Chema Berro.
El paro, además de un grave mal social, es un arma poderosa en manos de la patronal y un elemento de debilidad de un sindicalismo ya de por sí muy debilitado. Por esa debilidad, en época de altísima tasa de paro como la actual, la mayoría de convenios negocian aumentos de jornada (o flexibilidades que disminuyen igualmente la necesidad de contratación), acompañados de reducciones salariales y endurecimiento de las condiciones laborales. A las personas en activo el paro les supone cobrar menos, trabajando más horas y en peores condiciones. Un chollo, para la patronal.
Además, no estamos en una crisis cíclica, la actual tiene unos componentes de límites ecológicos innegables que no se pueden obviar, y el paro no va a ser reabsorbido por medio de una reactivación económica, que no va a darse ni es deseable. Como muchas de las consecuencias de la crisis, si seguimos con los mismos esquemas de funcionamiento social y con el mismo modelo de desarrollo el paro no tendrá solución. Fiarla a la reactivación económica es aplazarla para siempre.
En cualquier sociedad normalizada o no enferma el paro sería un absurdo, lo normal sería que el trabajo que fuera necesario realizar se repartiera lo más equitativa y racionalmente. Pero no es el caso, vivimos en una sociedad enferma. La enfermedad de nuestra sociedad se llama capitalismo, que invierte la escala, poniendo el beneficio por encima de las personas y de la satisfacción de sus necesidades. Una enfermedad que se nos ha inoculado a todos en forma de individualismo, consumismo, insolidaridad, competitividad…
El capital saca provecho de las desigualdades internas (la mayor de las cuales es el tener o no tener trabajo) para rebajar las condiciones laborales y sociales de toda la población y siempre deja abiertas esas desigualdades: si no es el paro, serán los miniempleos, la precariedad extrema… Las desigualdades, tanto internas como internacionales son el terreno en le que mejor se desenvuelve el capital para ejercer una imposición creciente. A la inversa, la recuperación de una cierta capacidad de contestación social pasa por la reducción de las desigualdades, reducción que, por otra parte, siempre debe ser el objetivo preferente de esa actuación social y sindical. El reparto del trabajo jugaría un papel importante en la reducción de las desigualdades internas.
El reparto del trabajo habría que perseguirlo por medio de la reducción de jornada, en tanta medida como sea necesaria para acabar con el paro, y la generación de los puestos de trabajo equivalentes a esa reducción horaria, que habría que ir obteniendo vía negociación colectiva, aunque el objetivo final debiera ser la reducción de jornada por ley.
¿Tendría efectos salariales esa disminución horaria? Es un tema importante, pero supeditado al principal: el reparto del trabajo y la reducción del paro. En todo caso la pérdida salarial no tendría que ser equivalente, parte debiera ser aportada por los beneficios empresariales, y no tendría que repercutir de igual modo en los niveles salariales distintos, sino que tendría que significar una acortamiento drástico de los abanicos, de modo que se mantengan o incrementen los salarios más bajos, y las posibles reducciones afecten a los más altos, incluso en porcentaje superior a la disminución horaria.
Mientras esto no se consiga no están demás iniciativas voluntarias de reparto que lo impulsen: reducciones de jornada, permisos sin sueldo, excedencias… siempre, sobre todo, con la exigencia de contratar otra persona, e intentando también siempre el que no se quede en una postura ética y personal sino se convierta en todo lo posible en exigencia de reparto: haciéndolo si se puede de forma colectiva, alegando motivos de conciencia, denunciando la pasividad de las empresas y la administración y con toda otra medida que seamos capaces de desarrollar.
Seguro que todo eso no es suficiente, que el reparto del trabajo no soluciona de por sí y de forma inmediata ni la situación de paro ni las de pobreza severa, necesitaremos también otras medidas, y la renta básica universal y suficiente tendría que ser la principal. Simultáneamente habría que promover puestos de trabajo intensivos en mano de obra y no en capital, y socialmente rentables: dependencia, cuidados, educación, cultura, tecnologías blandas, agricultura ecológica…, y, en alguna medida, hay que poner en cuestión un desarrollo tecnológico, siempre acompañado de un mayor gasto energético y de materias primas.