El Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos ha logrado con la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado un margen de maniobra suficiente para aguantar en la práctica toda la legislatura. Lo hace con el respaldo de los partidos que apoyaron la investidura de Pedro Sánchez, y con ERC y Euskal Herria Bildu como compañeros de viaje, lo que ha dado pie a una tormenta política y mediática de proporciones considerables en la medida en la que también sirve de brújula para orientar la legislatura hacia la izquierda. De esta forma, se cortocircuita por ahora un posible movimiento del PSOE hacia el centro-derecha de Ciudadanos. Porque este acercamiento hubiera tenido efectos en una reordenación autonómica era visto desde ámbitos político de la periferia con una gran desconfianza.
En este contexto convulso ha reaparecido un factor que parecía ya encauzado en los últimos años como el militar. La difusión de un chat de antiguos mandos militares con comentarios de tono golpista -“hay que fusilar a 26 millones de hijos de puta”, señalaba en el mismo un general de División del Ejército del Aire ya jubilado- y la divulgación de un manifiesto firmado también por oficiales retirados que cargan contra el Gobierno de coalición, y alertan del peligro que sufre la unidad de España, dejan al descubierto un conflicto de alcance aún desconocido pero bien revelador: la debilidad de la cultura democrática en un amplio sector de los mandos del Ejército español y sus ligazones con el franquismo. Un fenómeno que no es nuevo ni que sorprende, pero que plantea una cuestión que no fue abordada suficientemente al inicio de la Transición. Es decir, en qué medida quedó intacto el sistema heredado de la dictadura.
El imaginario de la erosión. Hay que encuadrar estos movimientos en un cuadro retórico que la derecha española ha construido en la actual coyuntura para erosionar y deslegitimar al Ejecutivo de la alianza PSOE-Unidas Podemos a partir del mismo debate de la investidura y que se ha acentuado con la negociación de los apoyos presupuestarios. Un caldo de cultivo que fomenta un ultranacionalismo español de nuevo cuño, que se retroalimenta con el independentismo catalán, y que enlaza con la idea de la ‘Antiespaña’ que la derecha reaccionaria ya construyó durante los tiempos de la Segunda República y que sirvió de coartada para el golpe de julio de 1936. Toda una estrategia de persecución y eliminación del adversario desde una defensa excluyente y sectaria de una idea, la de la ‘patria.’ Un discurso que ahora busca la caída del actual Ejecutivo mediante una radicalización de la dialéctica que asuste al PSOE y precipite un giro político.
En buena medida, la trascendencia pública de ambos hechos -el chat y el escrito- que intentan ser minimizados por el Ministerio de Defensa, permiten que aflore a la superficie una realidad bien palpable: la extraordinaria presencia que tienen las ideas reaccionarias de Vox en un sector de la cúpula de las Fuerzas Armadas. Más allá de los reconocimientos de lealtad al orden constitucional, lo cierto es que todos los estudios realizados sobre la intención de voto en colegios electorales con militares censados lo atestiguan con una notable elocuencia. Vox arrasa en los mismos. Y es que la escisión españolista del Partido Popular tiene tirón en sectores castrenses. El expresidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ya alertaba a sus más allegados en su día que no se ponía suficientemente en valor su contribución desde el poder a “sujetar” al nacionalismo español.
En ese sentido, el crecimiento de la extrema derecha en España ha permitido al franquismo sociológico y cultural salir de los cuarteles de invierno y le ayuda en su pretensión de conectar con unas nuevas generaciones que no conocieron la dictadura. Ese es el telón de fondo sociológico de la superación de algunos prejuicios y del desparpajo con el que vuelven determinadas tesis de la España más negra. El golpismo ideológico vuelve por sus fueros aunque en esta ocasión sustituya los correajes en las salas de banderas por la guerra de tuiter y la batalla en las redes sociales.
En cierta forma, el regreso de la clásica cuestión militar -una constante en la historia de España, esa que era la más triste porque siempre terminaba mal, como escribía el poeta Gil de Biedma- evidencia que se ha agotado el ciclo iniciado por el PSOE en 1982. Aquella victoria electoral de Felipe González, después del ‘tejerazo’ en 1981, se interpretó como una ‘normalización’, en el comportamiento del Ejército, que históricamente había tenido numerosas tentaciones de intervenir en la vida política ya desde los pronunciamientos del siglo XIX. El Ejército acataba la legalidad constitucional -también estaba en juego la entrada en la Comunidad Económica Europea- y asumía la llegada de la izquierda moderada al poder aunque la Constitución ya le garantizaba en el artículo octavo su labor en defensa de la unidad y la integridad de España. Una mención que, por ejemplo, nunca gustó a Xabier Arzalluz, presidente del PNV, que lo veía como una sombra de ‘democracia a la turca’. El mismo Arzalluz reveló una vez una ancécdota significativa. Tras la aprobación de la Constitución, preguntó al socialista Enrique Múgica como se había podido transigir con ese artículo tan controvertido. El líder jeltzale dijo entonces que Múgica la respondió cabizbajo: “Esa es la condición”. Los socialistas consiguieron encauzar el factor militar y la entrada en la OTAN contribuía al proceso. En cualquier caso, el pacto constitucional implicaba borrón y cuenta nueva. Nunca hubo depuración de mandos franquistas y, más aún, el imaginario del régimen anterior ha estado bien presente en este estamento, que se caracteriza por una fortísima endogamia interna que se transmite de generación a generación.
En todo caso, a esa Constitución ahora se abraza una extrema derecha que la combatió con gran beligerancia en 1978. Basta recordar al respecto los discursos incendiarios de Blas Piñar, líder de Fuerza Nueva, contra la Carta Magna en la que veía la mano del Partido Comunista.
El ‘enemigo interior’. Esta etapa que comenzó en 1982 se ha terminado. Es verdad que la composición del Ejército también ha reflejado los cambios sociales y que la supresión del Servicio Militar obligatorio, por ejemplo, implicó una verdadera revolución. Su protagonismo en los últimos años en misiones humanitarias internacionales o en los últimos meses en la lucha contra la pandemia implican una mutación en su imagen tradicional. Pero la pervivencia de algunas de sus viejas inercias mantiene un serio lastre para su modernización definitiva y devuelve el estigma del combate contra el ‘enemigo interior’ que formó parte de su ADN durante décadas. El problema, apunta Odón Elorza, diputado socialista en el Congreso, radica en la necesidad de ser más exigente en la erradicación de focos extremistas mediante una revisión en el sistema de ascensos y en la formación que se ofrecen en las academias militares. Que los oficiales que salgan de las mismas salgan de verdad con una cultura democrática y cívica.
Que en el Estado español integrado en la Unión Europea no existan ya condiciones para un golpe militar clásico no quiere decir que el riesgo de involución real ha desaparecido. Porque la extrema derecha empieza a condicionar muchos discursos públicos y también mediatiza el discurso conservador. Es un fenómeno que trasciende al Estado español y que se ha visto en las tesis de Donald Trump en el seno del Partido Republicano norteamericano, con su negativa a admitir los resultados y la demonización de los demócratas. La radicalización que se observa en el ámbito conservador es un fenómeno internacional, pero que en España hunde sus raíces en su historia más traumática y en la reaparición de algunos de sus viejos fantasmas familiares. La estrategia de tensión más rupturista alentada desde la extrema derecha alimenta de paso el discurso de Unidas Podemos y coloca a Sánchez en una tesitura complicada. Pero, en el fondo, pone de manifiesto la necesidad de renovación que tiene un sistema político como el español y su clara fatiga de materiales.