Nostalgia de la chimenea

 

«Una huelga de obreros en Vizcaya», Vicente Cutanda y Toraya. Museo del Prado.

 

Galde 35 negua 2022 invierno. Irene Díaz Martínez

Los procesos de desindustrialización han acabado por afectar a buena parte de los países del mundo, en diferentes momentos y con diferente intensidad. Son procesos que no pueden desligarse de la propia lógica capitalista en su búsqueda constante por el crecimiento y la acumulación del capital. La globalización trajo aparejada la deslocalización y al mismo tiempo la relocalización en otra región, en otro país. Crecimiento y progreso: esa era y continúa siendo la máxima. Sin embargo en esta ecuación, en apariencia perfecta, de capitalismo, de progreso y de crecimiento ¿qué ocurre con las personas, las comunidades y los espacios que habitan cuando dejan de ser útiles para que ese engranaje funcione? ¿Cómo lo enfrentan, cómo lo afrontan?

Las huellas (des) industriales permanecen y, como la radioactividad nuclear, sus secuelas persisten, conformando una suerte de paisajes que dan forma a legados que son materiales, en forma de ruinas industriales, ambientales, que pueden incluso reconvertirse en nuevos espacios gentrificados… pero que también dejan huellas y legados inmateriales. Lo ha estudiado Sherry Lee Linkon en The half-Life of Deindustrialization (2018). Perduran legados inmateriales de oprobio, de abuso, de derrota si se quiere, de desafección, pero también de resistencia, de solidaridad, de identidad de clase, de enraizamiento con los espacios y con las comunidades que también emergieron al calor del (des) industrialismo. Había una suerte de moralidad subyacente que el historiador marxista E.P Thompson enunció como la economía moral de la multitud que alentaba a los trabajadores y sus comunidades a pautar unos límites frente a los mercados, frente al capital, de lo que era justo o injusto, de lo reprobable y de lo aceptable y que bebía de códigos de solidaridad y reciprocidad que se habían ido tejiendo, como hilos invisibles, al calor de trabajos que eran duros, penosos y exhaustos. “Decíamos la puta mina, pero vivíamos de ella. Era todo: desde nuestras familias a lo que fueron las cuencas mineras”, me decía una fuente oral en Asturias.

Sin embargo, desde finales de la década de 1970, precisamente cuando despega el fenómeno de la globalización, ese precario juego de equilibrios entre capital y comunidad se quiebra. Todo ese bagaje de códigos, redes de solidaridad, camaradería que tejían obreros y sindicatos y que nacían y se proyectaban desde los centros de trabajo hacia las comunidades es demonizado, es considerado anacrónico, lastra el futuro e impide el progreso. “Esto era un monocultivo de trabajo que era la mina… Toda la sociedad vivía alrededor de eso, y por el mero hecho de no haber trasladao esa historia a las generaciones de ahora o las generaciones futuras ahora hay gente que está en contra de que nosotros estemos prejubilaos o de les huelgues. Porque a esa gente que está en contra de ello nadie les dijo: “España se calentó con el carbón de Asturias y de les cuenques y se hizo electricidad con ese carbón y gracies a eso también tuvieron unos derechos los trabajadores”. El Archivo de fuentes orales para la historia social de Asturias (AFOHSA) es un filón muy trabajado.

Para los nuevos ideólogos neoliberales y abanderados del posindustrialismo los legados de las comunidades obreras estarían anclados en el pasado, y aquellos que los reivindican adolecen del mal de la nostalgia. Nostalgia de la chimenea, así lo conceptuaron los historiadores Jefferson Cowie y Loseph Heathcott en Beyond the ruins (2003). A la vez, llamaban a la prevención sobre la idealización de un pasado industrial que no había sido ni tan dorado ni tan idílico. Y es cierto, no lo era, y a ello se aferraron aquellos valedores del posindustrialismo que aventuraban una sociedad liberada de la dureza del trabajo de fábricas y talleres. Tener veleidades nostálgicas en ese contexto resultaba fuera de lugar, significaba estar anclado en el pasado y empeñarse en no mirar hacia el futuro. Ahora bien: ¿cuál era -y es- ese futuro que los nostálgicos de la chimenea se empeñaban en no querer aceptar? Y en estrecha relación con lo primero, ¿acaso los trabajadores resultaban ser tan obtusos como para desear trabajos infernales para sí y sus familias o más bien cuando miraban hacia atrás lo que anhelaban era la identidad y la solidaridad que emanaba del trabajo, el respeto, el orgullo y, si se quiere, un cierto orden moral? “Es la parte intangible, es la parte que no se ve porque es verdad que las minas de carbón van cerrando, pero parece que siempre se habla como de la parte negativa, de lo feo, lo sucio, los sindicatos, las huelgas. Siempre se nos asocia con problemas, con incomodidades que causamos a otros, pero desaparece este mundo y desaparecen muchas cosas buenas que tenía. El mundo de lo colectivo, había una combatividad y una conciencia de clase que ayudaba a que el nivel de vida aumentara y a conseguir conquistas sociales y todo esto pasa más desapercibido y parece que lo tapan siempre las críticas. Se habla de lo malo y esto parece que nos va enterrando casi como una escombrera y me niego a aceptar esta versión tan oscura, porque en las cuencas mineras se hizo trabajo sucio, mucha gente, a nivel colectivo, hizo mucho trabajo sucio que hoy pasa desapercibido, había una conciencia de clase y de lo colectivo que es triste que desaparezca”.

En las narrativas que comunidades y trabajadores han venido construyendo sobre el proceso desindustrializador, más que de pasados idealizados, se habla de pasados irresueltos que se dirimen en el presente y que importan al futuro. Las más de las veces, en el mismo sentido, encontramos contra-narrativas que son utilizadas, sobre la base de su anclaje en el pasado, para desarticular estos discursos de clase, de orgullo, de solidaridad. Y es cierto que podría haber cierta nostalgia, pero se trata de narrativas que no nos ofrecen una simple idealización de un viejo orden social y económico. Las minas, las fábricas permanecen como espacios ambivalentes que unos aman y otros odian, pero donde lo que prevalece es la idea de la integración social, de la solidaridad de clase. Cuando nos empeñamos en recuperar las historias que han dado forma a estos paisajes morales, los propios testimoniantes a través de sus relatos desafían o al menos cuestionan ese ideal de progreso que iba a traer aparejado el posindustrialismo.

Todo esto se planteaba en un contexto en el que los estándares del Estado del Bienestar y el modelo de industrialismo que, no olvidemos, fue forjado y forzado también por la clase obrera y sus comunidades, estaban el primero siendo objeto de revisión y el segundo de desmantelamiento. Empezaba la edad del riesgo, de la sociedad líquida o la era de la inseguridad, como lo han venido denominando pensadores como Ulrich Beck, Richard Sennet o Zygmunt Bauman, y la precariedad e inestabilidad laboral y la pérdida paulatina de los anclajes identitarios comunitarios eran los que estaban dando forma a un presente que debería ser la antesala del futuro. Pero ¿qué futuro? ¿Qué progreso? “No es exactamente que miremos al pasado, los jóvenes nos fijamos en los referentes paternos y maternos. Entonces ya te digo, si fulanito de tal está en la mina y tiene unas condiciones laborales buenas, horarios, salarios, convenios… pues tú menos de eso no. No, porque antes con 18 años dejabas de estudiar e ibas para la mina y desde el primer día se cumplían los convenios. Ahora vas a una empresa y te dicen: “vamos a hacerte un contrato por seis horas y vas a trabajar diez y tu convenio marca 500 pero vas a ganar 120 euros” y tú: “ah…no, no…” Y entonces dirán: “ese está pensando en el pasado”. A su padre en la mina eso no le pasaba y no se da cuenta que por desgracia existe eso y que a muchos nos ha tocado aguantar…

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