¿Una tormenta perfecta?

Crisis del partido-empresa, crisis de la política-gestión, crisis de la democracia-representación y crisis de la ciudadanía crítica

Imanol Zubero. (Galde 02, primavera/2013). No es cuestión de creencia o de opinión. Tenemos suficientes indicadores objetivos de que la política se encuentra en una situación de crisis profunda. Esta crisis se expresa, por un lado, en la creciente desafección ciudadana hacia la política institucional. Pero también en la cada vez más evidente, y probada, transformación de las principales organizaciones políticas en empresas electorales.

Crisis del partido-empresa. La crisis de la política es, fundamentalmente, la crisis de los partidos políticos. Los partidos son, de derecho pero también de hecho, los principales instrumentos para la organización y la gestión de la política democrática. Sin embargo, con el paso del tiempo se han convertido, como señala Luigi Ferrajoli, en grupos de poder privados cada vez más alejados de sus bases sociales. De esta manera han acabado por ocupar literalmente las instituciones representativas hasta identificarse con ellas, convirtiéndose en “instituciones parapúblicas que, de hecho, gestionan de manera informal la distribución y el ejercicio de las funciones públicas”. Como consecuencia, en opinión del jurista florentino, los partidos no pueden ser ya considerados como “organizaciones de la sociedad, sino sustancialmente órganos del Estado articulados según la férrea ley de las oligarquías».

El bipartidismo en crisis. En España, no así en Euskadi, esta crisis de los partidos se expresa en los últimos meses como un resquebrajamiento del bipartidismo de hecho que ha caracterizado las elecciones generales, en las que la distribución de los porcentajes de votos válidos ha sido, en promedio, del 75/25: 75% de los votos repartidos entre PP y PSOE y 25 % entre el resto de partidos con representación parlamentaria. Pues bien, en su barómetro de febrero el Centro de Investigaciones Sociológicas advertía la disminución del porcentaje de voto de los dos grandes partidos estatales que ven cómo, tras tres décadas de alternancia en el poder, sufren la desafección del electorado. Según el CIS, la expectativa de voto del PP sería del 35%, nueve puntos menos que en las elecciones de 2011, quedándose el PSOE en el 30,2%. Mientras tanto, partidos como IU o UPyD verían aumentar significativamente su intención de voto.

Por su parte, Metroscopia detectaba en abril un descalabro aún mayor de los dos grandes partidos estatales en un escenario electoral que se encaminaría hacia una distribución del voto 50/30/20: el 50% correspondería a la suma de votos logrados por PP y PSOE, el 30% a la suma de IU y UPyD y el 20% restante a los partidos nacionalistas y regionalistas. Si se celebrasen ahora unos comicios generales el PP obtendría un 24.5% de los votos y el PSOE un 23%, en ambos casos su peor resultado histórico. Por el contrario tanto IU (que podría duplicar su resultado de 2011) como UPyD (que podría triplicarlo) se verían beneficiadas electoralmente del fuerte descenso de los dos principales partidos, llegando a hacerse con casi un tercio del total de votos válidos emitidos. Esta estimación hipotética de resultados parte, además, del supuesto de una participación históricamente sin precedentes en elecciones generales: en torno al 53% tan solo.

Crisis de la representación. Como analiza José María Maravall, la crisis de los partidos políticos y la desafección ciudadana tiene mucho que ver con el creciente “déficit representativo” de las democracias realmente existentes. Cada vez en mayor medida la ciudadanía se encuentra ante situaciones que puede sufrir (como la actual crisis), pero que no puede ni explicar, ni gestionar, ni siquiera atribuir responsabilidades. ¿A quién “castigar” políticamente? ¿A Rajoy, a Zapatero, a los banqueros, a Merkel, a “los mercados”? Y en caso de poder identificar a un responsable, ¿cómo castigarlo? ¿Dejando de votar al PP para que gane el PSOE? ¿Dejando de votar sin más, para que pierda la política y ganen los mercados?

Como señala Maravall, “tal vez el mayor obstáculo para la promesa de la representación, esa persistencia de un gobierno del pueblo y por el pueblo, radica en que tal gobierno y tal pueblo han tenido un claro significado sólo dentro del ámbito de los estados”. Los propios gobernantes elegidos para representar las preferencias ciudadanas asumen sin mayor problema que cada vez más van a tener que usurpar la voz del pueblo con el fin de acomodar su gestión a determinadas coyunturas, convirtiendo esta distorsión de la democracia en ejercicio de responsabilidad. La política se enfrenta así al denominado “trilema de Rodrik”, según el cual la tensión entre la democracia nacional y el mercado global sólo puede resolverse limitando la democracia (a favor de la competencia globalizada), limitando la globalización (escogiendo la legitimidad democrática sobre la competividad económica) o globalizando la democracia (a costa de la soberanía nacional). No se puede tenerlo todo.

En este contexto, las democracias consolidadas de Occidente sufren un proceso de degradación que las aproxima peligrosamente hacia la tecnocracia o la plutocracia. Como señala Maravall, “la democracia representativa se socava cuando los ciudadanos votan, pero apenas deciden”. De ahí la cruda verdad del grito “No nos representan”. De ahí la acertada reivindicación de una democracia que sí nos represente. Pero, como analiza Félix Ovejero, la crítica de la democracia de competencia, para la que bastan y sobran ciudadanos-consumidores, no debe llevarnos a desconocer la importancia esencial de las instituciones y de las reglas de juego para la organización de la complejidad social: “Cuando se está convencido de que la voluntad puede operar en un vacuum social e institucional no es raro recalar en una suerte de fundamentalismo moralista que todo lo malbarata”. Una defensa realista de la deliberación debe partir del reconocimiento de que la política es y se hace también en el terreno de los intereses, las pasiones y los miedos, de las luchas y los conflictos, y que por ello es preciso un adecuado diseño institucional que permita la transformación de las preferencias con las que cada individuo accede al espacio de la política con el fin de que las distintas posiciones acaben correspondiéndose con principios de interés general.

Desde esta perspectiva, Paolo Flores d’Arcais reivindica la defensa insoslayable del contenido procedimental mínimo de la democracia, que no es otro que “una cabeza, un voto”, principio incompatible con otros como “una bala, un voto” o “un fajo de billetes, un voto”, pero también “una mentira, un voto” o “una bendición, un voto”.

Ciudadanía y política. Lo cierto es que los partidos tienen dos problemas con la sociedad civil, de la que deberían ser expresión y herramienta. El primer problema es bien conocido y está ampliamente reflexionado: su déficit de conexión con la sociedad civil, déficit que se ha vuelto estructural y cuya reversión empieza a parecer imposible. Pero con ser grave, más aún lo es un segundo problema, este sí estructural y estructurante de la fisonomía y, sobre todo, de la mentalidad colectiva de los partidos: me refiero a la ausencia de cualquier atisbo de sociedad civil en el seno de las organizaciones partidarias. Y sin sociedad civil no hay ni pluralismo, ni deliberación, ni democracia. Esta ausencia de sociedad civil se manifiesta de múltiples maneras en el funcionamiento ordinario de los partidos políticos, pero cuando realmente se expresa en toda su intensidad es en esos momentos extraordinarios en la vida de los partidos, como cuando deben constituirse los órganos de dirección o elaborarse sus planchas electorales. Es entonces cuando el déficit de sociedad civil permite que aflore su antítesis, que es esa cultura totalizante y homogeneizadora simbolizada en el «prietas las filas» y en su correlato, «el que se mueva no sale en la foto».

Evidentemente, la progresiva conversión de los partidos políticos en puras máquinas de acumulación de poder hunde sus raíces en dos procesos de fondo, que también deberían ser afrontados, especialmente por los partidos de izquierda. Por una parte, la pérdida de densidad ideológica, que ha hecho que se olviden de su función educadora-transformadora de los intereses y preferencias de la población. Se han quedado en Lenin y se han olvidado de Gramsci. Por otra –y vuelvo a citar a Ferrajoli– el “indiferentismo narcisista” de una buena parte del electorado de izquierdas, que en nombre de la pureza personal desconoce la necesaria impureza de la actividad política práctica a la que nos hemos referido más arriba. Como decía El Roto en una de sus viñetas: “La izquierda y la derecha parecen iguales, hasta que las ves de cerca”.

Contrademocracia impolítica. Esta situación genera algunas derivas peligrosas. La más preocupante es la generación de espacios de impunidad para la expresión y formalización de propuestas populistas y tecnocráticas, o directamente racistas y autoritarias. Es una forma de contrademocracia que Rosanvallon califica de impolítica, entendiendo por tal aquella que no aspira a la aprehensión global de los problemas ligados a la organización de la existencia colectiva, disolviendo en la práctica «las expresiones de pertenencia a un mundo común«. Es la cara sombría de la contrademocracia. En esta perspectiva, «el ciudadano se ha transformado en un consumidor político cada vez más exigente, renunciando tácitamente a ser productor asociado del mundo común». Una democracia de rechazo tiende a sustituir la antigua democracia de proyecto. Pierre Rosanvallon presenta como ejemplo más acabado y extremo de esta contrademocracia impolítica el populismo, «que pretende resolver la dificultad de representar al pueblo resucitando su unidad y su homogeneidad de un modo imaginario, en una toma de distancia radical con aquello a lo que se supone que se le opone: el extranjero, el enemigo, la oligarquía, las elites».

Por eso, como señala Ovejero, “aunque es muy cierto que “sin buenos ciudadanos de poco sirven las mejores leyes (…) no es mala cosa disponer de algunas bridas que ayuden a frenar las tendencias más inquietantes”. Por ejemplo, no estaría mal “introducir cláusulas constitucionales que nos impidieran tomar decisiones que pongan en peligro las condiciones (dignas) de vida de las futuras generaciones”. O el derecho a la salud de las personas inmigrantes…

Contrademocracia renovadora. Pero hay también expresiones de esa crisis que llevan consigo semillas de esperanza: movimientos ciudadanos de protesta y de propuesta que trabajan por otra política posible. Proliferan los análisis en los que se califica a Berlusconi y a Grillo de amenazas a la democracia y de obstáculos para la gobernabilidad del país. Como si fueran lo mismo. Pero no lo son. Como señala Rosanvallon, hay una contrademocracia que no es lo contrario de la democracia, sino otra forma de democracia: «la democracia de los poderes diseminados en el cuerpo social, la democracia de la desconfianza organizada frente a la democracia de la legitimidad electoral». Frente a la tesis de la ciudadanía pasiva y desafecta, esta contrademocracia se manifiesta como una democracia de expresión, de implicación y de intervención.

En los últimos dos años se extiende por el mundo un movimiento de vigilancia cívica que no se resigna al «desnivel de capacidades» que constituye el elemento clave del sistema representativo y que casi siempre se encuentra, como señala el libro de conversaciones de Amador Fernández-Savater, “fuera de lugar”, más allá (o más acá) de los lugares comunes de la política institucionalizada. Fue en esos otros lugares en los que la izquierda supo nacer, primero, y reinventarse después, una y otra vez. Esta idea aparece bellamente expresada en un momento del dialogo mantenido con Franco Ingrassia: “La izquierda siempre llevó la política allí donde se suponía que no debía suceder: del mundo de los amos al de los esclavos, de los ámbitos de la nobleza a los espacios populares, del parlamento a la fábrica, de las instituciones a la calle, del espacio público al espacio privado, etc. Así que se trata, necesariamente, de una paradójica tradición experimental, una línea de continuidad que implica su propia innovación”.

Más allá (o más acá) de esta política en crisis hay multitud de lugares para seguir haciendo política desde la izquierda, experimentando. “Si tenemos el privilegio impagable de que la lucha por la democracia no nos obliga a arriesgar la vida, ni a ser torturados, ni siquiera a ser encarcelados, ¿qué más queremos?” (Paolo Flores d’Arcais).

Siete sugerencias sobre la crisis de la política:

·      P. Flores d’Arcais, Democracia. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona 2013.
·      A. Fernández-Savater, Fuera de lugar: conversaciones entre crisis y transformación. Acuarela &Antonio Machado, Madrid 2013.
·      L. Ferrajoli, Los poderes salvajes: la crisis de la democracia constitucional. Trotta, Madrid 2011.
·      J.M. Maravall, Las promesas políticas. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona 2013.
·      F. Ovejero, ¿Idiotas o ciudadanos? El 15-M y la teoría de la democracia. Montesinos, Barcelona 2013.
·      D. Rodrik, La paradoja de la globalización. Antoni Bosch, Barcelona 2011.
·      P. Rosanvallon, La contrademocracia: la política en la era de la desconfianza. Manantial, Buenos Aires 2007.

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