Galde 41, Uda 2023 Verano. Gaizka Fernández Soldevilla.-
El 3 de mayo de 2018 ETA anunció su autodisolución. «Está claro que a medida que el conflicto armado ha evolucionado, la eficacia de la lucha armada ha cambiado y se ha desgastado», reconocía la banda en las páginas de su último Zutabe: «todavía nuestros objetivos no se han cumplido». En efecto, no solo no había conseguido sus fines fundacionales, sino que había sido derrotada por el Estado de Derecho.
En 1952 unos estudiantes universitarios crearon el colectivo Ekin, embrión de lo que en 1958/1959 se denominaría ETA. Su meta era la independencia de Euskadi, que debía conformar un estado monolingüe en euskera que se ampliaría con la anexión de los territorios limítrofes: Navarra y el País Vasco francés. El grupo era (y nunca dejó de serlo) ultranacionalista. Como demostró la continuidad de sus atentados durante la etapa democrática, su antifranquismo fue circunstancial. A ETA no le importaba la forma de gobierno del resto de España, a la que consideraba una nación colonizadora y enemiga. Por eso advirtió que, llegado el caso, lucharía contra la Tercera República.
Ahora bien, aunque los abertzales siempre rechazaron tender puentes con las fuerzas de izquierdas, a mediados de los sesenta las publicaciones de ETA adoptaron un discurso socializante. Para muchos, solo era una cuestión táctica, cosmética, pero algunos etarras se lo tomaron en serio. Al no poder cambiar el rumbo de la organización, crearon otras nuevas de carácter obrerista: ETA berri y ETA VI.
Para el nacionalismo vasco radical el fin patriótico justificaba los medios violentos. Su primer atentado fue una bomba contra el diario Alerta (Santander) el 25 de octubre de 1959. En la IV Asamblea (1965) ETA adoptó la estrategia de acción-reacción-acción: sus actos de violencia debían provocar una represión desproporcionada por parte de la dictadura que afectase a toda la población vasca, que así se adheriría a la «guerra revolucionaria». Se puso en marcha en 1967. En junio del año siguiente, en un control rutinario, Txabi Echebarrieta e Iñaki Sarasketa asesinaron al guardia civil de Tráfico José Antonio Pardines.
Las siguientes víctimas mortales de ETA fueron Melitón Manzanas, inspector jefe de la Brigada de Investigación Social de San Sebastián que arrastraba una merecida fama de torturador, el taxista Fermín Monasterio y el policía municipal Eloy García Cambra. Tal y como había previsto ETA, tales asesinatos provocaron una represión brutal y a menudo indiscriminada. Se multiplicó el número de personas detenidas en Euskadi, la mayoría de las cuales no tenían nada que ver con el terrorismo. Además, las FCS cometieron excesos, malos tratos y torturas, lo que les granjeó la animadversión de un creciente número de ciudadanos que se aproximaron a los postulados de la banda y justificaron su violencia. Ese fue el germen de la autodenominada «izquierda abertzale».
El engranaje se prolongaría durante años, con hitos como el magnicidio del presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco (diciembre de 1973) o el atentado indiscriminado de la cafetería Rolando (septiembre de 1974), que dejó 13 fallecidos. Ahora bien, España no era Cuba ni Argelia: solo funcionó la primera fase de la espiral de acción-reacción-acción. Jamás estallaría una «guerra revolucionaria». ETA tuvo que conformarse con el sucedáneo del terrorismo.
Y se aferró a él durante décadas. Su carrera sangrienta no se detuvo tras el fallecimiento de Franco, ni tras las elecciones democráticas de junio de 1977, ni tras la Ley de Amnistía de octubre de aquel mismo año que vació las cárceles de presos de ETA, ni tras el referéndum del Estatuto de Gernika en octubre de 1979, ni tras la formación del Gobierno Vasco en marzo de 1980, ni tras la institucionalización de la Euskadi autónoma. Por el contrario, el ciclo de violencia se aceleró durante la Transición: entre 1976 y 1982 el nacionalismo vasco radical causó 340 víctimas mortales.
En aquellos años ETA contaba con una férrea moral de victoria, dirigentes experimentados, el ingreso constante de nuevos reclutas, fuentes de ingresos (atracos, secuestros y extorsión), armamento, un entorno social fiel y muy militante, brazos políticos-electorales, medios de comunicación afines como el diario Egin y el semanario Punto y Hora, un sindicato… Otro elemento que incentivó la escalada terrorista fue la rivalidad entre los Comandos Autónomos Anticapitalistas (CAA), ETA político-militar (ETApm) y ETA militar (ETAm).
La más letal de las tres ramas de ETA fue la militar. Era una banda cohesionada, eficiente y bien estructurada, con medios humanos, dinero y voluntad para ejercer la violencia. Asimismo, contaba con una estrategia clara: la «guerra de desgaste». Sus continuos atentados, con guardias civiles, policías y militares como blanco preferente, pretendían presionar al Gobierno de UCD para que, ante el peligro de un golpe de Estado, se viese obligado a cumplir sus demandas independentistas. Aquella campaña de ETAm fue uno de los pretextos que esgrimieron los golpistas del 23-F.
ETApm también dejó un largo reguero de sangre: fue responsable de 24 víctimas mortales, a las que hay que sumar dos de los escindidos Komando Bereziak en 1977 y otras dos de ETApm VIII Asamblea en 1983. No obstante, su vinculación a Euskadiko Ezkerra y el pacto que alcanzaron Mario Onaindia y el ministro del Interior Juan José Rosón permitieron que un sector de esta organización dejase las armas en 1982 a cambio de la amnistía encubierta de sus integrantes. Se hizo la misma oferta a los CAA y a ETAm, pero la rechazaron.
Los CAA estaban compuestos por células que funcionaban de manera más o menos independiente. Desde sus primeras acciones en abril de 1978 sumaron 104 atentados, 32 asesinatos y 22 heridos. En 1984 los CAA se dividieron. Una parte acabó con la vida del senador socialista Enrique Casas en febrero de 1984. El otro grupúsculo, Gatazka, puso una bomba en una patrullera de la Armada en mayo de 1984 causando una víctima mortal.
A ETA nunca le faltaron imitadores tanto fuera (el Exército Guerrilheiro do Povo Galego Ceive, EPOCA, Terra Lliure…) como dentro de Euskadi.
En el campo del nacionalismo vasco radical cabe mencionar a los Comandos Independientes Especiales de Apoyo a ETAm (KIBA ETAM), a Euskadiko Iraultzaile Ekintza (EIE) y al colectivo Mendeku (Venganza), que fue el único que causó víctimas mortales. En mayo de 1987 sus integrantes atacaron.
La extrema izquierda tampoco fue inmune a la tentación de la violencia. En 1981 el entorno del Euskadiko Mugimendu Komunista (EMK) impulsó su propia organización armada: Iraultza. No pretendía competir con ETA, sino complementarla. Iraultza, siete de cuyos integrantes fallecieron al explotarles las bombas que manipulaban, cometió alrededor de doscientos atentados contra entidades bancarias, locales de la Administración, sedes de la patronal, intereses franceses o norteamericanos, comercios y más de medio centenar de empresas que atravesaban conflictos laborales. Pese a que solo pretendían causar daños materiales, sus acciones dejaron varios heridos y una víctima mortal: el joven obrero José Miguel Moros Peña en junio de 1986.
Mientras surgían y desaparecían sus fugaces imitadores, ETA (en realidad, ETAm) siguió asesinando. A mediados de los ochenta la banda empezó a usar coches bomba para perpetrar atentados indiscriminados en el resto de España. Por ejemplo, la masacre de Hipercor (Barcelona) en junio de 1987, que causó 21 víctimas mortales y 46 heridos. En la década siguiente ETA y su apéndice juvenil adoptaron la estrategia de «socialización del sufrimiento», lo que puso en la diana a políticos, intelectuales, periodistas, profesores y otros profesionales de ideas no nacionalistas, así como a sus familias. La última víctima mortal de la organización data de marzo de 2010: el brigadier de la Police Nationale Jean-Serge Nérin.
ETA dejó de matar porque le obligaron. Fue derrotada por las movilizaciones pacifistas y cívicas de un creciente sector de la ciudadanía, por el compromiso de los resistentes y, sobre todo, por la actuación del Estado de Derecho. El CNI, la Policía Nacional, la Guardia Civil y la Audiencia Nacional dejaron sin opciones a los terroristas. Desde 2000 hasta 2011 fueron arrestados 1.415 presuntos miembros o colaboradores de ETA. Además, entre 1999 y 2011 las FCS le incautaron 1.545 armas de fuego, 811 granadas y 23.881 kilogramos de explosivo. Ese fue el auténtico desarme. La debilidad de la banda se combinó con la Ley de Partidos (2002), que dejó fuera de las instituciones a su hasta entonces servil brazo político-electoral.
Solo en aquel momento crítico la «izquierda abertzale» empezó a ver a ETA como un obstáculo y a cuestionar su continuidad. Los terroristas intentaron paralizar el debate acerca de su futuro con un atentado en las madrileñas torres KIO el 14 de enero de 2010, pero fue frustrado por una patrulla de la Guardia Civil. Después de ese fiasco, su rendición era cuestión de tiempo. La pesadilla terminó en mayo de 2018.
El balance de la violencia de ETA arroja un saldo de 3.800 atentados, 853 víctimas mortales, 2.632 heridos, 86 secuestrados y un número desconocido de amenazados, exiliados y damnificados económicamente. Además, nos ha dejado un legado envenenado: más de 300 casos de asesinato todavía sin resolver, etarras todavía huidos de la justicia, los actos de exaltación del terrorismo, la manipulación de la historia, el olvido selectivo, el sectarismo, la intolerancia, el miedo a hablar de política, la presión contra los miembros de las FCS y sus familias, los transterrados y el dolor de las víctimas.
El discurso del odio del ultranacionalismo sigue presente en el País Vasco y Navarra. Se trató del caldo de cultivo del que surgió el terror y podría volver a funcionar como tal. Por suerte, al contrario que en las décadas precedentes, ahora contamos con herramientas para prevenir la radicalización violenta, como la labor que realizan el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, la Fundación de Víctimas del Terrorismo, las instituciones públicas, la comunidad educativa y las asociaciones y fundaciones de víctimas.