(Galde 16 – otoño/2016). Lourdes Oñederra.
El dedo gordo del pie es muy importante. Entre otras cosas, es la última parte de nuestro cuerpo que deja de estar en contacto con el suelo cuando andamos (cuando andamos bien).
Mi apellido y los kilómetros que a diario recorro andando me hacen física e intelectualmente sensible a las cuestiones relacionadas con el pie. Gracias a mi buen maestro Ibai (que predica desde la dialéctica “tu-derecho-a-estar-bien-tu-responsabilidad-para-con-tu-organismo”: efmh.es) y un poco de bibliografía digital (que, por cierto, comparte étimo con “dedo”) he aprendido:
– que precisamente el dedo gordo del pie paga injustamente por lo mal que nos movemos y que los juanetes son huesos maltratados, a menudo fruto de la alteración ósea del pie originada por los tacones
– que, además, el uso de tacones limita (hasta bloquearla según su altura) la articulación del tobillo, llegando a impedir que cumpla su función de facilitar el movimiento y nuestro equilibrio
– que un tobillo limitado presiona la rodilla hasta poder provocar artrosis
– que eso provoca posturas y movimientos forzados que debilitan la cadera, su rol estabilizador, flexor, etc.
– que la parte baja de la espalda sufre en consecuencia extendiendo lesión y dolor a partes superiores, a la estructura vertebral general, etc.
– que la circulación sanguínea también se ve afectada negativamente
Y no vamos a entrar en las ramificaciones nerviosas de todo ello, ni me voy a extender más sobre temas de los que no sé casi nada, aunque sí lo suficiente para que algunas cosas me sorprendan hasta la indignación.
Uno de los estudios que he consultado (sobre el acortamiento muscular de la pantorrilla y la pérdida de elasticidad del tendón de Aquiles) es de la Universidad de Iowa, en la que yo estudié hace casi cuarenta años. Y, con la facilidad con la que la memoria se desliza entre tiempos, paso de la juventud a la infancia, recuerdo cuando en la tele comunicaba el pronóstico metereológico el “hombre del tiempo”. Ahora hay muchas mujeres que ejercen dicha tarea en cadenas tanto públicas como privadas. Aleluya. Viva por la profesionalización y la visibilización de las mujeres… Pero, ¿así? ¿Se nos tiene que ver a las profesionales así, encaramadas a esos tacones altos y estrechos? No quiero discutir sobre gustos ni opciones estéticas y sí aclarar que me refiero específicamente a mujeres en el ejercicio de su profesión. ¿Porqué esa imagen, porqué dar apariencia de normalidad a que una profesional en el ejercicio de su trabajo se esté dañando los huesos del pie, los tobillos, las rodillas, la cadera, la columna vertebral, la circulación sanguínea? Sería inimaginable que salieran fumando…
Sé que no son las únicas (hay otras: presentadoras de noticias y coordinadoras de debates, arpistas y sopranos, parlamentarias, etc.), pero son las que más veo y, como yo, supongo que otras muchas, otros muchos. Me preocupa el modelo de mujer consolidado día tras día por esa imagen que nos ofrece la pantalla.
Si no se quiere renunciar al glamour del tacón (que lo tiene, creo), un consejo: que sea excepcional y para la ocasión (como las copas o, si se puede, el cigarrito). Se trata de llevar los estiletes en la mochila o en la alforja de la bici, ponérselos al entrar en la fiesta y quitárselos al salir. Con un poco de ensayo, hasta eso puede quedar atractivo. Y, al volver a casa, a andar descalzas lo más posible.
De acuerdo, hay cosas más importantes. Supongo que fijarme en los tacones de las meteorólogas es una manera de evadirme del horror de las noticias de cada día, del infierno local y mundial, del paro o de los sueldos que no llegan a fin de mes, de la guerra, del hambre de lejos y de cerca, de los migrantes, de la explotación sexual de niños y niñas, de que no sé cómo somos capaces de seguir haciendo vida normal con o sin tacones.