Galde 41, Uda 2023 Verano. Eugenio del Río.-
Evocación personal
Una Oficina Política renovada publicó los sucesivos números del órgano de ETA, Zutik, desde octubre de 1965 hasta finales de 1966.
Otros escritos editados por la Oficina Política fueron el Catecismo de la Acción Sindical, Acción sindical en la empresa y Acción democrática en el barrio. Asimismo publicó un librito, igualmente clandestino, en el que se recogía una parte del libro de Serge Mallet La nouvelle classe ouvrière. Ya en vísperas de la V Asamblea difundió un cuaderno en el que se resumían los puntos de vista de esta corriente. Llevó por título Por una izquierda socialista revolucionaria vasca.
Las ideas que propagaba la Oficina Política provocaron reacciones hostiles de algunos sectores de la organización, inclusive de varios de los fundadores de ETA, que, entre otras cosas pero muy especialmente, reprochaban a la OP su españolismo (es decir, su no identificación con el nacionalismo vasco) y su oposición a la posibilidad de iniciar una actividad violenta a corto plazo.
La corriente de la Oficina Política y la violencia
La atención prestada a la cuestión de la violencia para alcanzar unos fines políticos había sido un elemento distintivo de ETA desde su fundación en 1959, pero el debate sobre esa cuestión pasó a primer plano cuando arreció el enfrentamiento interno en el verano y en el otoño de 1966.
Se discutía si había que empezar ya con acciones violentas que fueran más allá de lo que se había hecho anteriormente, o si, por el contrario, aún no había llegado el momento de dar pasos de mayor envergadura.
En el corto período que va del otoño de 1965 al final de 1966, nuestra corriente, identificada con la Oficina Política, había recibido muchas influencias en lo tocante a la lucha armada y a otras muchas cuestiones.
Era el resultado de un ansia por buscar asideros ideológicos y, a la vez, de nuestra ignorancia y falta de experiencia. En 1965 todavía estaba viva cierta influencia guevarista, pero, al correr de 1966, fuimos evolucionando en una dirección muy distinta. No descartábamos que un día hubiera que pasar a enfrentamientos armados pero creíamos que no había que empezar a pegar tiros ya. En pocas palabras, no veíamos a franjas importantes de la sociedad de esos años en disposición de lanzar un desafío armado al Régimen.
En esos meses recibimos una acusada influencia de autores como André Gorz o Bruno Trentin, que situaban la lucha contra el neocapitalismo en la perspectiva de la movilización a favor de las reformas de estructura o reformas revolucionarias.
Estos puntos de vista chocaban con la mencionada seña de identidad instalada en ETA y con el deseo de una parte de la organización de empezar ya a usar las armas. La cuestión de la actualidad de la acción violenta se convirtió en un asunto central en el conflicto interno de ETA.
Nuestras ideas sobre el particular se podían encontrar el Nº 42 de Zutik (Julio de 1966) donde se decía: La violencia servirá “para dar el último paso de la revolución socialista, ya que muy difícilmente será realizable si no es de modo violento”. También se exponían en el citado escrito Por una izquierda socialista revolucionaria vasca, del otoño de 1966, en el que se postulaba una violencia limitada, es decir: 1) que no acabara con vidas humanas, la cual, se decía, solo se justifica en el curso de una insurrección armada, cuando haya garantías de que el proceso armado pueda continuar hasta el final; 2) Que tuviera un respaldo popular; 3) Que la actividad armada no polarizara toda la actividad de la organización.
Todo esto estaba muy lejos de la puesta en marcha de una organización especializada en asesinar con el fin de imponer unos objetivos políticos a los enemigos y a la propia sociedad.
Quienes se nos oponían no opinaban de la misma forma. Prevalecía la idea de que había que dar ya un paso adelante, si bien no siempre estaba muy claro lo que esto podía significar en concreto.
Primera parte de la V Asamblea
Nuestros adversarios hablaban de una guerra revolucionaria que había que preparar (de ello se ocupaba el llamado Informe verde que circuló en aquellos momentos).
“Los quehaceres de una guerra revolucionaria requieren un alto grado de preparación político-social del pueblo. Como etapa previa para esta formación es necesaria una especial preparación de los militantes de ETA, que son los que deben formar al pueblo. Cada militante debe ser un cuadro, cada contacto una charla, una orientación”.
En vísperas de la V Asamblea, que se acabó celebrando a comienzos de diciembre de 1966 en la casa cural de Gaztelu, ETA estaba muy dividida.
Con las ideas propugnadas por la Oficina Política estaba buena parte de la OPA (Organización Paralela) guipuzcoana, integrada sobre todo por trabajadores jóvenes, bastantes de los cuales habían pasado ya por la cárcel, un grupo de universitarios guipuzcoanos y militantes diversos. Era un sector más unificado ideológicamente que el contrario, integrado por miembros de la sección de Activismo, con una parcela de la organización de Vizcaya y por la mayoría de los exiliados que entonces no eran muy numerosos. Su presencia en Guipúzcoa era menor. Se trataba de un conglomerado ideológicamente heterogéneo en el que se distinguían liderazgos variados como el de Txillardegi (contrario al marxismo y a la idea de la guerra revolucionaria), Julen Madariaga (identificado con las ideas de Krutwig, acérrimo partidario de la violencia), José Antonio Etxebarrieta (que criticaba la idea de una “guerrilla tercermundista”, que atribuía al texto de Madariaga La insurrección en Euzkadi, de 1963, pero defensor de la violencia política). Este conjunto se unía para enfrentarse a lo que nuestra corriente venía postulando.
La primera parte de la V Asamblea, en diciembre de 1966, dio la victoria a este agrupamiento anti-Oficina Política, que se vio favorecido por el hecho de que fue la sección de Activismo, contraria a nuestra corriente, la que controló las citas y el acceso a la casa de Gaztelu, lo que le permitió excluir a miembros de ETA que deberían haber asistido. Entre los excluidos estábamos Patxi Iturrioz y yo mismo.
Ahí nació la primera escisión importante de ETA, de la que surgió, en enero de 1967, ETA-Berri, que, más adelante estaría en el origen del Movimiento Comunista Vasco, y luego del MCE.
Pero volvamos al tema de estas notas, la violencia política de ETA. En la Asamblea se dio luz verde a la puesta en marcha de una maquinaria que permitiera, en un plazo relativamente corto, iniciar la actividad armada.
La segunda parte de la V Asamblea, celebrada en marzo de 1967, confirmó la decisión de empezar a usar la violencia a una escala superior a la de todo lo realizado anteriormente.
Junio de 1968
Tras la Asamblea, se desplegó en ETA un proceso relativamente nuevo.
Se abrió la veda de un activismo más intenso. Pronto se realizó un primer atraco. Se hicieron estallar explosivos en varios lugares. Uno de estos explosivos, en marzo de 1968, hirió a un trabajador en la sede de El Correo Español. Algunos de los liberados circulaban armados por las carreteras vascas…
El 2 de junio de ese mismo año tuvo lugar una reunión de quienes entonces dirigían la organización, que acordaron comenzar con los atentados mortales. Con tal propósito se decidió recoger información sobre los jefes de la Brigada de Investigación Social de Vizcaya y de la de Guipúzcoa, José María Junquera y Melitón Manzanas respectivamente (Gaizka Fernández Soldevilla, “¿Crímenes ejemplares? Prensa, propaganda e historia ante las primeras muertes de ETA”, Vitoria-Gasteiz: Sancho el Sabio, Nº 43, 2020, p. 52).
Pero los episodios principales del curso iniciado tras la V Asamblea estaban por llegar. El primero de ellos se produjo el 7 de junio en una carretera de Aduna, en Guipúzcoa. Fue interceptado por la guardia civil el coche en el que viajaban dos liberados de ETA, Txabi Etxebarrieta e Iñaki Sarasketa.
Lo que ocurrió en aquellas circunstancias (la muerte de José Antonio Pardines, en aquella carretera de Aduna, y la de Txabi Etxebarrieta, aquella misma tarde, en Venta Aundi) ha sido estudiado abundantemente. El trabajo más completo sobre el particular es el libro coordinado por Gaizka Fernández Soldevilla y Florencio Domínguez Iribarren (Pardines. Cuando ETA empezó a matar, Madrid: Tecnos, 2018).
Casualmente, ese mismo día, Patxi Iturrioz y yo teníamos una cita en Bergara con Agustín Unzurrunzaga, responsable de aquella zona, y tomamos el desvío de Aduna cuando aún estaba en el suelo el cadáver de José Antonio Pardines. Camino de Bergara nos paró la Guardia Civil en el Goierri, en Ormaiztegi, en lo que nos pareció un control de rutina. Afortunadamente no nos hicieron abrir el portaequipajes de nuestro Renault 4/4, lleno de papeles. No buscaban papeles sino personas. A la noche, cuando volvimos a Donosti, supimos lo que había ocurrido en Aduna y que se había producido el enfrentamiento de Venta Aundi.
Aquel día se abrió un nuevo panorama.
La irrupción de la muerte
Aunque fuimos muchos los que, en el antifranquismo más activo, no acertamos a verlo como tal, lo que dio comienzo entonces fue uno de los episodios más lamentables de la historia europea contemporánea. Se activó un mecanismo perverso que nunca debió haberse puesto en marcha y que dejó el penoso saldo de 845 personas víctimas mortales de ETA.
Algunos seguimos pensando que no era deseable abrir ese proceso, pero más por razones políticas que éticas, sin tener conciencia de los efectos que podía producir en la sociedad vasca y en el conjunto de España, y sin vislumbrar los males que acarrearía ese dispositivo dedicado a matar que sería ETA a partir de entonces. Propició nuestra ceguera una concepción de la violencia revolucionaria muy extendida entre los jóvenes antifranquistas de la época y un punto de vista favorable a las luchas radicales contra el Estado, todo lo cual nos llevó en los años siguientes a mantener una complicidad con lo que ETA representó.
El paso que dio ETA al iniciar la realización de asesinatos políticos llegó de una forma cuando menos poco controlada, mediante decisiones insuficientemente meditadas y debatidas, y sin una reflexión suficiente sobre sus consecuencias.
En primer lugar hay que tener en cuenta que aunque, en los años anteriores, ETA apenas se había servido de la acción violenta, como he apuntado más arriba, la idea de la violencia no había estado ausente de su cultura política. Al contrario. Estaba inscrita en la mentalidad de sus miembros y se proyectaba sobre su futuro.
Así pues, las decisiones políticas de ETA en esos años estaban condicionadas por una suerte de inercia mental que restringía el abanico de sus posibilidades. No estaba en discusión que habría que empezar algún día, y que ese día debía estar próximo.
En segundo lugar: estaba muy reciente, incluso vivo, el conflicto entre ETA, tal como salió de la V Asamblea, y la corriente que se había formado en torno a la Oficina Política, que, a partir de enero de 1967, se constituyó como ETA-Berri.
En ese conflicto tuvo su importancia la cuestión de la violencia política: cuándo empezar a actuar y cómo hacerlo. En 1966, el énfasis que pusieron los adversarios de la Oficina Política en la necesidad de la violencia en el corto plazo probablemente facilitó su conexión con algunos ambientes de ETA familiarizados con la cultura de la violencia instalada en la organización. En esas condiciones, la dirección de ETA, inmersa en la mentalidad que había cultivado, estaba obligada a emprender sin demasiada tardanza el camino de la violencia que había venido preconizando.
Esa obligación se hizo más imperiosa con la muerte de Txabi Etxebarrieta. Ya no era solo que quienes dirigían ETA habían hecho hincapié en la necesidad de iniciar la acciones armadas a corto plazo. A ello se añadía que la Guardia Civil había matado a uno de sus dirigentes. ¿Cómo no reaccionar, sin perder la cara, sin dejar la credibilidad por el camino, cuando la policía había matado a uno de ellos? ¿Cómo evitar verse debilitados si se renunciaba a responder de manera contundente?
Todo esto gravitaba sobre las posibles decisiones de ETA. Junto a esos condicionamientos se hizo presente el azar aunque no en términos absolutos.
Lo ocurrido en Aduna, y luego en Venta Aundi, no fue enteramente casual pero si lo fue en cierta medida. La situación de unos miembros de ETA buscados por la policía que circulaban por las carreteras en condiciones de seguridad escasas podía dar lugar a problemas como el que se presentó aquel 7 de junio. Fue casual esa coincidencia, precisamente en aquel momento y en aquel lugar donde se había montado un control. Pero había algunas probabilidades de que algún día ocurriera un hecho similar. La decisión de disparar al guardia civil Pardines no fue algo meditado, obviamente, ni decidido colectivamente teniendo en cuenta las posibles repercusiones. Pero era algo que, yendo armados Etxebarrieta y Sarasketa, podía suceder.
El asesinato de Manzanas lanzó un artefacto político-cultural con vocación de matar. La violencia política sería, a partir de entonces, un factor creador de identidad y de configuración de un peculiar ambiente social. ETA y esa violencia constituirían el centro de un fenómeno social mucho más amplio que una organización terrorista relativamente reducida.
No es satisfactoria la representación del desencadenamiento de una actividad violenta basada en los atentados mortales como fruto de una deliberación libre de la que entonces era la dirección de ETA. Esa manera de ver las cosas no tiene en cuenta ni los condicionantes ideológicos preexistentes, ni los factores parcialmente fortuitos que intervinieron en aquellos acontecimientos y que influyeron decisivamente en la trayectoria posterior de ETA.
Condiciones ambientales propicias
Diversas circunstancias favorecieron que lo que empezó en el verano de 1968 prosiguiera su curso durante largos años.
Entre ellas, y muy destacadamente, las complicidades encontradas, en mayor o menor grado, en sectores del universo nacionalista vasco. Entiendo por tal un conjunto humano con vertientes sociales, políticas, culturales, ideológicas, económicas y clientelares, en el que se encuentra involucrada una parte de la población vasca que celebra la hegemonía de las fuerzas nacionalistas y de sus ideas, que participa de las relaciones de interacción que se registran en esos medios y que se nutre de recursos culturales e identitarios compartidos.
Para el nacionalismo vasco, el problema español no es solo el de la España exterior sino también el de la España interior en el País Vasco: aquella fracción de la sociedad vasca que se identifica como española o como vasca y española, y que, a los ojos nacionalistas, entorpece una construcción nacional debidamente diferenciada y conforme a los ideales del nacionalismo vasco.
La larga vida de ETA se vio favorecida, asimismo, por las simpatías, cuando no el apoyo, de una parte de la izquierda política y social dentro y fuera de Euskadi. Y también por un ambiente internacional en el que estaba relativamente naturalizada la violencia política.
La existencia misma del franquismo y de la represión policial, con su secuela de detenciones arbitrarias y de torturas, contribuyeron a legitimar la violencia de ETA.
Tal fue el terreno en el que germinó la semilla sembrada en esos años abriendo una época sombría para Euskadi.
No por casualidad fructificó en una nueva generación de jóvenes, que nos integramos en la izquierda revolucionaria, y algunos también en ETA, en los que se podía percibir una tendencia a hacer suyos ideales absolutos y puros, en ruptura total con lo existente; a comprometerse en cuerpo y alma con causas cargadas de dramatismo; a adoptar un voluntarismo radical frente a la actitud insuficientemente activa achacada a las generaciones antifranquistas anteriores.
No fue ajena a estas inclinaciones la formación religiosa recibida por todos los niños y adolescentes bajo el franquismo. Fuimos jóvenes que no habíamos vivido la derrota en la guerra del 36, pero que estábamos bajo el influjo de los relatos que fueron llegándonos. Jóvenes que nos enfrentábamos al régimen franquista con una renovada intensidad. Jóvenes decididos, con una energía evidente, deseosos de obtener resultados expeditivamente. Jóvenes influidos por ideas de izquierda y, en desigual medida, por el nacionalismo vasco. Jóvenes con un claro anhelo de alcanzar las libertades que el franquismo negaba, pero que carecíamos de cultura y de experiencia democrático-liberales y para los que los Derechos Humanos pertenecían a una esfera más bien vaporosa.