Europea y Estados Unidos, están enfocadas en lograr la firma de un acuerdo comercial con el que pretenden eliminarse las barreras arancelarias entre ambos socios, así como los obstáculos reglamentarios que limitan la acumulación de riqueza de las grandes corporaciones.
Entre las cuestiones materiales incluidas en este nuevo tratado, nos encontramos con propuestas relacionadas con la quiebra de los derechos laborales y la normativa europea medioambiental, la desregulación del sector financiero…
En dirección contraria a la expresada por la mayoría de ONGD y organizaciones defensoras de los derechos humanos, que abogan por acciones vinculantes para hacer frente a los abusos y las violaciones de los derechos humanos cometidas por las grandes empresas, los gobiernos de EEUU y la UE siguen apostando por una idea de “seguridad jurídica” que se basa únicamente en una premisa: los intereses comerciales son más importantes que el cumplimiento de los derechos humanos. De esta forma, siguiendo esa máxima de la marca España que dice que “lo que es bueno para las empresas españolas es bueno para los intereses generales del país”.
En estas líneas vamos a centrarnos en los aspectos formales y en los principios jurídicos del TTIP que forman parte de la armadura jurídica que limita el ejercicio de la democracia y de la soberanía de los pueblos. El TTIP no es sólo un acuerdo comercial, es un nuevo tratado fundacional al servicio de las corporaciones transnacionales.
La técnica jurídica utilizada por el TTIP no es neutral: es una arquitectura construida a favor de las empresas multinacionales y del capital.
Contexto jurídico sobre el que actúa el TTIP
Los derechos de las empresas transnacionales se tutelan por un ordenamiento jurídico global basado en reglas de comercio e inversiones cuyas características son imperativas, coercitivas y ejecutivas (Derecho duro), mientras sus obligaciones se remiten a ordenamientos nacionales sometidos a la lógica neoliberal, a un Derecho Internacional de los Derechos Humanos manifiestamente frágil y a una responsabilidad social corporativa (RSC) voluntaria, unilateral y sin exigibilidad jurídica (Derecho blando o soft law).
La lógica jurídica contractual asimétrica se impone en las transacciones económicas internacionales. Las relaciones de fuerza impregnan los núcleos esenciales de los contratos formalmente bilaterales, tratados regionales y bilaterales, donde la conformación de voluntades se produce desde la mera adhesión a cláusulas que tutelan, fundamentalmente, los intereses de las empresas transnacionales.
El TTIP forma parte de este entramado jurídico-político de dominación. No hay cruce de caminos entre los derechos humanos y los derechos corporativos.
Iter normativo del Tratado
Toda la tramitación del TTIP quiebra los principios básicos del Estado de Derecho, es decir, las garantías procesales de la ciudadanía (transparencia, separación de poderes, debates parlamentarios…). Ahora bien, el resultado final de la norma, en este caso del TTIP, es de una gran seguridad jurídica y de obligado cumplimiento. Todo lo contrario que la normas de derechos humanos, cuya tramitación o iter normativo está muy abierta a las propuestas y al debate, pero su resultado final es de una seguridad jurídica muy frágil. ¿Se puede comparar un Convenio de la Organización Internacional del Trabajo con un tratado de comercio o inversiones entre la Unión Europea y cualquier país de la periferia del planeta?
La tramitación del TTIP fulmina los principios clásicos del Estado de Derecho: la contractualización de la ley y de las relaciones económicas provoca la anulación de los procedimientos legislativos, se disloca la separación de poderes y la soberanía de los pueblos y naciones.
Por otra parte, la inflación normativa muy especializada, las cláusulas oscuras y vagas, la incorporación de los anexos al TTIP, atentan contra los derechos de las mayorías sociales. Además, la privatización del Derecho mediante las agencias de calificación, el soft law y la emisión de laudos arbitrales por tribunales privados cierran el círculo infernal de la arquitectura de la impunidad.
El principio de los vasos comunicantes entre normas de comercio e inversiones, y entre transnacionales e instituciones, implica que lo que no se obtenga en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC) se obtendrá por medio de tratados o acuerdos comerciales o de inversiones de carácter bilateral o regional. Esta tupida red da lugar a que cada acuerdo o tratado sea la base para el próximo, lo que genera un modelo de perpetua negociación. Y esta guerra tan asimétrica provoca que, ante el abandono de un tratado, se tenga preparado su sustituto; de ahí que el rechazo deba ser frontal al modelo de comercio e inversiones impuesto por el capital y las empresas transnacionales.
Mecanismos de resolución de diferencias inversor-Estado
Los tribunales arbitrales nacieron para resolver conflictos entre Estados; el neoliberalismo amplía su labor a los conflictos entre Estados y particulares. Así, las empresas transnacionales —personas de Derecho Privado que representan intereses particulares— pueden demandar a los Estados ante paneles o tribunales arbitrales, prevaleciendo el interés particular sobre el interés general.
Es un sistema paralelo al poder judicial —no olvidemos que se trata de tribunales privados— favorable a las empresas transnacionales, que queda al margen de los poderes judiciales nacionales e internacionales. Es una justicia para ricos. Únicamente las empresas demandan a los Estados y no hay previsión formal por la que el Estado receptor puede demandar al inversor extranjero. Las transnacionales eligen la jurisdicción, existen dificultades para que las audiencias sean públicas y no se requieren agotar los recursos internos nacionales. Es más, puede ser incluso una instancia de apelación a las sentencias de tribunales ordinarios y no cabe recurso al fallo arbitral.
Desde el punto de vista material, se aplican exclusivamente las normas del Tratado y no normas sobre derechos humanos. Y el procedimiento arbitral no es neutral: el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI), sin ir más lejos, se encuentra en el seno del Banco Mundial y los árbitros son jueces y abogados, indistintamente. Quince árbitros resolvieron el 55% de las disputas arbitrales en el 2011 y el coste medio de un arbitraje es de ocho millones de dólares; tres firmas de abogados se reparten el 55% de los casos. El procedimiento arbitral es muy costoso, lo que beneficia a las grandes corporaciones transnacionales.
Son numerosos los estudios que ratifican la vulneración de los espacios públicos regulatorios. Los Estados han visto recurridas sus políticas públicas en áreas como el medioambiente, la salud, los derechos laborales, el agua o la agricultura, donde las empresas transnacionales han obtenido laudos arbitrales por valor de miles de millones de dólares, y muchos más que siguen pendientes de resolución. Abandonar esta armadura jurídica, además, no será nada fácil, ya que se suelen prever prórrogas de jurisdicción de más de diez años. Es decir, que aunque se diera una hipotética denuncia del TTIP por una de las partes, este continuaría en vigor.
Por último, la “amenaza” del recurso transnacional ante tribunales privados provoca, sin duda, el enfriamiento normativo por parte de los parlamentos y las administraciones. Así, por ejemplo, se aceptará el fracking para evitar futuras demandas arbitrales; probablemente ni se discuta en los Parlamentos, formalizándose, de esta manera, el enfriamiento normativo.
La convergencia reguladora
La convergencia reguladora describe un proceso de adaptación de la normativa existente en ambos lados del Atlántico para asegurar que los bienes producidos en un lado se pueden exportar al otro sin requisitos adicionales especiales. Para ello, se procede a la armonización a la baja, esto es, aquellas normativas más exigentes en derechos se van transformando en más laxas.
Si el control financiero es más estricto en EEUU, se armoniza teniendo en cuenta la regulación europea; si la legislación laboral es más tuitiva en la Unión Europea, se aplican las normas estadounidenses que desregulan los derechos de los trabajadores y trabajadoras. La compra pública responsable que tenga en cuenta los derechos laborales de sus empleados y de las empresas subcontratadas, la promoción del comercio justo o la eliminación de diferencias entre hombres y mujeres chocarán con la idea de derogar toda reglamentación que sea un obstáculo a la apertura de los mercados públicos al comercio y a las inversiones.
Es verdad que el TTIP nombra en el preámbulo, en los principios generales y a lo largo de los diversos textos los derechos humanos, el desarrollo sostenible, las políticas públicas y los servicios públicos como valores esenciales frente al comercio, pero los trata desde una perspectiva retórica y carente de eficacia normativa. Su regulación se vincula, además, a expresiones como “siempre que no comprometan las ventajas derivadas del acuerdo”; es decir, mientras no interfieran en los beneficios del capital. Se considera al conjunto de normas que protegen los derechos de la ciudadanía como mera burocracia, una carga para las empresas y las transacciones comerciales. Su eficacia se mide únicamente en términos de costes económicos y en duplicidades innecesarias.
El TTIP no puede desarrollar una convergencia total y absoluta de todos los sectores y en un único plazo. Esta se confeccionará por fases y de acuerdo con los procedimientos establecidos en el tratado, como son el reconocimiento mutuo de los reguladores y el Consejo de Cooperación Reguladora. Dicho de otro modo, la armonización a la baja de normas sociales, alimentarias, financieras o de productos químicos se realizará en función de los intereses —en muchos casos contradictorios— de los Estados, de los sectores productivos y de las empresas transnacionales. Y eso tendrá mucho que ver con el grado en que se encuentren las movilizaciones sociales: a más protestas, menor armonización total e inmediata.
El Consejo de Cooperación Reguladora
La convergencia reguladora es también un proyecto a largo plazo. Las diferencias que no puedan solventarse en la mesa de negociaciones o generen fuertes protestas podrán someterse a procedimientos con vocación de futuro. El TTIP es un acuerdo de largo alcance, en continua interpretación creativa por parte de funcionarios y despachos de abogados al servicio de las corporaciones transnacionales. Así, los asuntos más difíciles de armonizar se vinculan a un sistema con escaso control democrático, regulado en el tratado y que una vez ratificado se pondrá en marcha de manera automática. Es un filtro regulatorio de todas las normas presentes y futuras.
El organismo que supervisará todo el proceso de privatización de las decisiones será el Consejo de Cooperación Reguladora, que en principio lo formarán funcionarios de la secretaría general de la Comisión Europea, autoridades de comercio de los Estados Unidos, de la Unión Europea y de la Oficina de Asuntos de Regulación e Información de EEUU. Además, las empresas transnacionales se introducen en los procesos normativos y penetran en el marco regulatorio abierto a fórmulas de cooperación reguladora y generadora de coescritura de legislación; fenómeno conocido en la elaboración de normas tipo; tendrán un acceso privilegiado a los responsables que toman las decisiones.
Ante todo ello, es necesario restablecer la competencia territorial de los tribunales nacionales, recuperar el papel de los parlamentos y poner en marcha iniciativas legislativas populares. Y promover normas internacionales que no refuercen la fuerte asimetría existente entre la lex mercatoria y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos sino que, por el contrario, puedan servir para poner los derechos de las personas y los pueblos, como mínimo, al mismo nivel que los de las grandes empresas. Frente al TTIP y los tratados comerciales que son la base de la arquitectura jurídica de impunidad, necesitamos un nuevo modelo donde las personas y el medio ambiente tengan prioridad sobre los beneficios e intereses corporativos.
Juan Hernández Zubizarreta es profesor de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) e investigador del Instituto Hegoa
Pedro Ramiro es coordinador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad