Gafas decoloniales para ver cine
Galde 27, negua/2020/invierno. Rosabel Argote.-
El cine social ambientado en barriadas, suburbios marginales, favelas, arrabales del Bronx, Vallecas, o Río, no es nuevo. Ya en 1998, en la 46o edición del Festival de Cine de Donostia, Barrio, de Fernando León de Aranoa se llevaba la Concha de Plata. Desde entonces, se han seguido proyectando en el Festival muchas películas que han retratado la vida de las poblaciones excluidas en extrarradios, víctimas de paro, racismo, violencia, precariedad. Así que cuando el septiembre pasado, su sección Perlas incluyó la película francesa Los miserables, la selección no sorprendió. Venía avalada con el Premio Especial del Jurado del Festival de Cannes.
Los miserables llegaba como una crónica de la zona marginal Montfermeil al, este de París (la misma en que se desarrollaba Los Miserables de Víctor Hugo), donde confluían abusos policiales, discriminación, mafias locales, fundamentalismo islámico y mucho desarraigo infantil. Lo diferente de esta película es que quien contaba la historia, era el director Ladj Ly, negro, hijo de inmigrantes malienses llegados a Francia en los sesenta, y residente en ese mismo barrio filmado. En las ruedas de prensa concedidas a propósito de la cinta, Ladj Ly puso palabras a su reivindicación: «Estaba harto de que otros contaran nuestras historias».
La denuncia de que «siempre son otros quienes cuentan nuestras historias» sintetiza el eje central de las nuevas escuelas de pensamiento decolonial, que también están llegando, obviamente, al ámbito del cine. Dichas escuelas emergen lideradas por un nuevo sujeto político colectivo, el de las personas racializadas (concepto que describe a las personas según la categoría social a la que pertenecen en función de su fenotipo físico: color de piel o etnicidad). Defienden que, lo mismo que ser mujer no solo es tener genitales femeninos, sino pertenecer a una categoría social inferiorizada y otredada históricamente por el patriarcalismo, ser negro tampoco es solo tener la piel negra, sino pertenecer a una categoría social inferiorizada y otredada históricamente por el colonialismo blanco. Por ello, el colectivo racializado reivindica que el sujeto blanco (occidental, hegemónico, burgués, privilegiado) deje de seguir colonizando la voz de las personas no-blancas. Deje de erigirse como sujeto discursivo que graba películas sobre quienes considera meros objetos de su discurso, y así, que los colectivos racializados recuperen su voz propia y describan su identidad sin el guión de quien es la voz colonial opresora.
Es verdad que las críticas a esta escuela no se han dejado esperar y ya son muchos los posicionamientos procedentes de esa «voz colonial opresora» que, aun admitiendo la dicotomía jerárquica «blanco (occidentales, G7)/ resto del mundo», reivindican a su vez que se complejice la categoría «blanco» dada la gran diversidad que abarca (por no hablar de las posiciones de poder también en relación con el género que contiene). La prueba de esa diversidad es que, volviendo al tema que nos ocupa, no todo el cine social hecho por directores blancos europeos burgueses privilegiados ha silenciado las voces de los personajes étnicamente marcados, a los que ha convertido en marionetas de su trama. En absoluto. Sin embargo, más allá de estas críticas, si nos ponemos las «gafas decoloniales» descubrimos que es innegable el valor añadido que las nuevas películas realizadas por artistas integrantes de este nuevo sujeto político racializado aportan a sus creaciones audiovisuales.
Al fin y al cabo, ya nos pasó cuando nos pusimos las «gafas violetas» por primera vez; y nos topamos con cientos de películas sobre mujeres que habían sido dirigidas por hombres (con lo que ello implicaba a la hora de representar las voces femeninas en guiones escritos por quienes procedían de un sistema heteropatriarcal longevo). También lo vimos cuando nos pusimos las «gafas negras» y contabilizamos cuántas actrices y actores negros había entre las 20 nominaciones en las categorías interpretativas de los premios Oscar de hace cuatro años, y vimos que ninguna. Ahora, las nuevas «gafas decoloniales»:
1) nos ayudan a mirar, no solo, qué personajes aparecen en las películas, sino también a quienes hacen dichas películas.
2) Con sus lentes argumentan el mensaje de que basta de cineastas de mirada eurocéntrica que hacen películas sobre barriadas culturalmente multiétnicas.
3) Las nuevas gafas decoloniales reivindican, en resumidas cuentas, que es hora de colocar estas barriadas multiétnicas delante de nuevas cámaras racializadas.
En esa clave, otro ejemplo de película en el Festival que podemos comprender mejor si nos ponemos esas «lentes decoloniales» es Rocks, de Sarah Gavron. Dichas gafas nos permiten comprender que el guión fuera escrito después de hacer el casting de las adolescentes que la protagonizan y por la guionista Teresa Ikoko, de origen africano. Nos permiten entender que en el montaje de la historia (que versa sobre un grupo de amigas adolescentes –somalíes, jamaicanas, irlandesas– en un barrio del este de Londres, a una de las cuales su madre le abandona). Se incluyeran las imágenes, selfies y vídeos grabados por las propias chicas con sus móviles.
También esas gafas nos ayudan a entender que otra película del Festival, Nos défaites (Nuestras derrotas), de Jean-Gabriel Périot, consista en la recreación de escenas de diferentes películas sobre Mayo del 68 por parte diez estudiantes de un instituto del barrio de Rolland D’ivry-sur-Seine muy cerca de París. Con su voz, su reescritura de la historia, su interpretación desde sus diferentes orígenes culturales, recrean, y contestan a la pregunta de si, tras aquella revolución, ya hemos perdido la guerra o solo estamos perdiendo batallas, frase con la que abre la película.
Ante esa y otras preguntas habrá que seguir escuchando sus respuestas en primera persona, ya que a la vista del éxito de Los Miserables, es probable que en las próximas ediciones del Festival las películas que indaguen en las inquietudes decoloniales se lleven la palma o, mejor dicho, la Concha.