(Galde 16, otoño/2016). Antonio Baylos.
El sistema económico capitalista se ha ido transformando desde sus inicios a través de una serie de eventos que solemos definir como crisis económicas, algunas de ellas de extraordinaria gravedad y amplitud. La crisis y los ciclos económicos son esenciales para la propia supervivencia del capitalismo, y en ello posiblemente se cifra el “enigma” del capital .El derecho del trabajo, como conjunto normativo que regula las relaciones de trabajo en un sistema económico de libre empresa, es un producto cultural e histórico que se asocia al capitalismo desde sus inicios, y que en consecuencia en su desarrollo ha metabolizado las alteraciones profundas en las relaciones de producción que llevan consigo las crisis económicas del sistema.
La crisis económica del 2008 ha generado sin embargo efectos devastadores sobre distintos ámbitos de la vida social, sobre la cultura y el derecho, en especial sobre el derecho del trabajo. En una nueva versión del esencialismo económico, la hegemonía en el discurso político y mediático del neoliberalismo está produciendo, en el contexto de una situación de excepcionalidad social, una racionalidad dominante, que tiene como característica principal la generalización de la competencia como norma de conducta y la empresa como modelo de subjetivización. En su aspecto social este proceso implica la tendencia a la individualización de las relaciones sociales a expensas de las solidaridades colectivas con la polarización extrema entre ricos y pobres.
El salto cualitativo o “cambio de época” se despliega sobre la base de la confrontación directa entre la racionalidad económica y política neoliberal en la crisis y el acuerdo democrático en el que ésta se encuadraba antes de ella y que la contenía. El impulso autorreferencial del capital impide formular una alternativa política al mismo, desactiva un posible pluralismo político que ponga en duda su capacidad de estructurar y organizar la acción de los gobernantes y la conducta de los gobernados en una sola dirección y conduce progresivamente a desvalorizar el pacto democrático que permitía acoplar la administración de la realidad y el proyecto de sociedad a visiones diferentes de las sostenidas por el propósito que alienta la economía financiarizada global. La situación es muy grave, y refleja el hecho ineludible de la apropiación del Estado por el capital financiero globalizado, que requiere expresamente de éste el pago continuado y total de la deuda, en una suerte de proceso de subsunción que expulsa la política entendida como el debate sobre las opciones de organización de la vida social en torno a valores democráticos y anula la soberanía del Estado entendida como capacidad de decisión y de compromiso político y jurídico respecto de la vigencia de un sistema de derechos individuales y colectivos. Éstos sólo pueden tener virtualidad si no colisionan, siquiera sea mínimamente, con la exigencia del pago de los intereses de la deuda y el respeto a las inversiones efectuadas por las grandes transnacionales y conducidas por las instituciones financieras internacionales. De ahí la situación de excepcionalidad política y social que acompaña estas tendencias en acto y que, como es perfectamente apreciable, constituyen una constante del globalismo contemporáneo que se manifiesta especialmente en Europa a través de la instauración de un modelo neoautoritario de relaciones laborales y de contracción del Estado social mediante la puesta en práctica de la “nueva” gobernanza económica.
Se ha producido además un cambio importante en la forma de representar el trabajo con una pérdida de su valor político y democrático. Las fracturas de la tutela laboral han llevado a la generalización de fenómenos de segmentación y de fragmentación del trabajo. El trabajo como base de derechos de ciudadanía se ha visto erosionado por tales transformaciones. Hay una fuerte compulsión hacia figuras sociales que invisibilizan el trabajo, figuras construidas desde el consumo, la mercantilidad o la libre iniciativa. Hay también una crisis en la fundamentación democrática y constitucional de la regulación del trabajo, que ha sido extraordinariamente intensa en los últimos años, a partir del comienzo de la crisis en el 2010. La norma laboral de la crisis propaga en las relaciones laborales un desequilibrio radical entre la libertad de empresa y el derecho al trabajo, de manera que el contenido laboral de este último queda en gran medida anulado, y esta operación ha sido avalada sorprendentemente por nuestro propio Tribunal Constitucional. Todo ello sobre la base de favorecer la creación de empleo, se dice, ante un cuadro permanente donde millones de ciudadanas y ciudadanos se encuentran privados de él. El trabajo, que se mide tan sólo en términos económicos de volumen de empleo, se pretende que sea un espacio habitado por sujetos cada vez con menos derechos políticos y civiles. Sujetos considerados tales en relación con lo que cuestan económicamente al empleador y en cuanto su trabajo se incorpora a una organización productiva determinada unilateralmente, con débiles controles públicos y colectivos, por el empresario.
En España, la gestión de la crisis se ha dirigido normativa y políticamente desde el gobierno en exclusividad, a través de una legislación permanente de urgencia que implica la implantación de una práctica decisionista de excepcionalidad política y social, que sitúa en una posición secundaria y marginal al Parlamento y se blinda frente a la movilización social negando o ignorando la conflictividad extensa que ésta plantea como problema político y como forma de presión para replantear en el espacio público la dirección, el alcance y el sentido de las políticas de austeridad que es impuesta con consecuencias sociales desastrosas. Prácticamente la totalidad de las normas sobre empleo, relaciones laborales y seguridad social promulgadas entre el 2010 y el 2015, han adoptado la forma de Decreto-Ley, convirtiendo así esta materia en objeto de excepcionalidad social y política. Es un proceso tutelado y protegido por el propio Tribunal Constitucional, capturado por el gobierno popular mediante una política de nombramientos fidelizados. Se está produciendo en fin un amplio proceso de desconstitucionalización que aleja al trabajo, a sus reglas y a su representación social, del espacio político y social en el que lo sitúa el texto constitucional, al considerarlo progresivamente incluido en la esfera de los intercambios mercantiles, como un hecho privado regulado contractual y organizativamente por el interés de empresa y las reglas del mercado
La tendencia a la mercantilización del trabajo destruye el valor democrático del mismo. Es una deriva autoritaria cuyos costes sociales y personales son inmensos. Los cambios del trabajo exigen cambios para afrontarlos, cambios en la cultura jurídica, en las políticas previstas, en las decisiones sobre la estrategia sindical, en las resoluciones del gobierno, en las opciones electorales. Que al ser negadas por la deriva autoritaria que se apropia de las políticas públicas y alienta la vigorización de los poderes privados, genera conflictos profundos que plantean la necesidad de cambios radicales en los dominios de la política, la economía y la sociedad.
El derecho del trabajo se presenta entonces de manera muy evidente como un espacio de lucha por los derechos individuales y colectivos que exige una nueva formulación del cuadro institucional garantizado por el Estado y el fortalecimiento de la dimensión autónoma y colectiva de la representación del trabajo y sus medios de acción. Por eso se despliegan toda una serie de escenarios en donde el contraste ideológico y político es muy acusado. La reivindicación del trabajo como hecho civilizatorio que aparece claramente formulado en la propia noción de trabajo decente y en los principios y derechos fundamentales de la OIT de 1998, hace nacer una tensión en el propio espacio de la técnica jurídica y de las formas de producción normativa entre un sistema de derechos reconocido en el plano internacional y transnacional y las ”políticas” que, sin modificar formalmente éste, proceden a degradar y a dotar de nuevos contenidos a los mismos, construyendo así, desde nociones habilitantes estereotipadas como “estabilidad financiera”, “lucha contra el desempleo”, “desarrollo de la competitividad”, un proceso que subvierte las reglas democráticas, revoca los presupuestos del Estado social y crea una situación de excepcionalidad que tiende a devenir permanente.