Industria farmacéutica y medicina

Egilea: Abel Novoa

Galde 33 uda/2021/verano. Abel Novoa.- 

Cuando consumimos una medicina estamos accediendo a un mundo asombrosamente complejo. Los medicamentos -producto de redes científicas y tecnológicas altamente sofisticadas que conectan conocimiento y prácticas de expertos- han cambiado drásticamente el curso de muchas enfermedades. También son, por supuesto, un vehículo para generar inmensos beneficios a las empresas que los fabrican y venden.

En las últimas décadas, la importancia económica de los medicamentos ha superado la que poseen como instrumentos para mejorar la salud. Los fármacos son, hoy en día, los productos comerciales más rentables que existen y, por ello, los representantes más genuinos del biocapitalismo del siglo XXI caracterizado por el control oligopólico del mercado por parte de grandes multinacionales y la enorme hegemonía que estos conglomerados empresariales tienen en el sector salud, con capacidad para capturar al regulador público e instrumentalizar comercialmente la ciencia, la tecnología y la práctica médica. El modelo de negocio de la industria farmacéutica es tan exitoso que es copiado por cualquier sector que quiera incrementar exponencialmente sus ganancias. Hoy todo lo que se vende tiene que ser saludable y tener ciencia y expertos detrás avalándolo: alimentos, zapatillas, bebidas, etc.

El mercado de la salud no es saturable porque la naturaleza humana inevitablemente tiende al deterioro y la muerte. La búsqueda de la salud ha sustituido a la búsqueda de la felicidad como objetivo existencial en una gran mayoría de personas. Esa demanda inacabable, estimulada comercialmente, fundamentada en la idea de que cualquier riesgo puede ser prevenido, cualquier dolencia tratada y que es posible perfeccionar la naturaleza humana e incluso evitar la muerte, es respondida por la industria farmacéutica con una inflación de productos, dirigidos a enfermos y sanos, a los que se les otorga su carácter científico mediante estudios manipulados, sesgados o que demuestran resultados marginales. Estas sustancias acaban siendo utilizadas por los médicos y demandadas por la población, gracias a las intensas campañas de publicidad y relaciones públicas que la industria lleva a cabo muy eficazmente.

La investigación biomédica ha tenido -a pesar de éxitos puntuales como las vacunas COVID o los remedios contra la hepatitis C o el VIH- resultados bastante mediocres en las últimas tres décadas. Se investiga en lo que puede venderse para lo que todo vale, incluyendo diseños metodológicos y estrategias de comunicación científica manipulados. Pero, además, se investiga sobre seguro. Investigar, por ejemplo, un nuevo fármaco para el colesterol muy semejante a los que ya están en el mercado (“me-too” se denominan) es mucho más barato que buscar moléculas dirigidas a nuevas dianas, una investigación con más riesgo de fracaso. Por eso, la mayoría de las novedades terapéuticas son me-too. En una revisión independiente, de las 979 nuevas moléculas introducidas en el mercado francés entre los años 2002 y 2011, solo 2 eran una innovación disruptiva; 13 un avance real; 61 mostraban algún beneficio comparativo y 918 eran me-too.

¿Cómo vender investigación mediocre?La publicidad, las campañas de influencia y de relaciones públicas son la clave. La industria farmacéutica invierte casi el doble en marketing que en investigación. Pfizer, por ejemplo, dedicó, en 2019, 14.350 millones de dólares a marketing mientras que solo 8.650 a investigación; Glaxo, 11.402 vs 4.568; Novartis 14.369 vs 9.402 millones. Cada año, sistemáticamente, los fármacos más vendidos son aquellos me-too más publicitados.Los medicamentos no se comportan como sustancias terapéuticas indicadas por profesionales cualificados e independientes, con dinámicas de utilización basadas en eficacia demostrada científicamente sino como productos de mercado que responden a preferencias e influencias, exactamente igual que la ropa y los complementos de moda.

La industria farmacéutica utiliza la salud y la ciencia como excusa y justificación para la venta intensiva de sustancias durante el periodo que las patentes protegen contra la competencia, entre 10 y 15 años. El monopolio en las ventas durante estos años es el que permite recuperar la inversión (se calcula que los retornos en los dos primeros años son suficientes para recuperar esa inversión en un fármaco superventas). El modelo -venta en exclusividad e inversión masiva en publicidad y relaciones públicas-es un éxito económico. Las ganancias generadas son astronómicas, repartiendo grandes dividendos entre todos los actores de la cadena de conocimiento (científicos y expertos, universidades, asociaciones científicas médicas y de pacientes, profesionales asistenciales, revistas científicas, etc.), y este es el mayor incentivo para que nada cambie. El margen de beneficio medio en 2015 de la Big Pharma fue de un 17,1%, muy lejos de la media de las 500 compañías no farmacéuticas con más ganancias que, ese mismo año, tuvieron un margen del 6,7%.

Como el consumo es estimulado eficazmente -y estamos hablando de sustancias no inertes- nos encontramos ahora con que la sobreutilización inducida de medicamentos está generando problemas muy graves de seguridad. Los efectos secundarios de los medicamentos matan, solo en EE.UU., a 2.400 personas cada semana, causan cada año 81 millones de eventos adversos y generan 2,7 millones de hospitalizaciones. Las salvaguardas científicas y profesionales no funcionan, pero tampoco lo hacen las gubernamentales. Las agencias reguladoras responsables de proteger a los ciudadanos, financiadas en gran medida por las tasas que cobran a la industria farmacéutica, priman los intereses comerciales de las corporaciones sobre la seguridad de los pacientes. Se ha demostrado que por cada 10 meses que se acortan los procesos de evaluación de nuevos medicamentos en la agencia reguladora norteamericana (FDA),siguiendo los deseos de la industria que los quiere introducir en el mercado cuanto antes, se incrementa un 18% el número de reacciones adversas graves, un 11% las hospitalizaciones y un 7,2% los fallecimientos vinculados a medicamentos. La FDA, con 1300 empleados, dedica a funciones de seguridad solo a 72, lo que habla, a pesar de los datos crecientes de daño, de sus prioridades.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Hay que decir que, aunque ahora lo veamos como normal, patentes y marketing son dos elementos que han sido ajenos a las relaciones entre industria y medicina durante gran parte de sus casi200 años de convivencia. Hasta bien entrado el siglo XX la medicina, como institución, rechazaba la utilización de patentes y de publicidad. Además, hasta la década de los años 70 del siglo pasado, la ciencia biomédica tenía una financiación fundamentalmente pública.El cambio que definió las actuales condiciones e incentivos tuvo una clara base ideológica.

La revolución política y económica liberal de la década de los 80, que relacionamos con los gobiernos de Reagan y Thatcher, tuvo un correlato en la gestión de la ciencia que se denomina revolución tecnocientífica. La creación de la OMC y los acuerdos para la protección mundial de las patentes en los años 80, que fueron la base de lo que llamamos globalización, junto con el fomento, mediante estímulos fiscales y préstamos públicos, de la iniciativa privada en la financiación de la investigación, son el fundamento del actual modelo. El capitalismo especulador, la publicidad y la innovación en cerrado (protegida por patentes) sustituyeron al capitalismo productivo-con ganancias en el medio y largo plazo basadas en la efectividad real de los fármacos-y la innovación en abierto (colaboración científica no patentable),como entramado de las relaciones económicas que hasta entonces orbitaban alrededor de la ciencia y tecnología biomédicas. Hoy en día, el sistema de innovación y desarrollo biomédico, su regulación por las administraciones públicas y el control científico que deberían realizar sociedades médicas, revistas especializadas y universidades, está carcomido por los intereses económicos de todos los actores.

Las iniciativas que pretenden cambiar la situación creada proponen recuperar la inversión pública de la investigación para establecer objetivos socialmente relevantes, sin renunciar a la iniciativa privada, pero recompensándola con procedimientos distintos al monopolio que establecen las patentes (por ejemplo, con los llamados premios a la innovación). Además, es necesario que las instituciones profesionales y científicas recuperen su función de salvaguarda independiente del conocimiento médico para que este vuelva a ser robusto y confiable, al servicio de la protección de la salud y la equidad. Valores democráticos como transparencia, participación, rendición de cuentas o declaración de conflictos de interés e independencia deben volver a presidir las relaciones de todos los actores con la industria farmacéutica.

Las vacunas para la COVID y la investigación básica que las ha hecho posibles han sido financiadas en un porcentaje muy importante con fondos públicos. Pero las patentes y el sistema de fijación de precios no contemplan esa aportación con lo que existe un lucro vinculado a la desgracia de millones de personas no solo inaceptable éticamente sino incomprensible económicamente si los retornos se repartieran según esfuerzo económico de cada parte. La OMC contempla la posibilidad de suspender temporalmente las patentes (licencias obligatorias) cuando existe una emergencia de salud pública (con un precio tasado fijo para las compañías) pero la capacidad de influencia de las multinacionales en los gobiernos impide una decisión coordinada a nivel global.

El modelo actual basado en patentes y publicidad está erosionando gravemente los fines de la medicina y la credibilidad de todas las instituciones que deben salvaguardarlos. La industria farmacéutica ha pasado de ser un aliado indispensable a un enemigo no solo de la salud pública mundial sino también de la democracia y la equidad. Son las políticas públicas las que deben proteger el conocimiento, la ciencia y la salud de la población, por eso el debate político sobre la innovación biomédica es inaplazable.

Un mundo en cambio, Iñaki Gabildondo | STM Galde

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