Galde 19 (verano/2017). Teresa Calo.
Estoy tomando un café en una terraza y suena en la radio del bar “Y no me importa nada”. Qué grande, Luz Casal; y a cuántos momentos del pasado me traslada esa música. No tengo fotos de ninguno de ellos. ¿Lástima? O no. ¿Para qué? ¿Cuánto tiempo hace que no repaso mis álbumes de fotos?
Hace poco oí a una amiga –aún mayor que yo- contar que iba a deshacerse de los suyos para evitar que, tras su falta, la tarea supusiera un incordio para sus sobrinos. Al principio me pareció un poco dura su decisión, pero, bien pensado… ¿A quién le pueden interesar las imágenes de mis viajes, estrenos, fiestas de cumpleaños… mis chorradas, en una palabra? Y, por otra parte, tiene que dar un poco de grima acometer la tarea de destruir el “legado vivencial” de alguien que acaba de fallecer y a quien apreciabas. Chunga, la herencia de las fotos. Quizás un día yo también me plantee destruirlas, o, al menos, dejaré en mi testamento un permiso explícito para que puedan ser arrojadas sin ningún tipo de miramiento a la hoguera de San Juan.
Y no es que tenga muchas fotos. Menos que la mayoría de la gente, intuyo. Soy capaz de hacer un viaje y volverme con la cámara o el móvil vacíos de instantáneas. Y no por nada en especial, sencillamente no me acuerdo de llevar a cabo eso que hoy en día parece indispensable: dejar constancia gráfica de lo vivido.
No puedo sino sorprenderme del valor que este hecho ha adquirido últimamente. No sólo se atesoran colecciones de instantes, ¡Se comparten! Y no con tu círculo de familiares y amigos, qué va, con todo el mundo. Porque tener doscientos y pico amigos para mí ya es “todo el mundo” y esta cifra se supera con creces en muchas cuentas de Facebook, instagram, twiter y demás. Es como si fuera preciso contarlo todo, como si tuviéramos miedo a que el anonimato de un gesto, de una experiencia, los condenara a la inexistencia.
Pero vuelvo a la memoria, ¿No acabará afectando a su funcionamiento emocional tanto mecanismo para atraparla? Me explico: la calculadora es un gran invento, pero a base de usarla, hoy nos cuesta hacer operaciones sin ella, ha ido sustituyendo nuestra capacidad. Nuestra mente “sabe” que ya no es necesario el ejercicio y se ha “relajado”. Lo mismo pasa con las agendas de los móviles, ¿Cuántos números de teléfono sabíamos antes? ¿Y ahora? En el mejor de los casos no pasan de diez. La memoria necesita práctica para estar bien ejercitada, eso parece obvio. ¿Y la memoria emocional? Hay momentos especiales en la vida en la que ésta se concentra, hace un esfuerzo para conservar esa sensación, ese paisaje, ese instante especial, y poder así rememorarlo. Tiene su ayudante fiel para conseguirlo: la memoria sensorial, que se alía con ella para que puedas recuperar lo vivido. Por eso un olor, una música, incluso una luz o un tacto tienen el poder de trasladarte a esos momentos del pasado que en su día intentaste atesorar.
¿Qué sucederá si ese esfuerzo se sustituye por el empeño en sacar la mejor foto? Mientras pienso en el encuadre, en que digan 33, en que no salga el anuncio de turno o no se vea la grúa que estropea la imagen, mi memoria sensorial ¿se echará una siesta? Si fuera así, si llegara a ser así, mi pasado estaría almacenado en disquetes, archivos, álbumes, nubes… ¿Dependeré de ellos para recordar? Y, sobre todo ¿serán suficientes esas imágenes desprovistas de la emoción, desligadas, de otros sentidos como el olfato o el oído para poder revivir?
No tengo una foto de mi madre esperándome a la salida del cole con un paraguas y un chubasquero porque el día que amaneció caluroso acabó en rabioso aguacero. No la tengo, pero conservo la sensación de ser especial y afortunada cada vez que la lluvia cae con fuerza sobre el pavimento reseco devolviéndome con su olor inconfundible ese momento guardado con mimo desde mi infancia.
Espero que estos temores no sean más que fruto de mi disparatada cabeza. Que no haya que contar, para vivirlo. Y, sobre todo, que lo primero no sustituya a lo segundo.