El procés: de la ilusión a la depresión

 

Galde 46, Udazkena 2024 Otoño. Antoni Puigverd.-

¿Cómo puede explicarse que un movimiento tan robusto y animoso como el independentismo catalán, capaz de agrupar a sus bases en manifestaciones de más de un millón de personas (récord europeo de movimientos de masa), se deshaga como hielo al sol al cabo de unos quince años, dividido, extenuado y deprimido?

¿Qué raro cambio de onda explica el paso de la ilusión ingenua a la dispersión deprimida? He usado el adjetivo ingenuo con intención no valorativa, sino etimológica: En latín, el adjetivo ingenuus significaba ‘natural’, ‘puro’, ‘no alterado’. El poeta Lucrecio usaba la expresión ingenuus fontes para referirse a ‘manantiales límpidos’ y, pocos años más tarde, Tito Livio escribía: Nihil ultra quam ingenui (Nada más que hijos legítimos). Ingenuus provenía de gignere ‘engendrar’, ‘generar’ con el prefijo -in, para significar ‘nacido dentro’. Catalanes nacidos en el país se embarcaron en una batalla con el estado español, para la que carecían de fuerza suficiente y sin apoyos internacionales (mejor dicho: en un contexto geopolítico claramente adverso: todos los estados europeos, y no solamente los unitaristas Francia y España, temen abrir el melón territorial interno). Además de los costos económicos y políticos, además de la frustración y el desconcierto cosechados, esta batalla contra el estado español (que la prensa dio en denominar “procés”) dejó el país catalán hecho unos zorros: desarticulado, dividido y partido en dos (o más) porciones.

Para la lengua catalana, núcleo esencial del catalanismo histórico, el procés ha sido una ruina. Estos 15 años han coincidido con una gran intensificación de la llegada a Catalunya (a toda la Europa mediterránea) de extranjeros, procedentes del Magreb, el África subsahariana y Sudamérica, principalmente, y, en menor grado, de los países del Este. Las cifras son inciertas. La población de Catalunya ha pasado de los 6 millones de habitantes en tiempos de Pujol a los 8 censados actuales. ¡2 millones en 20 años! A los que hay que añadir el desborde de la población turística, visible, no solo en Barcelona, sino en ciudades como Girona, sin olvidar toda la línea costera. Catalunya ha cambiado radicalmente su composición social y lingüística, pero no se ha apercibido de ello hasta que ha despertado del largo y profundo sueño del procés.

Del sueño de un país nuevo, reluciente, liberado y muy ensismismado, a un despertar de una Catalunya empobrecida, superpoblada (al menos en la franja costera), abigarrada, complejísima. Una comarca bastará como ejemplo. Si una parte de Catalunya tiene rango de sinécdoque (es decir: de parte que explica el todo catalán) es el Empordà (Ampurdán). Conectada con Francia, con una burguesía afrancesada, con tradición federalista desde el siglo XIX, con poetas y narradores que han glosado su paisaje toscano, como Joan Maragall (abuelo del alcalde de las olimpíadas) y Josep Pla, seguramente el escritor catalán más leído en España. Estos y otros autores idealizaron la comarca y su costa mediterránea, la famosa Costa Brava, subrayando su origen griego: Emporion (Empúries), una colonia de griegos foceos.

Los románticos situaban simbólicamente el nacimiento de Catalunya en la reconquista pirenaica y en el imperio mediterráneo de los condes-reyes de Aragón (conquista de Valencia y Mallorca, expansión a Cerdeña, Sicilia, Nápoles y parte de Grecia). En cambio los novecentistas (primer nacionalismo catalán: los intelectuales que rodean a Prat de la Riba) situaron el nacimiento de Catalunya en el momento del desembarco griego en Empúries. Sobre el influjo griego clásico habría nacido la Catalunya dulcemente mediterránea, clasicista, ordenada, culta, cosmopolita, industriosa, limpia, comerciante. Sobre este mito (anterior a la guerra civil) se fundamenta el nacionalismo catalán moderno, en oposición a una España incapaz de mantener las colonias de ultramar, cerrada, inculta, burocrática, opresiva, sin desarrollo industrial y con poder extractor y militarizante.

No de manera literal, por supuesto, pero sobre el humus de este mito creció la ideología del procés. Dando por supuesto que el poder en España es irreformable, opresivo, incapaz de dialogar, impositivo, extractivo y asfixiante, Catalunya debía liberarse para poder sobrevivir: “segar las cadenas” (como cantan Los segadors, himno de raíz romántica). Independendizarse. Volar para conseguir que el de la catalanidad cristalizara en todo su esplendor. El poder seductor de esta melodía de fondo fue enorme. Todos los catalanes ingenuos (en el sentido citado) fueron atrapados en este panal de rica miel. Al despertarse, no entienden nada. Figueres, capital histórica del mítico Empordà (una ciudad que en el XIX superaba a la capital Girona en todos los sentidos menos en el burocrático), despertaba del sueño completamente cambiada. Si en los noventa los catalanoparlantes estaban en torno del 65% de sus habitantes, ahora un estudio los sitúa en el 35%. Solo un tercio tienen el catalán como lengua familiar.

La sociedad catalana había tejido una gran transversalidad entre las dos comunidades culturales, gracias a la izquierda antifranquista: PSC y PSUC, luego Iniciativa per Catalunya y, ahora, Comuns). Pujol se benefició de dicha tranversalidad (que permitió aprobar con gran consenso las leyes de normalización y la escuela con el catalán como lengua vehicular). En teoría, Pujol era partidario de la idea de “un sol poble” y del famoso eslogan “Es catalán quien vive y trabaja en Catalunya”. Pero puso las instituciones al servicio de una sola parte de Catalunya: la ingenua (y asimilados). En espejo de TV3 y Catalunya ràdio, los catalanes nacionalistas se sintieron poseedores de todas las virtudes del mito novecentista. Cuando el procés surgió, se dejaron llevar en volandas por los medios catalanes, que eliminaron los grises de la descripción del país, y buscaron, antes que nadie en España, la polarización: en las tertulias dejaron de aparecer los partidarios del catalanismo inclusivo y aparecieron los españolistas recalcitrantes (personajes como Girauta o Ortega Smith empezaron su carrera en TV3). Se trataba de polarizar los debates entre unos cuantos independentistas y algún ultraespañolista visceral, para destilar la idea de que “lo español” era de un radicalismo espantoso.

Así se progresó mediáticamente el procés: insistiendo en la idealización de la catalanidad y en la caricaturización de la españolidad (la selección de noticias también respondía y, en parte, sigue respondiendo, a este planteamiento; necesario es recordar que la prensa y los medios de Madrid y provincias de matriz castellana, el planteamiento es el mismo, aunque invertido: se idealiza la españolidad y se caricaturiza la catalanidad).

Esta polaridad rompió en dos la sociedad catalana. Sin embargo, el motor principal de la ruptura interna fue la obsesión por el referéndum (divisivo por naturaleza). Los catalanes no ingenuos, es decir, de raíces en diversas regiones de España, fueron obligados a escoger entre papá y mamá. Entre los vínculos sentimentales con España y los vínculos sentimentales con Catalunya. La gran mayoría aceptaba las leyes lingüísticas y la escuela en catalán. Estaban perfectamente integrados en Catalunya (muchos de ellos con diversas generaciones de arraigo), pero no estaban asimilados.

La asimilación, según el modelo francés, ha sido durante siglos la ilusión del nacionalismo español (eliminar por completo las diferencias culturales y de identidad, para dejar tan solo lo que el franquismo denominaba “peculiaridades”: folklore; y lengua, mejor, “dialecto”, tan solo en la intimidad). Pues bien: el nacionalismo catalán (mimético del español) anhelaba lo mismo para los castellanohablantes catalanes: una completa asimilación, que en los años de Generalitat no se había producido. Solo el estado independiente lo conseguiría. El procés invitaba a “votar” en referéndum para concluir la controversia de la independencia, pero, en realidad, invitaba a escoger entre vínculos muy profundos y emotivos. Como una catarsis, el procés liberó sentimientos invernados en el interior de todos los catalanes. Y aquella sociedad acostumbrada a las diferencias, que vivia con bastante naturalidad y concordia la pluralidad interna, se rompió en dos. Eso explica el ascenso fulgurante de Ciudadanos y la contundente polaridad de sus líderes Rivera, Arrimadas y Carrizosa reverso exacto de la pretensión totalizante de los líderes del procés: Mas, Junqueras, Forcadell, Puigdemont y compañía.

Por supuesto, son muchos los factores que intervienen en el desarrollo del procés. No tengo espacio para desarrollarlos. Un factor indispensable fue la frivolidad política: Artur Mas y su partido, heredero de Pujol, dieron el paso al independentismo por razones tácticas, para justificar el error de convocar las elecciones anticipadas en 2012. Mas perdió estúpidamente 11 diputados y en lugar de reconocer el error (seguía con mayoría relativa) dijo: “los partidos independentistas hemos ganado”. A partir de aquel momento el espacio central convergente se ponía en brazos de ERC y de la CUP (que acabó exigiendo la cabeza de Mas en las elecciones posteriores, lo que significó el ascenso de Carles Puigdemont). Este caso es doblemente significativo de la frivolidad de los partidos, que entraron en fase de “colaboración competitiva”, obsesionados en liderar el procés y, a la vez, arrastrados por las masas de Òmnium y la ANC, organizaciones de base que, con la inestimable ayuda de TV3, conseguían organizar las millonarias manifestaciones. En realidad, los partidos no creían posible que el referéndum del 1 d’octubre tuviera lugar, creían que el estado lo impediría y seguían azuzando retóricamente el procés y compitiendo entre ellos para presentarse como los mas valientes y decididos.

La organización del referéndum demostró la gran capacidad organizativa de las bases independentistas, pero enseguida quedó claro que los partidos carecían de hoja de ruta. Como dijo en su momento la consejera Clara Ponsatí (un verso libre del gobierno de Puigdemont, que la cooptó siendo ella profesora en Edimburgo): “íbamos de farol”. Durante el mes de octubre de 2017 las curvas y rodeos para votar la independencia revelaron la desconfianza y los miedos de la política. También revelaron el desprecio con que eran tratados los partidos de oposición. Y, por supuesto, la dureza del estado. Proclamada la independencia, el extrañamiento de Puigdemont y las detenciones del resto de líderes produjo en las bases una gran mutación: orfandad política dio lugar a una fase depresiva y lacrimógena (lazos amarillos) de las bases independentistas. La ilusión, la autoestima, el complejo de superioridad, el sueño de una Catalunya soberana, daban paso a un lloriqueo constante. Catalunya recuperaba el victimismo. Los líderes ante el Supremo no hablan en catalán, reconocen el tribunal y se ponen en manos de los expertos penalistas. En la fase ilusionada citaban a Gandhi, Rosa Parks y Mandela. ¿Estos referentes de la desobediencia civil se habrían comportado así?

El victimismo es la fase declinante del procés; y la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa, permite una ardua y complicada fase de desinflamación. Indultos, primero. Amnistía, finalmente. El movimiento independentista se desfibra, los partidos entran en franca discrepancia, las organizaciones civiles caen en manos de los puristas y los irredentos. Una parte de estos irredentos acusan sin ambages a los partidos por su rendición, reclaman autocrítica. Exigen abstención. La victoria (limitada) de Salvador Illa se debe en parte a dicha abstención, pero también al desmoronamiento del polo contrario.

La visita fugaz y la espectacular huida de Puigdemont el día de la investidura de Illa marca el final del procés. Un final romántico, confuso, tremendista, peliculero. Volvía a ser una jornada histórica. No fue sino un pasatiempo veraniego. De la incursión de Carles Puigdemont, no quedará más que la anécdota, interpretable, que entusiasmó a unos, enervó a otros, preocupó a la mayoría, hundió a los Mossos.

El ciclo de la amnistía, pensada para dejar el contador a cero, no había culminado. La ley está detenida, sí, en el Tribunal Supremo pero está pendiente de pasar por el filtro del Constitucional. Facilitará el regreso de Puigdemont a Catalunya; y permitirá a su partido político, heredero del espacio convergente, abrir el abanico estratégico en todos los sentidos y no como ahora, que Junts está atrapado en un resistencialismo que le aleja de muchas de las demandas de su público potencial. No eran pocos, por lo tanto, los argumentos de la prudencia, tirados de nuevo a la basura.

La triste costumbre de romper la baraja a media partida y la sustitución de la política por el espectáculo generan mucha adrenalina, pero han convertido el independentismo en una corriente exasperada. Quizá los EEUU puedan permitirse el lujo de la excentricidad trumpista. Es un país inmenso, riquísimo, imperial. Pero es un lujo suicida para una Catalunya extremadamente débil.

El azar o la necesidad hicieron coincidir la política como entretenimiento adrenalínico con la investidura de un presidente estoico, sobrio, que soportó el eclipse sin una mala palabra. Salvador Illa estrenó la presidencia conjugando dos verbos principales: unir y servir. Enseguida, el independentismo activó el bombardeo en las redes. Tachan al nuevo presidente de poca cosa. Lo caricaturizan como un gobernador gris y menor. Los adictos a los espectáculos adrenalíticos harían bien en no despreciar los valores de la paciencia, la discreción y la prudencia en un contexto tan saturado de emociones.

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