(Galde 11, verano 2015). Miren Ortubay entrevista a Joaquim Bosch. Magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia. Conversando sobre la Ley de Seguridad Ciudadana.
¿Por qué se le llama «ley mordaza» a una ley que comienza diciendo que la seguridad ciudadana es la garantía del libre ejercicio de los derechos y libertades democráticas?, ¿cómo se explica esa paradoja?
A veces nos encontramos con nombres que tienen poco que ver con lo que representan. En este caso, sus disposiciones guardan escasa relación con la tranquilidad de la ciudadanía. Un examen de su articulado nos muestra que gran parte del mismo está dirigido a sancionar las protestas cívicas, sociales o sindicales. Eso no tiene nada que ver con que la gente esté más segura en la calle, porque a la sociedad no le perturban las protestas pacíficas. No es una ley de seguridad ciudadana, sino una ley de seguridad del gobierno frente a la ciudadanía. Surge en un contexto de intensa conflictividad social, que resulta legítima en una sociedad democrática. Sin embargo, en lugar de intentar convencer a la sociedad con argumentos de que su gestión es la adecuada, el Gobierno ha optado por castigar a quienes expresan su disconformidad.
La denominación «ley mordaza» parece denunciar restricciones en la libertad de expresión. ¿En su opinión es ese el único derecho fundamental afectado?
Se restringen especialmente el derecho de manifestación y la libertad de expresión, al sancionarse toda una serie de actos de protesta, ante las sedes parlamentarias o que alteren el tránsito público o la circulación peatonal. Pero, como ha señalado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, es lógico que el derecho de manifestación genere estas leves perturbaciones. También puede verse afectado el derecho de información, al castigarse el uso de imágenes de agentes en acto de servicio, con una regulación ambigua que puede provocar arbitrariedades basadas en dicha norma, como que se requise indebidamente el material de grabación. Al legalizar las «devoluciones en caliente» se pueden vulnerar los derechos de los inmigrantes que llegan a nuestro país.
Uno de los efectos de la obsesión por la seguridad es el avance hacia un «Estado policial». ¿Supone esta ley un nuevo incremento del poder de la policía? ¿En qué aspectos?
Se trata de una legislación que incrementa los poderes de las fuerzas de seguridad. Es normal que la policía cumpla las atribuciones que le asigna estrictamente el ordenamiento jurídico. Pero estas deben estar reguladas de forma taxativa, sin espacios de ambigüedad que permitan a los agentes ir más allá de lo que razonablemente deberían llevar a cabo. Por ejemplo, en esta ley se castiga la falta de respeto a los agentes en términos tan indeterminados que ya se están acordando sanciones por meras críticas ciudadanas a la actuación policial. Especialmente desproporcionada resulta la sanción en los casos de desobediencia leve a los agentes: cuando estaba castigada como falta, los jueces imponíamos una multa aproximada de entre 100 y 200 euros, en función de la capacidad económica de la persona condenada; con la nueva ley, la administración puede imponer una sanción de hasta 30.000 euros.
Se ha dicho también que, en esa misma línea, se reduce la capacidad de los jueces para controlar la legalidad de las actuaciones administrativas, en especial, de las sanciones. ¿Está de acuerdo?
Lo que se consigue con esta ley es una huida del control judicial a la hora de valorar estas conductas. Determinados hechos vinculados al ejercicio de las libertades estaban sometidos hasta ahora a una valoración de los tribunales, a través de un proceso con todas las garantías, que finalizaba con una resolución dictada por jueces independientes. Ahora la decisión será adoptada por la administración pública, dirigida por el poder político, que es juez y parte en estas situaciones, porque puede tener interés en sancionar determinadas protestas ciudadanas. La diferencia es que los jueces no tienen esos intereses partidistas y se limitan a aplicar el ordenamiento jurídico. El origen de este cambio de marco legal se encuentra en una serie de resoluciones judiciales que no gustaron al Gobierno, como las referentes a la manifestación del 25-S ante el Congreso de los Diputados, los escraches pacíficos o las protestas anti-desahucios.En todos estos casos los tribunales declararon que no concurría ninguna infracción penal, en contra de lo que reclamaba el Gobierno, que no disimuló su malestar por estas decisiones judiciales. Así que han buscado una fórmula muy criticable para reservarse la facultad de sancionar. En última instancia, las personas afectadas podrán recurrir la sanción administrativa en vía judicial. Pero se tendrá que impugnar a través de un procedimiento complejo, con costes de abogado de cierta entidad. En cualquier caso, el efecto disuasorio de una sanción económica siempre irá por delante.
Una de las características de las reformas penales aprobadas en los últimos tiempos consiste en que, a menudo, responden a sucesos concretos que han sacudido a la opinión pública. ¿Considera que también la de seguridad ciudadana es una ley «ad hoc»?
La orientación de las reformas sobre sucesos concretos se inserta en el llamado populismo penal. Ante determinados hechos que conmocionan a la ciudadanía, a menudo el poder político anuncia castigos de mayor dureza para instrumentalizar las emociones más primarias de la sociedad y ganarse su confianza. En la práctica estas reformas no sirven para reducir la delincuencia, como se demuestra por ejemplo en los territorios de Estados Unidos en los que está vigente la pena de muerte. En el caso de la Ley de Seguridad Ciudadana no estamos exactamente ante estas situaciones, pues esta se orienta más bien hacia el castigo de la discrepancia. Por ello, está más relacionada con el denominado derecho penal del enemigo, que castiga a personas que no han realizado conductas que lesionen un bien jurídico concreto, pues se les sanciona por su supuesta peligrosidad. Es lo que sucede con esta ley: no se castigan actos que provocan un perjuicio a la sociedad, sino a personas que son vistas como un riesgo para el poder político. Se instaura así en nuestro país el derecho administrativo del enemigo.
¿Era necesaria esta reforma?, ¿ha habido un aumento de la inseguridad?, y, en su caso, ¿es eficaz la nueva ley para protegernos frente a las eventuales nuevas amenazas a la seguridad?
No existe ningún informe que justifique la necesidad de esta ley. Se ha aprobado por razones de mera oportunidad política. Los datos objetivos nos indican que vivimos en una de las sociedades más seguras del mundo. Estamos a la cola europea en el número de delitos por habitante. Y también somos uno de los países del planeta con menor tasa de muertes violentas. Esto se refleja en los estudios de opinión, que señalan que nuestra sociedad no considera en absoluto que la inseguridad ciudadana sea una de sus preocupaciones, las cuales se centran especialmente en la mala situación económica y en la corrupción política. Si nos centramos en el objetivo real de la reforma, que es el de contar con un instrumento para sancionar determinadas protestas, más del 99% de las manifestaciones celebradas en nuestro país se desarrollan pacíficamente, según los datos oficiales del Ministerio del Interior. Por tanto, no existe un uso incorrecto ni abusivo del derecho de manifestación en nuestro país.
Los promotores de la ley han dicho que pretenden actuar contra las manifestaciones violentas.
Para castigar la exigua minoría de protestas violentas ya existe el Código Penal y eso es competencia exclusivamente judicial. Por ello, lo que se busca con esta ley no es actuar contra las manifestaciones violentas, sino contra las protestas pacíficas que no gustan al Gobierno, especialmente las espontáneas que no han sido comunicadas. Pero hay que recordar que la comunicación es un mero requisito formal para que se garantice mejor el derecho de manifestación. Como nos indican los organismos internacionales, la falta de comunicación no puede impedir el ejercicio espontáneo de un derecho fundamental, siempre que se ejerza pacíficamente. Lo que no es admisible es que los aficionados a un deporte puedan invadir la vía pública para celebrar una victoria, lo cual no es un derecho fundamental, y en cambio se quiera castigar a los ciudadanos cuando ejerzan espontáneamente sus derechos constitucionales. La perspectiva es inadmisible desde el respeto a las libertades: aplaudir espontáneamente a tu equipo sería positivo, pero ejercer tus derechos sería algo negativo y castigable. Lo mismo podríamos señalar sobre la cuantía de las sanciones: si alguien deja su vehículo de manera que impida el tráfico durante un breve periodo de tiempo, se le impone una leve sanción económica; pero, si esa leve perturbación viaria la llevan a cabo ciudadanos para ejercer sus derechos fundamentales, el castigo tendrá una cuantía desorbitada. El trasfondo es la visión del Gobierno de que la libertad de expresión es mala cuando se critica al poder político. Se identifica un Gobierno con un régimen, lo ccuraacl i ea sc coonnsttriaturicoi o an laal.pluralidad ideológica de una demo-…
¿Hay precedentes de una ley de este tipo?
La Ley de Seguridad Ciudadana se parece demasiado en algunos aspectos al ideario en esta materia del régimen anterior. El artículo 2 de la Ley de Orden Público de 1959 que aprobó el franquismo indicaba que se castigaría con multas muy elevadas a quienes atentasen contra «la unidad espiritual, nacional, política y social de España». Las sanciones eran impuestas por los gobernadores civiles, en un procedimiento sin ninguna garantía y sin intervención judicial. Las similitudes son evidentes.
La «ley mordaza» ha coincidido en su entrada en vigor con la reforma del Código Penal: ¿Se trata de una mera casualidad o responden ambas normas a una misma estrategia?
No es una casualidad y así lo ha indicado el Gobierno. Ambas reformas son complementarias y se han tramitado en paralelo. De hecho, se han despenalizado las faltas en el Código Penal y parte de estas conductas ahora se sancionan en la Ley de Seguridad Ciudadana. Al mismo tiempo, ese afán por endurecer los castigos en cuestiones vinculadas al orden público se ha trasladado también al Código Penal. Por ello, se incrementan casi todas las penas en esta materia. Y se introducen nuevos delitos, como el que castiga con prisión las protestas pacíficas en el interior de una entidad bancaria. O el que establece igualmente privación de libertad para quienes difundan contenidos en las redes sociales que puedan provocar alteraciones del orden público.
¿Hay vuelta atrás en este proceso de pérdida progresiva de derechos? Los partidos de la oposición se han comprometido a derogarla ley si llegan al poder, pero en ocasiones anteriores hemos visto que reformas regresivas se han mantenido por quienes las habían criticado y que leyes de excepción, lejos de derogarse, se han incorporado a la legislación común…
Eso siempre representa un riesgo. Se trata de preceptos que, aunque sean contrarios a las libertades, pueden ser valiosos como un instrumento al servicio del poder político, como elemento de disuasión de las protestas ciudadanas. Por eso ponen a prueba las convicciones democráticas de los gobernantes. De todos modos, hay que esperar que en un futuro se dejen sin efecto las normas contrarias a los derechos fundamentales. El fin nunca debería justificar los medios.
El Tribunal Constitucional derogó uno de los preceptos más polémicos de la anterior ley de seguridad ciudadana (el de «la patada en la puerta»), ¿confía en la capacidad del actual TC para hacer algo similar?
El Tribunal Constitucional ha cambiado bastante en sus últimos tiempos. Cada vez se han incorporado más magistrados con un acusado perfil político, en detrimento de aquellos más independientes y con mayores capacidades técnicas, que eran mayoría en etapas anteriores. En todo caso, el análisis de un asunto de estas características pondrá a prueba la credibilidad del alto tribunal en función de la calidad de la argumentación jurídica que adopte, con independencia del sentido de su sentencia.
Miren Ortubay. Profesora de Derecho Penal en la UPV/EHU