(Galde 11, verano 2015). Ángel Martín Ramos. En un mundo en el que las ciudades son protagonistas del progreso de los países y la vanguardia de la innovación más valorada, el hecho de que el País Vasco no tenga una gran ciudad es un motivo limitador de su capacidad de creación y, por lo tanto, una traba para su progreso. Desde esa perspectiva, la referencia –tan frecuente en el medio vasco– a euskal-hiria pudiera ser algo más que un emblema cultural, o una figura retórica, para pasar a ser un proyecto de futuro (al que alude muy directamente el singular de su acepción) como ciudad física, como organización urbana funcional. Para hacerlo posible se cuenta con algunas favorables circunstancias sobre las que actuar: dentro de la reducida extensión del país, con litoral, montaña y llanada, la distribución heterogénea de población y actividades se presenta bastante dosificada en todo el territorio, con muchas ciudades unidas entre sí pero separadas por distancias no largas y entremezcladas con campos, valles, montes y playas, en un medio de admirable belleza, componiendo una estructura polinuclear sobre una red de relaciones potente. Es lo que se puede entender como un sistema urbano de versatilidad amplia para que, en su progreso, llegue a componer una especie de ciudad-país, euskal-hiria.
Aunque no resultara del todo posible incorporar en ese conjunto a ciertas áreas territoriales algo más separadas, se podría alcanzar una realidad urbana que reuniera ―en la actual situación― en torno a los dos millones de habitantes y una altísima concentración de actividad económica que, de hecho, fuera ya asimilable a la condición de gran ciudad.
En términos generales, puede esperarse conseguir que, sin el trance de una transformación del modelo ya existente y con menores riesgos para la sostenibilidad, se pudiera alcanzar una ciudad abierta y flexible, apta para adaptarse bien a circunstancias diferentes, capaz de aminorar los desequilibrios y las carencias de integración hasta dosis menores, y predispuesta a integrar las tensiones producidas en una realidad europea cada vez más global. Ahora bien, esta sería una ciudad que no se consigue con solo enunciarla, con darle nombre, sino que requiere incidir en sustanciales aspectos de la realidad hoy presente.
Pero llegar a ello sobre un territorio de más de dos centenares de municipios requiere, junto a la suma de población, actividad económica y el tejido institucional consiguiente, de otra serie de condiciones y ajustes (políticos, culturales, administrativos y urbanísticos) que pedirán no pocos esfuerzos, además de una educación pública sostenida. En el campo de mayor incidencia urbanística, tres capítulos pueden tomar relevancia:
- a) Alcanzar dosis suficientes de concentración urbana densa;
- b) Conseguir una conectividad física eficiente; y
- c) Despertar un arraigado sentimiento de pertenencia entre los ciudadanos.
Seguramente, podríamos, sin mucha dificultad, convenir que esas cualidades cuentan en la actualidad con algún grado de insuficiencia para llegar a lograr el objetivo de una euskal-hiria realmente efectiva. Pero si bien aliviar esas carencias puede resultar complejo, ya que cada una de ellas requerirá de tareas de extensa casuística, lo que sí se puede es mirar al futuro tratando, al menos, de evitar que la situación empeore día a día. Y ahí es donde puede resultar de interés tener presente algunas perspectivas.
De entrada, resulta contradictoria, en el horizonte marcado, la sostenida tendencia a desvirtuar la potencia y riqueza de las ciudades medias del interior junto al desplazamiento creciente de población y actividades hacia la proximidad del litoral. Aunque esta cuestión del acercamiento de la población hacia las costas sea tendencia extendida, en el marco vasco es particularmente incoherente porque perjudica al potencial de asentamientos ya arraigados y devalúa la riqueza del patrón espacial de ciudades dosificado sobre el territorio. Con ello, se reduce la diversidad del sistema y tiende a hacer crecer el aislamiento de una parte del marco espacial de la ciudad conjunta, todos ellos efectos negativos para el objetivo marcado.
Porque, efectivamente, aunque no de cualquier modo, se han de conseguir dosis de concentración urbana intensa para que se llegue a producir esa mezcla de diferentes en la ciudad en un grado tal que sea capaz de provocar el efecto de síntesis enriquecedor y catalizador de innovaciones propio de la gran ciudad. Es lo que acostumbra a encontrarse asociado en algunas grandes ciudades a una cierta congestión. Pero esa congestión no siempre ha de ir unida a una acumulación de efectos negativos sobre los ciudadanos (hacinamientos, hiperdensidad, conflictos, atascos,…) ya que puede ser moderada si, tal como es el caso, se cuenta con un despliegue de asentamientos urbanos próximos sobre el territorio que hagan posible la concentración por reiteración de centros intensos concatenados. En este campo, resulta importante el papel de las capitales mayores, indudablemente, en cuanto que, además de las singularidades propias de su condición de centros políticos, contienen una reunión de servicios mayoritaria. Pero, atención, porque se puede producir una cierta confusión cuando lo que se busca es un grado de concentración intensa y se aplique esta como si el tiempo hubiera transcurrido en balde y no hubieran cambiado los términos de la cuestión.
Cuando, en la actualidad, la distancia en las ciudades ha pasado a medirse en tiempo y no en unidades de longitud, la concentración urbana deseable, esa cierta congestión creativa, se ha de crear con los ricos complementos que la batería de ciudades medias, situadas a distancias competitivas, representan para la red de centros intensos que se puede componer con las capitales como nudos mayores. Eso evita tener que continuar actuando como en los infaustos decenios de los años 60 y 70 del siglo pasado, acumulando capas de crecimientos urbanos sobre los grandes polos de atracción, como si se trataran de ciudades aisladas en un páramo despoblado. El crecimiento acumulado solo por contacto, por contigüidad, respondió a momentos de precipitación, de emergencia sin horizontes, que al no crear estructuras urbanas proporcionadas al contenido funcional que los propios crecimientos facultaban no ha dado sino complicaciones, descrédito y tribulaciones que no cesan en las ciudades que los experimentaron. Y unas periferias extensas y alejadas, mal conectadas y socialmente poco diversas. Pero no es en absoluto necesario que ese método continúe aplicándose, con aumento del desconcierto, mediante la adicción de más capas sobre los núcleos urbanos ya macrocefálicos. Esa insistencia, además de ignorar la estructura urbanística del país, detrae la adecuada rentabilización del capital fijo infraestructural ya existente sobre el resto del territorio, actúa con efectos secantes sobre los centros urbanos próximos, menosprecia el valor y la capacidad de las ciudades medias, distorsiona la programación de infraestructuras, y retrasa la ciudad en red conjunta. Actuar como si la interconectividad se produjera solo por contacto, en lugar de aprovechando la armadura de infraestructuras en red existente –con la mejora posible–, rigidiza el funcionamiento urbano, evita la mayor flexibilidad de la ciudad conjunta y estrecha la capacidad de respuesta o de adaptación de la ciudad a las circunstancias que puedan sobrevenir. Claro que, además, hace perdurar la insatisfacción de los ciudadanos –o la vuelve crónica– ante la reiteración de la falta de alivio, o de corrección, a tantos conflictos enquistados existentes.
El horizonte que acompañaría a las acciones que evitaran continuar con esas concentraciones devaluadoras, bien sobre la costa, bien sobre las capitales territoriales, serían pasos positivos de ampliación del marco de distribución de las actividades económicas, el equipamiento y los servicios, con una adecuación infraestructural proporcionada en la que un transporte público eficaz tomara un papel destacado.
Al mismo tiempo, la existencia de una ciudad –en este caso, la ciudad-país euskal-hiria– va ligada al sentimiento de pertenencia de quienes la pueblan. El apego y la afinidad por el lugar que se habita se hacen necesarios para la satisfacción personal y el feliz encaje local de los habitantes, y es determinante en la estabilidad, funcionalidad y gobierno de la organización urbana. Sin embargo, la excesiva fragmentación del espacio en tantos municipios distintos y la compleja constitución territorial introducen un plus de dificultad en la percepción de la ciudad común. No es general entre los habitantes del país la sensación de pertenencia a una sola ciudad sino a un mapa de diferencias nada perfecto.
Aunque haya varios campos en los que actuar a este respecto, hay uno de acción cotidiana que influye decididamente en esta percepción y es la calidad del medio urbano próximo al ciudadano. Cuando hoy en día se pueden considerar eliminadas las ventajas culturales de la ciudad sobre el campo, resulta anómalo que persistan aún diferencias tales como las asociadas al tratamiento suburbial de una gran parte del desarrollo urbano, el ubicado fuera de los centros urbanos más atendidos, o favorecidos por un pasado afortunado. Para una gran parte de los ciudadanos, la vida urbana transcurre hoy ―rodeados, sí, del acceso al progreso tecnológico avanzado― en un entorno urbano falto de niveles de calidad suficientes, descuidado en su configuración física, al margen de una adecuada conectividad, o con una irregular urbanización, incómoda, de baja calidad, o poco decorosa. Se trata de negligencias desigualmente distribuidas, ya que en unos municipios se encuentran en mayor grado que en otros, y no distinguen entre áreas geográficas sino que, por el contrario, pueden variar ente municipios vecinos o, incluso, contiguos. Pero están muy presentes.
Llama la atención, especialmente, el desigual aprecio en distintas poblaciones por las posibilidades de la reforma urbana. Tras cuatro décadas de presencia en las ciudades europeas de la reforma cualificadora de las ciudades industriales, sorprende que aún se conviertan algunas de estas estratégicas operaciones en procesos de intensificación desmedida sobre centros urbanos no sobrados de valores urbanísticos, ni necesitados de las altas densificaciones localizadas que tales intervenciones propician. La reforma urbana, por el contrario, se ha demostrado en Europa un recurso singular de trascendental importancia en la creación de niveles de calidad urbana en las ciudades industriales que no habían sido favorecidas en su historia precedente. Y a este respecto es de lamentar, tanto en la reforma urbana como en otras situaciones, la trivialización a la que se ha conducido al diseño urbano, actividad menospreciada y conducida a un abandono indigno. Y sin embargo, el buen diseño urbano es un activo social importante, crea riqueza y otras satisfacciones colectivas nada desdeñables, ya que organiza bien el espacio, explota las ventajas de cada lugar, implementa la integración entre las partes de la ciudad y dota de belleza espacial a las ciudades, algo que se echa en falta particularmente cuando se ha llegado a conseguir el efecto opuesto. O la irregular calidad de la urbanización del espacio público, el bien urbano más preciado, con tantas intervenciones en las que está ausente la capacidad de pensar con acierto el plus de calidad que el ser humano es capaz de incorporar a la realidad para –en este caso– mejorar su servicio al ciudadano. Ni siquiera es ésta una cuestión de cantidad de gasto, sino de aplicación fiel de unos conocimientos y un dominio profesional ya muy extendido.
Tras tan desfavorables efectos se encuentra la fragmentación excesiva de la tutela y dirección de las intervenciones urbanísticas, sin pautas de calidad establecidas en cuestiones de las que dependen importantes aspectos de la configuración del entorno. Hay que tener presente que la calidad del medio urbano próximo actúa como un espejo en el que cada mañana se miran los ciudadanos y perciben un mayor o menor grado de satisfacción, o identificación, con el lugar que habitan. Y ese lugar es, antes de nada, la ciudad que, con su propia aportación, contribuyen a levantar. Si a quien aporta se le devuelve deterioro, difícilmente va a sentirse parte de una ciudad cuya existencia depende también de él. Ahí también hay campo para evitar el retroceso en la euskal-hiria real, consistente y necesaria.