Marcas de alteridad: la memoria cautiva del terrorismo

(Galde 17, otoño/2016). Raúl López Romo.
El terrorismo es un fenómeno que, presentando una notable variedad cronológica, geográfica y temática, comparte el hecho de ser una táctica basada en utilizar la violencia para sembrar el miedo entre grupos de personas amenazadas, y así alcanzar objetivos políticos y redefinir las relaciones de poder. Para los terroristas y sus simpatizantes, el enemigo ya no es solo “lo sucio”, sino que hay que “limpiarlo” mediante su eliminación física. Los recursos intelectuales que justifican el fanatismo y la barbarie han sido aplicados en lugares, momentos y asuntos muy distintos, pero presentan similitudes notables. El asesinato terrorista va precedido y acompañado por la creación de marcas de exclusión y por la socialización del odio.

Ahora bien, hay una forma de acercamiento al otro que, como narra Ryszard Kapuściński, no encierra egoísmo ni hostilidad, sino que se establece en positivo, gracias a las ansias de conocimiento, intercambio y diálogo. Hay diferentes reflexiones desde la filosofía, la antropología, el periodismo y la práctica política que han querido fomentar esta actitud, para que el encuentro con el extraño deje de estar presidido por el recelo o el prejuicio, cuando no por tentativas de homogeneización. Emmanuel Levinas propuso una idea de colectividad que no implica comunión entre sus miembros, en la que no hay necesidad de fusión. Para Levinas, no se trataría de mantener al otro apartado, sino cerca en la diferencia, para conocerlo mediante la empatía.

El establecimiento de límites entre grupos humanos es tan viejo como la humanidad y no solo se realiza en un terreno geográfico; también, y a veces fundamentalmente, en un plano social. Los mecanismos de inclusión y exclusión preceden, por tanto, al surgimiento de las identidades nacionales, que, al igual que las propias naciones, son un fenómeno moderno. Esos mecanismos pueden ser útiles no solo para blindar la posición económicamente privilegiada de un colectivo; culturalmente, también sirven para brindar cohesión interna, para robustecer un sentido de comunidad que en algunos casos deriva en sentimientos de superioridad, esto es, en la conciencia de ser “mejores” frente a los “forasteros” (Norbert Elias).

Las identidades nacionales beben de viejos procesos de fijación de la identidad y de la diferencia, y los refuerzan, dándoles una nueva connotación. Buscan poder político en forma de un Estado para la nación, y definen ésta en relación con un otro que no formaría parte de ella. El colectivo propio sería el que reside dentro de unas fronteras determinadas, compartiendo algunos rasgos, escogidos de entre varios posibles (lengua, raza, cultura, historia, religión…), frente a los señalados como pueblos ajenos.

Esos otros pueden cargar con una serie de estereotipos negativos que, en su extremo, desembocan en su estigmatización colectiva. Mientras, las características positivas suelen atribuirse al endogrupo. La performatividad del prejuicio consiste en recordar selectivamente aquello que ratifica las imágenes preexistentes de cada cual, mientras se ignora lo que va contra la norma, de modo que, en palabras de Zygmunt Bauman, “el peligro representado por los extraños es una clásica profecía de autocumplimiento”.

Los otros pueden ser diferentes y hasta despreciables, pero, al mismo tiempo, son imprescindibles para la autoadscripción, de tal modo que están en el corazón de la cultura propia. Nos definimos de forma relacional, en contacto con los vecinos. Además, fijar los caracteres (a menudo inferiores) del otro, y hacer que esas diferencias “imaginadas” tengan consecuencias prácticas, ofrece una muestra de autoridad.

En el imaginario de muchas personas la idea de identidad está vinculada a la de permanencia, a algo que es idéntico a lo largo del tiempo. No obstante, los estereotipos con los que se describe a uno mismo y al otro no son inmutables, sino que varían dependiendo de la coyuntura. Incluso en el caso de un enemigo exterior persistente a lo largo de varios siglos, observamos que su imagen resulta cambiante: es el fruto de una tarea de negociación constante. Lo que subsiste es la idea de frontera entre ellos y nosotros, que dura a pesar de interacciones como el tránsito de personas, que pueden ser muy intensas, o precisamente gracias a ellas, como apuntó Fredrik Barth.

Ciertamente, la presencia del extraño en la vida cotidiana puede servir para reforzar la construcción identitaria. El adversario toma así la forma de un “enemigo interior” que pone en riesgo la pretendida homogeneidad de la nación: es alguien que pasea por “tus” calles, que demanda “tus” empleos, etc. Es, en suma, un sujeto que pone en riesgo tu seguridad y, por extensión, la de los tuyos. El miedo y el resentimiento generan reacciones de rechazo y amplifican la dicotomía dentro-fuera (Tzvetan Todorov).

Según Benford, Hunt y Snow, los movimientos sociales y políticos, incluyendo los nacionalistas, integran tres campos de identidad. 1) Sus protagonistas: los militantes y simpatizantes, tenidos en ocasiones como héroes o modelos a seguir. 2) Sus antagonistas: los oponentes, de los que los primeros serían víctimas; “lo vasco” es aquí un claro ejemplo, que lleva 500 años construyéndose como víctima, tal como han analizado Luis Castells y Antonio Rivera. 3) Sus audiencias o aliados potenciales, a los que interpelar mediante la acción. Hay acontecimientos traumáticos ligados a la modernización (migraciones masivas, dictaduras, transformaciones radicales del sistema productivo…) que favorecen el desarrollo de ciclos de protesta. Pero, más allá de las condiciones estructurales, la dimensión cultural de los movimientos sociales (su visión de un mundo en transformación acelerada, su lectura del pasado) es fundamental para comprender su aparición y expansión, en conexión con la disponibilidad de oportunidades políticas propicias (Sidney Tarrow).

Como explicó Maurice Halbwachs, la memoria colectiva es una parte fundamental de las identidades grupales. En los movimientos sociales y políticos extremistas la imagen del otro está inflamada de sentimientos negativos: aquellos se presentan como una respuesta necesaria ante un otro que no es tenido como un adversario, sino como un enemigo irreconciliable desde tiempos inmemoriales. Primero se establecen marcas de alteridad, luego se construye un otro despreciable (y hasta eliminable) y se acaba, como es el caso, en más de 40 años de terrorismo. Teniendo en cuenta este bagaje se comprenderá una cosa: no es que el nacionalismo vasco radical tenga enormes dificultades para fomentar una memoria (auto)crítica, sino que hacerlo chocaría de tal modo contra su naturaleza que dejaría de ser tal. Su mirada retrospectiva choca, claro, contra la de la mayoría de los partidos políticos, asociaciones de víctimas e instituciones públicas. Pero no voy a entrar en esto último, solo lo mencionaré, porque aquí me interesa subrayar que la memoria del terrorismo es, para el nacionalismo vasco radical, una memoria cautiva, extremadamente difícil de alterar y “laicizar”. Alterar la estrategia política es más sencillo que cambiar una cultura de la alteridad que viene de lejos. Las recientes palizas y puñetazos han sido contra guardias civiles y jóvenes del PP, clásicos representantes de ese otro “despreciable”, en el que también van incluidas las mujeres de los guardias.

En suma, falta mucho aún para que la “izquierda abertzale” vea al otro como lo hacían Kapuściński o Levinas. Tal vez nunca lleguemos a ver esa evolución, porque su ideología se sigue basando en la alteridad. Además, si las víctimas del terrorismo siguen levantando suspicacias es porque son transmisoras de vivencias incómodas y, sobre todo, porque la demonización de que fueron objeto caló en diversos grados más allá del espectro sociopolítico responsable de su victimación (el desapego hacia las víctimas, el hecho de no sentirse concernidos por su persecución ayer ni por su testimonio hoy), de tal forma que se trae a colación con frecuencia a Melitón Manzanas o Carrero Blanco (en quienes se condensa el mal absoluto), mientras se sume en el olvido al resto de las 850 víctimas mortales de ETA.

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