Galde 48. Udaberria 2025 Primavera. Manuel Overa.-
En Siria se abre una nueva etapa. El rápido golpe de efecto logrado por la Hayarat Tahrir al-Sham (HTS) en apenas 10 días después de una tregua de más de seis años ha resultado en un trastocamiento en lo más profundo de la correlación de fuerzas en Oriente Medio. En una región atravesada por la inestabilidad, el último cuarto de siglo ha consignado a Oriente Medio con el dudoso pero desde luego dantesco honor de presenciar y padecer las principales consecuencias de la creciente competición en marcha entre potencias de primer y segundo orden. Allí, la cuestión palestina y siria se han presentado como los vectores de expresión inmediatos de las dinámicas regionales.
Pues bien, las tendencias concentradas en esas tierras regadas con sangre cabe dividirlas en dos principales. De una parte, la relación entre países dependientes y países neocoloniales, si así se quiere. Mientras la Pax Americana perduraba y la hegemonía norteamericana permanecía indiscutible, los acontecimientos regionales estaban marcados por un relativo acuerdo entre potencias rapaces para el reparto de los mercados y sus recursos. Dentro de un cierto respeto a los patios traseros de cada potencia y con la decisión última recayendo sobre Estados Unidos, la prioridad era dar salida al capital inmovilizado producido en los centros productivos de estas potencias.
La crisis de 2007 alteró esta forma de concertación internacional, reflejando un agotamiento del modelo productivo adoptado tras el Consenso de Washington a la hora de hacer frente a las contradicciones en las que el propio capital se enmaraña. Esto, de forma inmediata, desembocó en un periodo de crisis política que acabó por afectar a los mecanismos a través de los cuales Estados Unidos había ensamblado su liderazgo internacional. Con esta erosión y, en paralelo, desplazamiento del centro de extracción de plusvalía hacia el Pacífico, comenzaron a emerger viejas y nuevas potencias cuyos intereses y necesidades se vieron limitados, cuando no en directa oposición con la estructura internacional vigente.
Así, la segunda tendencia –dominante a día de hoy– obedece a esa creciente confrontación, más o menos abierta, entre potencias y que reposa sobre la caducidad de la ordenación política internacional. No obstante, esta alteración en nada afecta al escenario en el que los hechos ocurren. Las guerras de rapiña y la barbarie con la que día sí y día también este mundo nos deleita siguen produciéndose esencial, aunque no exclusivamente, en Oriente Medio. Pero es aquí donde Siria emerge como punto de inflexión.
Las protestas árabes de 2010 iniciadas en Túnez y que velozmente se expanden al grueso de países arabo-islámicos fueron reflejo del agotamiento de la estructura económica internacional, resultando en una pauperización de las clases medias, así como en una reducción de sus derechos políticos y su participación en el Estado. Aprovechadas por las potencias presentes en la zona, hasta Libia (2011) existió cierta concertación entre Rusia y la OTAN para el reparto del Norte de África.
Sin embargo, en Siria el escenario difería dada la estrecha vinculación entre los intereses sirios y rusos. La estrategia rusa de expansión y apertura hacia África pasaba inevitablemente por Siria. El acceso al Mediterráneo que este país ofrece a Moscú es imprescindible. Mientras que en Libia un cambio político podía beneficiar a Rusia en su penetración en África, en Siria cualquier opción que no pasase por el mantenimiento de al-Assad sólo dañaba los intereses rusos en la región.
Simultáneamente, la Siria de Bashar al-Assad era fundamental para la cohesión e integridad del Eje de la Resistencia capitaneado por Irán. La aquiescencia con la que Damasco permitía que su territorio fuese usado como vía de tránsito para el suministro de recursos a otros actores alineados con el bloque chií era fundamental para Teherán. Bajo una política de presión por varios frentes sobre Israel, Irán buscaba asegurar un espacio geopolítico propio fundamental para mantener su estatus como potencia regional.
De forma adversa, desde Washington, la Guerra Civil en Siria no sólo era una oportunidad más para encontrar nuevos mercados con los cuales aliviar la presión económica interna resultante de una tasa de ganancia decreciente. Siria era un resorte geopolítico en toda regla. Enmarcado en la estrategia de Pivot to Asia, la pacificación de Siria era la oportunidad perfecta tanto para tratar de culminar el encierro geopolítico de Rusia que en Europa la expansión de la OTAN había comenzado en 1999, como para doblegar definitivamente a Irán. En el país persa, la combinación entre el avance sobre las negociaciones nucleares y las sanciones internacionales parecían estar al borde de forzar un acuerdo.
Sin embargo, en 2014, Rusia interviene activamente en Siria. Junto a la creciente presencia del Eje de la Resistencia y a pesar de la incapacidad manifiesta político-militar del Ejército Árabe Sirio, Moscú y Teherán logran mantener a al-Assad en el poder. Se erigen, junto a Turquía, como los tres principales actores en el conflicto, desplazando a Washington y forzando un estado de cosas relativamente estable y favorable. Este precario equilibrio es lo que se quiebra con la caída de al-Assad. La conquista del poder político por parte de la HTS sitúa las ambiciones geopolíticas de Rusia en una encrucijada y amenaza gravemente la posición de Irán, ya de por sí debilitada después de cerca de un año y medio de la Operación Inundación al-Aqsa.
En cuanto a la situación de Moscú, su presencia en el puerto de Latakia –punto de operaciones naval en la costa siria que permite a Rusia proyectarse sobre África– está siendo el centro de las negociaciones con el nuevo gobierno sirio. Aprovechando la competición franco-rusa que en los últimos años se ha agudizado en el continente africano, Damasco no busca directamente expulsar a Rusia de Siria. Lejos de todo eso, pretende obtener unas mejores prebendas dada la ubicación privilegiada que posee para con los intereses geopolíticos rusos, amenazando en caso contrario con permitir una presencia francesa en Siria que sería desastrosa para la estrategia rusa en África.
Es realmente Irán quien se halla en un peor escenario. Mientras que con Rusia ha mostrado una actitud más favorable, la HTS responsabiliza a Irán de mantener a al-Assad en el poder y de la situación actual de Siria. Tan rápido como Damasco cayó, se sucedieron operaciones por todo el territorio sirio bajo control de la HTS para desarticular las líneas de suministro iraníes.
Asimismo, las milicias chiíes desplegadas en apoyo a al-Assad se retiraron hacia Iraq. Estos acontecimientos, junto al desarrollo de la guerra del Sucot en Palestina, dejan tras de sí una perspectiva muy poco halagüeña para Teherán. Además de perder su principal vía de conexión terrestre con sus aliados regionales, Hezbolá ha quedado profundamente debilitado mientras Hamás intenta reagruparse y prepararse en caso de que la vía rápida para el exterminio palestino vuelva a imponerse como política central en Israel.
Desde otro flanco, horas antes al inicio de la ofensiva de la HTS sobre las fuerzas gubernamentales sirias, Israel y Hezbolá anunciaban un acuerdo de alto el fuego temporal. Ambos sucesos en modo alguno son casuales. Y no tanto porque existiese un hipotético acuerdo tácito entre ambos actores, como porque la HTS supo aprovechar la debilidad que atraviesa el espacio iraní para dar el golpe de gracia a al-Assad.
Así, mientras las fuerzas combinadas del Ejército Nacional Sirio y la HTS avanzaban rápidamente, Israel aprovechó para ampliar el territorio ya ocupado desde 1967 y desplegar la mayor campaña aérea de su historia, mermando cuando no directamente inutilizando las capacidades militares sirias. Independientemente de quien tomase el Estado, Tel Aviv se aseguró que la nueva Siria dejase de suponer problema alguno para futuras acciones militares israelíes tanto dentro del país como contra Irán.
Finalmente, y quien ha sido el mayor beneficiado regional de la caída de Bashar al-Assad es Turquía. Desde 2014 el país otomano comprendió que cualquier apuesta por establecerse como potencia regional exigía un control férreo sobre sus fronteras inmediatas. Siria, tanto por su inestabilidad como por esa ya mencionada situación geopolítica privilegiada que goza a la par que sufre, fue el principal objetivo de Ankara. Fuere a través de la intervención militar directa o apoyo y financiación a grupos armados opositores a Damasco mediante, Turquía logró consolidar una posición de peso en cualquier resolución del conflicto civil sirio.
No obstante, el gran premio acontece con la victoria de la HTS. Sin ser el actor sirio más cercano a Ankara, la creciente vinculación económica entre la economía turca y el territorio de Idlib controlado por la anterior debido a la adopción de la lira turca como moneda oficial desembocó en una creciente influencia turca sobre la HTS.A diferencia de hasta noviembre de 2024, Turquía ya no es una entre otras potencias que compiten por la influencia en el futuro de Siria. Es el Estado más influyente y con mayor capacidad de actuación sobre la nueva estructura estatal que la HTS debe reorganizar a partir del legado baazista.
Así las cosas, la nueva situación geopolítica que la caída del al-Assad deja tras de sí es propia de la agudización de la descomposición del orden existente y expresado en un creciente enfrentamiento entre potencias imperialistas que a cada paso que dan hacen de la confrontación militar abierta el único destino posible que a la humanidad le espera. Poco importa si momentáneamente es uno u otro país el beneficiado de esta situación. Estos éxitos son efímeros y se enmarcan en un contexto de reposicionamiento entre Estados para acumular mayores fuerzas con vistas a futuras escaladas.