De las industrias culturales a la economía social de la cultura
Santi Eraso. (Galde 07, verano/2014). La cultura y el arte se sustentaron durante siglos merced a los donativos de los reyes, nobles y autoridades eclesiásticas; gracias a la burguesía en los Estados modernos; y a los impuestos de la ciudadanía en el estado del bienestar. Se considera que la educación y la cultura, en su sentido más amplio, favorecen la formación e ilustración de las personas, contribuyendo a la cohesión social y a la calidad de la democracia. Así pues, los recursos destinados a su desarrollo son, previa decisión política, una manera de redistribución de las rentas, con arreglo a un sentido compartido de la justicia social.
Sin embargo, desde que hace unas décadas toda la producción artística y cultural se ha confundido con las “mercancías” de las denominadas industrias culturales y del ocio, parece ser que el arte y la cultura han dejado de ser bienes de uso para convertirse solo en valores de cambio. La cultura está ahora atravesada plenamente por los intereses del capital y lo que era un derecho se transforma en un eslabón más de las políticas de crecimiento. Los bienes culturales pasan a formar parte de la cadena competitiva y, de este modo, la economía del consumo cultural se determina, en gran medida, por las leyes de la oferta y la demanda y sus reglas de juego: invención de mitos artísticos, grandes campañas de publicidad y promoción, marketing y propaganda, complicidad interesada de los medios de comunicación de masas (incluidos los públicos, lamentablemente), producción de grandes eventos y festivales monumentales, etc. En definitiva, una sofisticada gestión de la pulsión del deseo, canalizada a través del impulso del consumo compulsivo.
Tanto es así que la parte se ha quedado con el todo y el sector industrial (fundamentalmente las grandes coorporaciones del ocio y sus cómplices locales), con el beneplácito de las instituciones públicas, se ha erigido prácticamente en el único interlocutor de todo el complejo ecosistema cultural.
Recientemente, la Unión de Asociaciones Empresariales de la Industria Cultural Española, acompañada por representantes del mundo del cine, de la promoción musical, de técnicos del espectáculo y de productores audiovisuales, convocó una rueda de prensa en Madrid para reclamar otra vez al gobierno una rebaja del IVA cultural, como si este fuera el único asunto que afecta a la depauperada economía de este sistema. Y, paradógicamente, el periódico progresista La marea titulaba su penúltimo dossier “Propuestas para salvar las Artes” con un rotundo epígrafe: La industria cultural busca nuevos escenarios. Parece que no hay arte ni cultura más allá de los productos comerciales.
Una y otra vez se trasmite que la única preocupación del mundo del arte y la cultura es el mantenimiento de su industria, y no la supervivencia de un ecosistema mucho más complejo que, además de mercancías, produce una vasta y profunda red de experiencias artísticas y creativas, conocimientos científicos y humanísticos, recursos simbólicos y un extenso campo sensible para la experimentación, la curiosidad y la imaginación. Además de bienes comunes, relaciones sociales, intercambio de saberes, costumbres populares, pautas de comportamiento y, sobre todo, herramientas de producción conceptual y tecnológicas para su transformación. No podemos olvidar que la cultura, además de ser lo que nos constituye, es un medio para abrir procesos sociales renovadores e instituyentes.
La cultura, como la vida, es un campo de batalla. No son lo mismo Esther Ferrer que Antonio López, ni tampoco Haroun Farocki que Steven Spilberg. Son las condiciones materiales de producción y la posibilidad de dejarte enajenar por ellas o rebelarte contra ellas las que determinan las expresiones artísticas. Las imágenes, las palabras y las costumbres se blanden como armas y se disponen en diversos campos de conflicto; reconocerlas, analizarlas, criticarlas, esa sea tal vez una primera responsabilidad política para saber de que hablamos cuando hablamos de arte y cultura.
Precisamente, George Bataille, para esa “fabricación” de los valores colectivos, que denominamos, de forma genérica, justamente “cultura”, propuso la aplicación concreta de una “política cultural” que sólo puede llevarse a cabo si se “denuncia”, dice, el mismo equívoco de la cultura como una unidad abstracta e idealista. La cultura, dijo, debe ser inapropiable en cuanto no puede ser, en realidad, objeto de ninguna usurpación e instrumentalización particular. Tal sería la tarea de una cultura capaz de la astucia necesaria que consiste en escapar -aunque sea un momento- a cualquier tipo de apropiación, bien sea del Estado paternalista, de la industria y el mercado o de la identidad patrimonial.
Escapar de esas dominaciones, Bataille le da el nombre de subversión, en su sentido literal, a saber: una inversión de los valores. Ni patriótica(patria), ni paternalista (padre), ni propietaria (patrón) y que lamentablemente además, en demasiadas ocasiones, se fundamenta en modelos de gestión cultural tutelares, autoritarios y burocráticos; aparatos de poder y “funcionamiento” que impiden la correcta mediación institucional democrática entre los administradores de los recursos públicos y la sociedad civil creativa; incapaces de aplicar de forma radical el principio de subsidiaridad que garantice la autonomía de los creadores. No hay nada peor para la libertad y el desarrollo de la creación que el Estado cultural burocratizado, controlador o al servicio de intereses particulares o partidistas.
Por tanto, si no hay recursos públicos suficientes, ¿de qué hablamos cuando exigimos que la cultura se financie con recursos públicos procedentes de los impuestos de toda la ciudadanía?
¿Es lo mismo el modelo valenciano -con sus ciudades insostenibles de la luz y las artes, sus circuitos de carreras y sus políticas de destrucción patrimonial-, la Cidade de la Cultura de Santiago de Compostela o el modelo Guggenheim Bilbao -donde el 80% de visitantes son turistas- que otro en el que prevalezca el valor cotidiano de lo micro en un ecosistema sostenible, vinculado a los intereses cercanos de las personas y que apueste por la permacultura, las redes ciudadanas, las pequeñas asociaciones, colectivos sociales y empresas culturales que dan sentido a la ciudad como organismo vivo?
¿No es mejor una política que permita la existencia de muchos lugares pequeños, públicos y privados, para una multiplicación de actividades para todas las edades, sostenidas en el tiempo, dedicadas a las artes vivas (música en directo, teatro, performance.. ) con entrada libre o accesible, que pocos eventos espectaculares en grandes espacios multitudinarios, por supuesto, mucho más caros?…
¿Qué hay de los materiales documentales y obras de ficción para cine y televisión financiados con recursos públicos que han sido mercantilizados y, por tanto, privatizados para beneficio exclusivo de las grandes empresas audiovisuales? ¿Por qué no se ponen a disposición del dominio público los que, una vez rentabilizados económicamente, han sido retirados del mercado o no tienen derechos de distribución? ¿Por qué estos derechos siguen siendo exclusivos de los grandes distribuidores que imposibilitan la programación de miles de películas?
¿Es lo mismo el copyright exclusivo y restrictivo, la distribución prohibitiva y el monopolio de las agencias de gestión de derechos que las licencias libres que permiten un amplia gama de modelos de distribución (incluido el mismo copyright) de libre acceso en las condiciones expresas que ellas mismas indiquen (sin fines lucrativos, para uso educativo, etc.)?
¿Son lo mismo universidades o museos públicos que privatizan y restringen sus saberes y el patrimonio común que una amplia red de instituciones públicas (bibliotecas, archivos, museos) dispuestas al fomento de tecnologías digitales y herramientas de producción y distribución que permiten el acceso al conocimiento generado o custodiado por ellas, con los mismos objetivos de siempre, pero con nuevas estrategias para la potenciación de comunidades de digitalización e intercambio de conocimiento?
¿Es lo mismo una cultura globalizada donde ciertas lenguas dominantes se imponen a través del mercado que otra internacional y cosmopolita, capaz de reconocer la pluralidad lingüística y especificidad cultural de los contextos sociales donde se producen los saberes concretos?
¿Es lo mismo un patrimonio nacional restrictivo e identitario que un archivo de acceso universal con custodia democrática local? Porque la cultura, claro está, se desarrolla en contextos concretos, pero no necesariamente en territorios nacionales; puede inscribirse en los cuerpos propios o impropios; en comunidades nombrables o no, cuya complejidad requiere otros herramientas epistemológicas para abordar sus problemas y soluciones.
Seguramente, tras esta lista de dudas alguien me podría contestar que las cosas no son blancas o negras y que el reto está en definir los innumerables gris. Sin embargo, a pesar de ello y por encima de las contradicciones, vuelvo a preguntarme: ¿de qué hablamos cuando hablamos de cultura? ¿a qué nos referimos cuando exigimos recursos públicos para financiarla, argumentando que es un bien social? Porque si la cultura es tan solo una industria, lo lógico sería que las ayudas que recibiese se canalizaran a través de los procedimientos que se aplican a las demás industrias y, por tanto, los recursos destinados a esos productos se encauzaran a través de los departamentos de industria, comercio o turismo de las administraciones correspondientes. De este modo, el resto del ecosistema, que no está necesariamente obligado a generar mercancías, tendría más recursos públicos y, desde luego, podría estar exento de cualquier tipo de IVA o tendría uno mucho más bajo que el actual (la aplicación de un IVA muy alto supone una discriminación en beneficio del que más tiene -cultura para élites que no les cuesta tanto pagar algo más- y en perjuicio de las rentas más precarias que dejan de acceder a los bienes culturales). Y así saldríamos de esa trampa semántica -industria cultural-, incluso se puede considerar un oxímoron, que nos quieren imponer como gran y única realidad sobre la que actuar.
No cabe duda de que alrededor de la cultura existe una industria, igual que en torno a la educación o la sanidad; bienvenida sea, pero no como monopolio, no como excusa para capitalizar y privatizar los escasos recursos públicos dedicados al arte y la cultura. A nadie que defienda el derecho a la sanidad, educación o cultura se le ocurriría pensar el sistema de salud o el de la educación o la cultura como si fueran tan solo “la industria” de la salud, de la educación o la cultura porque el ecosistema cultural, afortunadamente, es mucho más que su industria.
Santi Eraso
Una versión más extensa la puedes encontrar en:
http://santieraso.wordpress.com/2014/08/10/ecosistema-cultural/