Galde 48. Udaberria 2025 Primavera. Ion Ansa.-
El que fuera el diputado más joven de la Tercera República Francesa, socialista y amigo del pueblo vasco, Jean Jaurés, pagó con su vida su compromiso por una paz justa. Idea de paz que iba más allá de la ausencia de la guerra, de una “paz armada”. Distinción útil esta entre la paz armada y la paz justa, en un tiempo en el que lo segundo parece haber desaparecido completamente del horizonte de lo posible.
En aquella guerra entre potencias coloniales que el bueno de Jaurés combatió sin éxito, durante las masacres de Verdún y las carnicerías de las trincheras del frente occidental, en los hogares alemanes aún retumbaban las matanzas que el pueblo alemán sufrió tres siglos antes en Magdeburgo (1631) y en tantos pueblos y campos en aquella Alemania devastada por una guerra que duró treinta años y dejó millones de cadáveres (Un tercio de su población) tirados en caminos y aldeas.
En 1648, diplomáticos y delegaciones de todas las grandes y pequeñas potencias de Europa, plenipotenciarios de príncipes poderosos y de otros que no lo eran tanto, negociaban en Osnabruck y Münster, a la par que los suecos asediaban Praga, defendida por los soldados imperiales. Los primeros llevaban meses recogiendo noticias del frente con la esperanza de mejorar su posición negociadora, y, en la línea del frente trataban de avanzar lo máximo posible con la esperanza de que la paz se firmara un poco más tarde y poder tomar, así, más plazas.
Porque la paz armada también es, casi siempre, una paz negociada. Y la paz de Westfalia fue, como todos los tratados de paz y todas las guerras interestatales, una cuestión política. El tratado más importante, el de más calado, y el que mayores consecuencias tuvo para Europa puede que jamás. No supuso una paz duradera, ni trajo garantías de no repetición, y, por supuesto, no fue una paz justa. Hubo vencedores y vencidos. Pero estableció unas nuevas reglas de juego. Reglas bajo las cuales, de una u otra manera, seguimos actuando hoy en día, las de la soberanía inviolable de los Estados como actores decisivos de las relaciones internacionales.
Bajo esta premisa westfaliana se construyó un Nuevo Orden Mundial en Yalta unas pocas décadas después del asesinato de Jaurés, aunque, para entonces, la semilla de una gobernanza mundial que transcendiera los estrechos intereses de los Estados (Estados-Nación ya perfectamente establecidos como tales) había sido sembrada. El presidente Wilson, frustrado estadista y feliz politólogo, no andaba tan desencaminado, después de todo, en sus proyectos tachados de idealistas por sus detractores. Lo que había ocurrido entre 1939 y 1945 fue tan terrorífico que la prioridad de aquella generación de políticos europeos era, ante todo, preservar el bien común de la paz. La partición de Alemania a finales de esa década fue, sin embargo, una dura prueba de que los intereses que mandaban eran, en realidad, los de las potencias vencedoras.
Para entonces, los Estados Unidos habían resuelto sus debates internos entre aislacionistas convencidos y expansionistas, a favor de estos últimos, que se lanzaron ahora sin ningún límite a ejercer de gendarmes planetarios. Eliminado el antagonista soviético, la cuestión fundamental parecía resuelta, la victoria económica, política, cultural e ideológica había sido total. En esas condiciones, la gobernanza a través de organizaciones globales no era, en realidad, más que una formalidad.
Quienes diseñaron una globalización al servicio de la acumulación de capitales de sus élites en detrimento de otras, posiblemente obviaron que las victorias en política internacional, hasta donde sabemos, solo pueden ser relativas y temporales. Ya la Administración Obama empezó a ser consciente de los límites de entender el mundo y sus relaciones de poder en los términos en los que los hacía su predecesor George W. Bush, en su cruzada cuasi-religiosa entre el bien y el mal. Desde entonces, los gobiernos estadounidenses tratan de reposicionarse en una emergente realidad de concurrencia acelerada.
Los BRICS no son un bloque equiparable al de la OTAN. Ni siquiera son un bloque. En su seno habitan intereses contrapuestos, ideologías a priori incompatibles y ni siquiera pueden soñar con el nivel de convergencia que han logrado las democracias liberales occidentales. Los BRICS sí son un síntoma, por un lado, de la pérdida del poder relativo occidental en el mundo y, por otro, un desafío frontal a las normas que han regido el dominio norteamericano global, especialmente, en su retaguardia comercial, diplomática e, hipotéticamente, monetaria.
Pero, como en Westfalia, quienes se sientan a la mesa negociadora para decidir las reglas del juego, primero tienen que ganarse en el campo de batalla el derecho a estar en esa mesa. La Federación Rusa se ha sentido lo suficientemente amenazada, pero, sobre todo, lo suficientemente capaz, para asumir el desafío de una confrontación con un proxy de la OTAN. Los intereses rusos son democráticamente ilegítimos y la paz no será justa, sino armada porque, no hace falta recordarlo, aquí manda la fuerza. La de la fuerza no es una ley nueva, pero esta vez no ha habido ningún Jaurés dispuesto a sacrificar su vida por un camino alternativo.
Al margen de las consecuencias que la guerra ha traído para Rusia (Hundimiento del rublo, pérdida de activos, semieconomía de guerra, inflación…), y superando la llamativa derrota de su “plan A” de cambio de régimen en Ucrania en invierno del 2022, en el nuevo escenario la victoria de Putin es triple: obtiene por la fuerza y de facto conectar la península de Crimea vía terrestre con territorio ruso, salvándola de su precaria posición geográfica; obtiene (obtendrá) la eliminación de lo que ellos consideran la amenaza existencial ucraniana. Pero, sobre todo y ante todo, negocian su futuro (y el nuestro) tête à tête con sus (de nuevo) “socios” estadounidenses. Esto último es, sin duda, la mayor victoria del Kremlin, su regreso a la arena internacional como agente relevante. Nada que ver con la poderosa URSS que repartía juego en la conferencia de Helsinki en aquel remoto 1975, pero digno logro considerando la situación de un Estado al borde del precipicio que recogió el actual dirigente ruso en nochevieja de 1999. Su papel será secundario ante los gigantes China y USA y no podrá determinar el desenlace de los acontecimientos mundiales venideros, pero salvaguarda lo más preciado para todos los gobernantes rusos desde los zares hasta los primeros bolcheviques: su soberanía Westfaliana.
Lo hace de la mano de Trump, soldado del excepcionalismo norteamericano, que llega al poder político por unas causas que acertamos a definir (fracaso de las promesas neoliberales, desigualdades económicas, rupturas de pactos democráticos, decadencia cultural, nihilismo cronificado, fin del Dream americano…), pero cuyas consecuencias nos son tan imprevisibles que nos desconciertan y nos condenan a la zozobra intelectual. La luz jauresiana se apaga ante un horizonte que nos es imposible siquiera imaginar como pacífico. El proyecto Trumpista mundial ha cosechado ya esta inapelable victoria: el futuro que imaginamos es peor que el presente que vivimos. Una enmienda a la totalidad a las premisas que han inspirado a todos los hijos y nietos de la Ilustración que, ante resistencias reaccionarias, se han dejado guiar durante dos siglos por la esperanza política de un futuro siempre mejor y de una teleología que desaparece brutalmente de nuestro repertorio cognitivo.
De la misma forma que desconocemos lo contemporáneo hasta que deja de serlo, desconocemos lo que en realidad está ocurriendo ahora mismo. La aceleración de los acontecimientos sugiere un nuevo reparto del poder mundial, con tendencias a las suma cero en la concurrencia planetaria, y abandono de los proyectos Wilsonistas como gobernanzas supranacionales y soberanías compartidas como vías hacia la prosperidad global.
El fin de la guerra de Ucrania (con el cobro con intereses por las inversiones realizadas incluido) es coherente con el Pivotto Asia de Obama: La región del Asía Pacífico (O el concepto lleno de intencionalidad introducido por los japoneses del “Indo pacífico”) es ahora su prioridad. En este contexto, cuando Trump dice querer desentenderse de Europa lo que en realidad quiere decir es que quiere vasallizarla (más). No sabemos el número de aranceles que al final nos impondrá, ni las exigencias en materia de seguridad que nos aplicará, ni el lenguaje con el que nos despreciará. Pero sabemos el lugar periférico que en la idea de su orden mundial nos reserva.
La reacción soberanista de las potencias que cuentan con poder soberano factual en el mundo (un puñado de ellos, en realidad), nos obliga a repensar, otra vez, la escala de la soberanía europea. De Gaulle, soberanista conservador donde los hubiera, tenía razón en sus sospechas hacia el “amigo” norteamericano, y, quizá, en su Europa que llegaba hasta Vladivostok. Pero en el mundo actual y del mañana no está claro si la escala de los Estado-Nación Europeos pueda hacer ni siquiera cosquillas a los colosos westfalianos. Hoy y mañana, la escala soberana a considerar será la europea o no será. Y no estamos preparados. El punto en el que nos situamos se parece más a un momento preJaurésiano, a un punto intermedio entre Westfalia y Wilson. Trump y Putin parecen haberlo entendido perfectamente. Nosotros, hace un tiempo que dejamos de entender casi nada.
Ion Ansa
Analista político