(Galde 20 invierno/2018). Paola Lo Cascio.
El Procés en cierta medida puede ser pensado también como un caleidoscopio. Es mirar un poco más de cerca sus enrevesadas dinámicas y darse cuenta que es todo un despropósito seguir refiriéndose a ello en singular, ya que estamos delante de diferentes dinámicas que se dan –con actores, características, objetivos, ritmos, características e influencias en el tiempo bien diferentes-, de manera interrelacionada. Uno de estos es sin duda alguna la difícil reconstrucción de los equilibrios de poder internos al nacionalismo catalán en la larga y quizás aún todavía no concluida etapa del ocaso del pujolismo.
“El procés ha estado marcado, entre otras cosas, por difícil reconstrucción de los equilibrios de poder internos al nacionalismo catalán en la larga y quizás aún todavía no concluida etapa del ocaso del pujolismo”.
En este marco, hay que tener en cuenta dos dinámicas que marcan a fondo el tablero político catalán –y concretamente su cuadrante nacionalista-, a partir de 2003, cuando después de 23 años se interrumpió el control del nacionalismo moderado de CiU sobre la Generalitat. El primer elemento relevante es el intento de ERC –en ese momento poco más que una ensoñación- de emanciparse de la “tutela” convergente y conquistar paulatinamente posiciones de fuerza delante del electorado nacionalista. En esa coyuntura, el gesto emancipatorio de los republicanos pasó por favorecer un pacto catalanista y de izquierda de la mano de Pasqual Maragall, a la vez que por una ofensiva de implantación en el territorio. Asimismo una penetración en organizaciones sociales como los sindicatos, y especialmente UGT. La otra dinámica a tener en cuenta es la específica del postpujolismo, y concretamente la construcción del liderazgo de Artur Mas. Cuestión harto compleja, ya que la tradición de aquello que había sido el cauce central del nacionalismo catalán hasta la fecha adolecía de una dependencia extraordinaria del hiperliderazgo del antiguo President. Pujol había sido ecléctico ideológicamente y capaz de visualizar una identificación entre su fuerza política –e incluso su persona-, y el país, como mínimo para una parte significativa del electorado. El encumbramiento de Mas y del grupo que lo acompañó –los llamados nietos, liberales y extremadamente cercanos a la familia Pujol-, contaba en el fondo solo con la legitimidad de haber sido el elegido. En 2003, aunque ganó las elecciones, el hecho de no poder articular una mayoría de gobierno dificultó de manera muy seria su capacidad de construir una propuesta política y un liderazgo autónomo.
Las largas y complicadas vicisitudes del Estatut no harían sino reforzar estas dos dinámicas paralelas. En la apuesta de Mas por volverse a poner delante (incluso del mismo President de la Generalitat) de la reivindicación para el autogobierno, y en la abrupta abdicación de ERC –que llevó a la caída y a la reconstitución de su grupo dirigente, considerando la experiencia tripartita en definitiva un error-, están las marcas de ello. En el escenario post-estatutario, ERC redoblaba su apuesta por la consecución de un Estado propio –no se olviden los movimientos que desembocaron en las consultas informales empezadas en 2009-, y CiU intentaba resituar su eje ideológico hacia el soberanismo a través de la constitución de la llamada Casa Gran del Catalanisme, pugnando por vincular algunos perfiles del mundo socialista, como Ferran Mascarell. La vuelta de CiU al gobierno de la Generalitat en 2010 y los decepcionantes resultados de ERC en aquellas elecciones parecieron devolver las relaciones de fuerzas a la “normalidad”, en la medida en que el carril central del nacionalismo volvía a estar ocupado claramente por la coalición CiU. Sin embargo, los efectos de la crisis económica y la apuesta decidida por las políticas de austeridad del primer gabinete de Mas –y las consecuentes oleadas de movilización, en las cuales sea dicho de paso ERC no estuvo presente- por un lado, y la sentencia del Tribunal Constitucional de julio de 2010 que anulaba una parte del Estatut por otro, cambiaron sensiblemente las coordenadas del debate político. Provocaron una indignación que se acabó conjugando en dos impugnaciones no necesariamente armónicas: en contra de las políticas de recortes y en contra de un sistema constitucional que había demostrado no respetar la voluntad de los ciudadanos catalanes en materia de autogobierno.
En este marco se verificó la primera gran manifestación independentista el 11 de septiembre de 2012, que congregó un complejo conglomerado de sentimientos, reivindicaciones, anhelos. Una gran masa de ciudadanos, muchos de ellos prototípicos de lo que con agudeza el periodista Enric Juliana ha llamado “el català emprenyat” (el catalán enfadado). En ese momento la reivindicación independentista empezó a jugar un papel importante en tanto que utopía disponible, como la definió Marina Subirats, en la medida en que sectores diferentes de la población la significaron de manera diferente, respondiendo a sus diferentes necesidades. Si para una parte de los sectores populares representó la esperanza de una ruptura con el sistema vigente, para los sectores de la clase media catalanoparlante se trató de la búsqueda de la salida a la desorientación generada por la crisis a través de una realidad más próspera, a partir de una exaltación de los valores idiosincráticos tradicionalmente auto-atribuidos a la identidad catalana.
“Distintos sectores de la población han significado la independencia de diversas maneras, respondiendo a sus diferentes necesidades”
En otras palabras, el terreno de competición en el cual se tenían que mover necesariamente las opciones nacionalistas era ya era diferente y apelaba a la posible desconexión del Estado español. A partir de 2012 en este sentido se vivió una rápida aceleración ya que tanto ERC como CiU –y aquí empezaron las primeras discrepancias entre los dos socios de la federación otrora liderada por Pujol-, pujaron para interceptar, conjugar, rentabilizar, la movilización –o no ser simplemente barridos por ella–, que se había hecho evidente en aquellos meses.
Seguramente, ERC lo tenía de entrada más fácil, ya que su pedigrí independentista le otorgaba una ventaja indiscutible. CiU partía de una posición más desfavorecida, por dos razones. Una, que parte de la indignación popular se había generado en contra de las políticas sociales adoptadas entre 2010 y 2012. Dos, que la tradicional inclinación al pacto y al compromiso de la derecha nacionalista la hacía menos “solvente” ante un electorado nacionalista que se había movido de sus posiciones tradicionales. Fue en este momento que Artur Mas decidió hacer un movimiento decisivo como adelantar las elecciones después de una menos que más explícita conversión de su partido al objetivo del estado propio. El movimiento translucía una cierta confianza en las capacidades hegemónicas tradicionales de los herederos del pujolismo, pero revelaba todos los límites de lectura de aquella situación. CiU perdía diez diputados, que se iban a ERC y en menor parte a la CUP que entraba en el hemiciclo. En definitiva la batalla para la hegemonía en el campo nacionalista lejos de cerrarse estaba más abierta que nunca. Seguiría detrás de una proyectada unidad del independentismo más real entre el electorado que entre los partidos. De esta manera se tiene que leer la entrada de ERC en la mayoría de gobierno, con el gran miedo de los convergentes (que sacrificaron su compromiso con Unió en aras de esta competición) después de las elecciones europeas de 2014, en que se vieron superados por ERC. En esta clave también se tiene que leer la determinación de Mas en querer organizar y rentabilizar la consulta del 9N: después de la confesión pujoliana del verano se le hacía imprescindible reconstruir su legitimidad sobre bases nuevas, que en ese contexto no podían ser otras que la solvencia independentista. Y también bajo este prisma hay que analizar las fases sucesivas: el planteamiento de las elecciones “plebiscitarias” de 2015 y, sobre todo, el pulso ganado por Mas a Junqueras con la constitución de la lista única JXSí. La defenestración de Mas y la investidura de Puigdemont siguen la misma lógica y los acontecimientos del bienio 2016-2017 también, aunque con apuestas cada vez más altas. De hecho, como más de un protagonista de aquellos días ha revelado, la propia declaración de independencia del 27 de octubre se puede leer como el correlato de esta competición, en una irresponsable carrera para evitar aparecer delante de una porción del electorado como renunciatarios, o cobardes. Las elecciones del 21D han sido el último episodio de esta competición que no cesa. La arriesgada apuesta “legitimista” de Puigdemont ha dado sus frutos en términos electorales. Su epopeya se podría convertir en el nuevo mito de fundación de un nacionalismo conservador que aspira a volver mayoritario. A condición, claro, de que no pierda su apuesta.