Ser vasco -o vasca, que en esto sí que hay igualdad-, es básicamente un desasosiego. Si no estás avanzando, estás yendo para atrás. No hay manera nunca de estarse quieto en un lugar. Todo son fases, pasos, estaciones de tránsito. Nunca hay metas ni puntos de llegada, donde detenerse al fin y disfrutar de la quietud y del paisaje. Cuando -conscientes del cansancio- los guías fijan una meta para animar la marcha, es siempre un engaño. Cuando llegas a ella enseguida te anuncian que no es más que un paso en un plan más grande. El pueblo vasco está dispuesto a disputarle al judío la categoría de elegido a base de caminar más que ellos. Cuarenta siglos si hace falta. A veces sospecho que el objetivo último de tanto movimiento no es más que mantener la inercia, ante el vivo temor de que si nos detenemos alguna vez no volveremos a movernos.
Viene esto a cuenta del «proceso». «El proceso» parece ocupar nuestra marcha últimamente, aunque al mismo tiempo nadie se pone de acuerdo a la hora de adjetivarlo. ¿Proceso de qué?, ¿de paz? ¿de liquidación de ETA?, ¿de re-so-lu-ción?… No parece que haya urgencia por aclarar este extremo, particularmente entre los distintos promotores de esta marcha, acodados firmemente en la barra libre terminológica. Usted puede pedir un blanco que yo le serviré un tinto; la cosa funciona siempre que usted me pague un tinto, que cuando se lo tome con sus amigos haga como que se está tomando un blanco y que sus amigos le sigan el juego. Y aunque permitimos alegremente que nuestras niñas y niños nos acompañen a bares y tabernas mientras consumimos, no hay cuidado, ninguno de ellos le señalará para anunciar lo obvio: que no es usted emperador, que está usted desnudo y que se está tomando un tinto. De modo que uno vuelve a tener la impresión de que a lo único que obedece «el proceso» es a la necesidad autoimpuesta de imprimir movimiento. O ilusión de movimiento. Y así, en cuanto algún agente ‑una forma muy vasca de nombrar a los sherpas‑ detecta un parón en «el proceso», se convoca una marcha. O dos o tres, o las que hagan falta. Y lo importante no será el lema, ni si respetamos el silencio o no, ni siquiera con quién marchamos, sino mantenerse en movimiento. Run, Forrest, run.
Y es que hemos sustituido el verbo por la zapatilla y así no hay manera de ponerse de acuerdo. Lo peor es que parece que nos hemos acostumbrado a la falta de claridad y nos movemos bien en ella. Cualquiera puede decir cualquier cosa, porque luego siempre podemos decidir qué queremos entender de lo dicho. Si preguntamos a los agentes qué es el proceso, no lograremos aclararnos porque cada uno nos dirá una cosa distinta. Lo único en lo que coinciden es en que es algo que avanza hacia adelante, que cualquier cosa que no signifique ir para atrás es buena, y que pararse y no hacer nada es malo, precisamente porque es ir hacia atrás. Y de ahí no les van a sacar. Hagan la prueba. Eso sí, pregunten a cada agente por separado y entonces verán florecer detalles y concreciones, todas ellas perfectamente incompatibles entre sí. Y me pregunto yo, ¿qué esperanza tenemos de que esta marcha nos lleve a algún sitio si ni los sherpas se ponen de acuerdo en el pico que vamos a coronar?
Peor aún, conocida la aversión de los agentes a pararse, es posible que no lo hayan hecho ni siquiera para comprobar si alguien les sigue. Porque, ¿dónde está la ciudadanía vasca a estas alturas del «proceso»? Pues a pesar de tanto movimiento en la cabeza, la sociedad vasca no se ha quedado atrás; bien al contrario, avanza a toda velocidad y se encuentra ya unas cuantas leguas por delante de los agentes y de todos cuantos andamos a vueltas con «el proceso». Y es perfectamente lógico además. Pues, bien mirado, el movimiento en la cabeza es errático, dando vueltas alrededor de un desierto, sin alejarse nunca definitivamente del punto de salida, el final definitivo de la violencia de ETA, y asumir al fin después de tanto sufrimiento que la tierra prometida no es más, ni tampoco menos, que la normalidad. “La paz era esto”, resume Imanol Zubero, con la contundencia de la poesía a cincel de Gabriel Aresti. Una normalidad con carencias, como todas; con muchas tareas pendientes, por supuesto; pero una normalidad que lo es por habernos quitado de encima la losa que todo lo cubría, y en la que la ciudadanía vasca ni puede ni quiere vivir como si la losa siguiera ahí. La sociedad, su inmensa mayoria, ya está allí. ¿A qué esperan los agentes?
En un estudio de opinión del Gobierno Vasco de hace un año, se preguntaba a la ciudadanía cuáles creía que debían ser los objetivos prioritarios del nuevo gobierno. A pesar de que podían dar hasta tres respuestas, menos de 1 de cada 10 mencionó entre ellas “la consolidación de la paz y la convivencia”. Muy por delante se encontraban la lucha contra el desempleo, la gestión de la crisis económica, combatir la corrupción y el fraude, pero también, el mantenimiento de la protección social, garantizar la sanidad y la educación públicas o la lucha contra los desahucios. Esta constatación no evitaba la formulación de dos preguntas adicionales a los sufridos encuestados. Una sobre los agentes que deberían intervenir en tal consolidación, y cuya respuesta se resume en un “pues todos los que me presentas”, aunque significativamente ETA y sus presos sean los últimos; y otra más sobre los hechos favorecedores de la tal consolidación, cuya respuesta nuevamente se resume en un “pues todos los que me presentas”, aunque significativamente el primero sea el de la disolución y la entrega de las armas por parte de ETA. Según el “Anuario 2013 de la Opinión Pública Vasca”, estas preguntas no han vuelto a formularse.
La sociedad vasca se dio tanta prisa en llegar a la paz que la izquierda abertzale recogió muy pronto los frutos de la nueva situación, reuniendo a las primeras de cambio prácticamente a todo su electorado potencial, superando con mucho los resultados que jamás obtuvo mientras ETA mataba. Un éxito que para otros supuso una dolorosa constatación, pues entendían que ello significaba que la sociedad había perdonado “demasiado pronto”. Pero lo cierto es que también son esas prisas las que han dejado a la misma izquierda abertzale en completa soledad para gestionar el asunto de sus presos, algo que la mayoría entiende como una responsabilidad que solo a ella corresponde. Lo que ha ocupado a la sociedad vasca en este tiempo es alejarse a toda prisa del terror y del silencio, sin detenerse a mirar demasiado qué era lo que se llevaba por delante en su avance. Sin detenerse siquiera a considerar por lo que ha pasado y las profundas heridas que en el tejido social vasco han dejado tantos años de terror. Eso vendrá después. Restañar heridas es algo que todavía nos llevará tiempo. Pero es algo que haremos en la estación término, ésa en la que ‑con todos sus problemas- la sociedad está instalada ya, mientras algunos parecen empeñarse en gestionar, a voces y en portada, un espectro del pasado.
Es hora ya de gestionar el final del terrorismo como se hace en todas partes. Con menos ruido y menos protagonismos. Entre otras cosas para no herir ni insultar a nadie de forma innecesaria. A las víctimas en primer lugar. Y para favorecer también la descompresión de una sociedad demasiado habituada a mecanismos perversos para sobrevivir a la violencia sin romperse. Vivir en libertad es también un aprendizaje. Y justo lo que no necesitamos ya más son procesos que no muestran sino vértigo de futuro. La sociedad, la inmensa mayoría, espera allí.
Alfredo Retortillo
Profesor de la UPV/EHU
Dpto. de Ciencia Política y de la Administración