Xabier Zabaltza. (Galde o8, otoño 2014). Estuve en Cataluña el 9 de noviembre, día en el que se celebró el llamado “proceso participativo”, sucedáneo de la consulta prevista originalmente. Frente a lo afirmado por algunos medios, yo no percibí crispación, ni miedo. Lo que vi fue una parte nada desdeñable del pueblo catalán empeñada en llevar adelante de modo pacífico un proyecto, quizás errado, pero, vistos los antecedentes (déficit fiscal crónico, desvirtuación del Estatuto de 2006, catalanofobia rampante de algunos círculos…), comprensible y casi inevitable. Resulta muy significativo que uno de los escasísimos incidentes de la jornada lo provocaran unos vascos que se liaron a insultar a quienes se manifestaban en la plaza de Sant Jaume de Barcelona en contra de la independencia de Cataluña. No habían entendido nada. Los vascos tenemos todavía mucho que aprender de los catalanes. Especialmente los que hasta antesdeayer han justificado el uso de la violencia para obtener réditos políticos.
En las últimas cuatro décadas se ha producido en Cataluña un proceso de construcción nacional. Imperfecto y cuestionable, como todo lo democrático, pero democrático al fin y al cabo. Porque también en Cataluña hubo conatos de “lucha armada”. En los 70 y 80, el Front d’Alliberament Català, el Exèrcit Popular Català y Terra Lliure mataron al menos a cinco personas (además, cuatro miembros de esta última organización fallecieron mientras manipulaban explosivos o en enfrentamientos con la policía), pero ninguno de estos grupos contó nunca con un mínimo apoyo de la población. Mientras en Cataluña se imponía el seny, en Vasconia cada atentado viciaba el debate político y convertía en aún más inalcanzables los objetivos por los que se decía luchar. No lo sabremos con certeza hasta que se les pregunte en un referéndum de verdad, pero es probable que incluso hoy los independentistas sean una minoría en Cataluña. Aunque lo que tiene consecuencias políticas es que los anti-independentistas son todavía menos y están peor organizados. La mayor parte de los dirigentes y de los votantes de UDC, de Iniciativa y del propio PSC no son separatistas, pero dejan hacer. En Vasconia eso no sería posible. Tal vez los independentistas sean aquí en proporción más que en Cataluña, pero los anti-independentistas no son, en absoluto, pasivos. El PSE y el PSN, por ejemplo, no se mueven entre dos aguas como su homólogo catalán, sino que se posicionan claramente contra cualquier consulta que cuestione el ordenamiento constitucional. Lo que no tiene nada de extraño, habida cuenta que hace tan solo cuatro años sus cargos institucionales y políticos, como los del PP y UPN, estaban amenazados por quienes ponen el derecho a la autodeterminación por encima del derecho a la vida.
Un conocido proverbio chino sostiene que cuando el sabio señala a la luna, el necio mira al dedo. Durante años, el discurso del establishment se dirigió contra ETA y, por extensión, contra el conjunto del nacionalismo vasco. No sé prestó la atención que se debía a Cataluña, cuya “cuestión nacional” distaba mucho de estar resuelta. Cuando la mayoría de los legítimos representantes del pueblo catalán han defendido el discutible “derecho a decidir” de modo exquisitamente cívico (“ni un papel en el suelo”, llegó a exigir el presidente Mas), al Gobierno de España, también legítimo, no le ha quedado otro argumento que insistir cansinamente en el cumplimiento de la legalidad. Al disiparse el espejismo en torno a ETA, que sobredimensionaba el “problema vasco”, el nacionalismo catalán ha recuperado su protagonismo. Como viene ocurriendo puntualmente desde hace bastante más de un siglo, el catalanismo es de nuevo la clave para organizar el Estado español de otra manera y, si no se satisfacen ya mismo algunas de sus demandas, tal vez para destruirlo.
Decía que Cataluña es una nación. O, si se prefiere, de manera menos rimbombante: es una sociedad integrada, con una marcada identidad y valores trasversales, en la que los conflictos se resuelven por los medios que corresponden a una democracia avanzada. Y algo que no debería pasar desapercibido: posee una lengua propia, vehículo de una rica tradición literaria, que es hablada con naturalidad por todas las clases sociales sin distingos ideológicos. Vasconia, por el contrario, está dividida por tensiones territoriales e identitarias que la violencia no ha hecho más que agravar y, lo digo con dolor, su lengua privativa es, para la mayoría de la población, no un medio de comunicación, sino un “hecho diferencial”, esto es, un elemento folclórico, cuando no un mero trámite que hay que superar para colocarse en la administración o, peor aún, un arma arrojadiza en el tablero político. En Vasconia, los nacionalistas se expresan normalmente en castellano. En Cataluña, hasta los antinacionalistas se expresan normalmente en catalán. Y, claro, como ya sabían los clásicos, “quien lengua ha, a Roma va”.
He hablado de catalanofobia. Para muchos habitantes de otras comunidades autónomas, el catalán es el “otro” por antonomasia. Según revelan las encuestas, incluso en los “años de plomo” protagonizados por ETA, los catalanes eran la nacionalidad que mayor antipatía suscitaba entre los otros españoles, muy por delante de los vascos. Y eso que Cataluña es un contribuyente neto a las arcas del Estado y que, hasta época muy reciente, se ha limitado a reclamar tan solo un porcentaje de lo que las cuatro diputaciones forales recaudan en virtud del Convenio/Concierto. Los catalanes caen mal no solo porque su nivel de vida sea superior a la media española, sino por el tesón con el que defienden su identidad y, especialmente, su lengua.
Decía también que dudo que muchos vascos entiendan lo que está ocurriendo en Cataluña. El pasado 8 de junio, la iniciativa Gure Esku Dago montó entre Durango y Pamplona una cadena humana por la autodeterminación, en la que participaron decenas de miles de personas, entre ellas, conocidos dirigentes del PNV y Bildu. Según sus promotores, su modelo era la que, organizada por la Assemblea Nacional Catalana, tuvo lugar el 11 de septiembre de 2013. Sin embargo, existe una diferencia fundamental entre ambos eventos. Todas las entidades que defienden el derecho de Cataluña a la secesión, entre ellas la ANC, tienen bien claro cuál es el sujeto de la autodeterminación: las cuatro provincias que constituyen la Comunidad Autónoma. Por eso la “Vía Catalana” se extendió entre La Jonquera, en el norte de la provincia de Girona, y Alcanar, en el sur de la de Tarragona. El resto de los llamados “Países Catalanes” (Andorra, Rosellón, Valencia, Baleares y varias comarcas aragonesas, murcianas e incluso sardas) han quedado fuera de la reivindicación del futuro estado catalán. En cambio, para la mayoría de los nacionalistas vascos, el soñado (e imposible) sujeto del derecho de autodeterminación no son las tres provincias de la Comunidad Autónoma del País Vasco (Euskadi), lo que sería el auténtico equivalente de la “Vía Catalana”, sino las siete de Vasconia (Euskal Herria), obviando la voluntad mayoritaria de navarros y vasco-franceses. Y es que una nación catalana limitada a las cuatro provincias podría ser viable, mientras que la nación vasca es inconcebible sin Navarra, que le confiere su legitimidad histórica y aporta la mitad del territorio. Cataluña, con ese nombre y unas fronteras parecidas a las de la actualidad, existe desde el siglo XII. La Euskadi triprovincial es una creación administrativa del siglo XX. Un detalle nada baladí. Y se nota.
Hay muchos aspectos criticables en el proceso soberanista catalán, sin duda. Yo, que no soy político, ni jurista, no creo que el “derecho a decidir” sea absoluto, ni que deba aplicarse de modo unilateral. Pero tampoco creo que la cuestión catalana pueda solventarse solo apelando a la Constitución. Intuyo incluso que es demasiado tarde para que una reforma constitucional sirva para algo. Lo que no se puede negar es que, sin disparar un tiro, al menos en las dos últimas décadas, el independentismo catalán ha llegado mucho más lejos que el vasco, que deja un saldo de cientos de muertos y una sociedad fragmentada. Además, aun siendo una cuestión fundamental, el uso exclusivo de la vía pacífica no es lo único que ha distinguido ambos procesos. Existe también una cuestión de talante. En Cataluña descalificativos que los vascos estamos habituados a escuchar, tales como “franquista” o “filoetarra”, no forman parte del vocabulario político. Por si fuera poco, a diferencia de lo que pretende aquí una parte del nacionalismo, la “Vía Catalana” se basa en el respeto escrupuloso a la voluntad de los habitantes de otros territorios que forman parte del proyecto independentista (tan escrupuloso, que un cínico hablaría más bien de rendición incondicional del pancatalanismo). Y, por descontado, el amor a la lengua propia no solo es retórico, sino el fundamento mismo de la nacionalidad. Si algo se ha demostrado en Cataluña es el triunfo de la cultura sobre las pistolas.
Xabier Zabaltza. Historiador, profesor de la UPV/EHU