(Galde 23, 2019/invierno). Sabiñe Zurutuza.-
«Entre dos aguas», del director Isaki Lacuesta retoma la historia de los hermanos José e Israel que el cineasta gironés había contado en su película «La leyenda del tiempo» (2006).
«Entre dos aguas» tiene lugar en territorio andaluz y su título remite a la pieza musical homónima, una de las más populares de la obra del maestro de la guitarra flamenca Paco De Lucía. Todo un universo romántico de cantaores y gitanos.
Sin embargo Lacuesta narra una historia que retrata a la Andalucía real, el sur pobre y despreciado de España, y desde la primera secuencia deja muy clara esa decisión. En ella se muestra el parto de una de las hijas de Israel, el menor de los hermanos Gómez Romero, quien ya no es el chico de rulos que atravesaba el duelo de la traumática muerte de su padre en la película anterior, sino un hombre de casi 30 años. Una vez terminado el parto, Israel sale del quirófano, donde lo esperan dos oficiales de policía que lo esposan y se lo llevan de regreso a la cárcel, donde purga una condena que lo tendrá tras las rejas algunos años.
Quizá el corte más hermoso de toda la cinta ocurre cuando Lacuesta repite otra escena de «La leyenda del tiempo», una conversación entre Isra y Cheíto en la que el primero habla al otro lado de un visillo. El filme corta en un instante en el que el visillo cubre la figura de Isra y, tras unos momentos de plano vacío, quien lo descorre es el Isra adulto. Hasta que el personaje no reaparece uno no es consciente del cambio de plano, y este pequeño retraso del corte perceptivo respecto al de montaje cuaja un pequeño milagro.
El luto que subyacía en «La leyenda del tiempo» se desvela, doce años después, en la rabia contenida que define al Isra de «Entre dos aguas». En los dos Isras hay un niño que no ha dejado de ser tal, y que así se manifiesta en escenas tan encantadoras como el reencuentro entre los dos hermanos después de que Isra haya cumplido condena, en la que se limitan a compartir un baño y ahogadillas en la ría. El volver a los mismos escenarios gaditanos doce años después parece servirle a Lacuesta, en fin, no solo para retomar a sus personajes, sino para volver sobre sus propias imágenes filmadas, para descubrir en el pasado capturado unas señales del presente que solo ahora son interpretables.
«Entre dos aguas» consigue con total naturalidad aquello en lo que muchos directores supuestamente comprometidos suelen fallar: acercarse con honestidad a los paisajes marginales del nuevo capitalismo. Filmar la realidad de dos personajes que habitan entre la chatarra de un sistema económico para el que no cuentan.
Por lo demás, «Entre dos aguas» se siente de algún modo una obra más depurada que su «precuela». A la vez, la parte ficticia parece tener esta vez más peso que la documental (aunque parece claro que seguimos estando ante dos personajes que se interpretan a sí mismos). Lacuesta se abona a la cámara en mano sin aspavientos pero no renuncia a punteos de paisajismo que sacan enorme partido del paisaje marítimo andaluz (en la secuencia del baño, la cámara pasa de bañarse junto a los dos hermanos a filmarlos desde un barco en la orilla).
Ante el panorama de estancamiento laboral, Isra y Cheíto pueden hacer poco más que seguir las migajas de grandes entramados del poder: el primero a las órdenes de los grandes traficantes del Estrecho, el segundo en las cocinas del Ejército, y ambos expuestos al riesgo de romper sus hogares por garantizar los ingresos. Pero Lacuesta, sin forzar el discurso ni la egolatría del posicionamiento autoral, se limita a acercarse a ellos. A constatar su existencia, a afirmar sus afectos y sus deseos y dejar que éstos queden por encima de toda etiqueta. «Entre dos aguas» va mucho más allá que el tan manido «cine necesario» para erigirse como, simplemente, cine verdadero. En todos los sentidos posibles.