Con luces largas: “Vientos de reforma”

 

(Galde 20 – invierno/2018). Alberto Surio. El peligro de la crisis catalana es que la respuesta al independentismo estrangule un debate necesario sobre la pluralidad y la complejidad de España.

El pasado año se cumplieron 500 años del nacimiento de Lutero, el padre de la Reforma protestante que escindió la Europa cristiana en dos grandes corrientes durante mucho tiempo antagónicas, enfrentadas en crueles guerras de religión que dejaron hondas heridas en el continente y profundas secuelas culturales,  políticas y económicas. El mundo católico respondió a aquel movimiento con la Contrarreforma, una manera de replicar a la disidencia mediante el regreso a la ortodoxia más férrea y al dogma. En aquel contexto surgió el arte barroco, como una manera de engatusar al pueblo. También la Inquisición para combatir a los herejes y así atemorizar a los fieles.

Chivos expiatorios

La España del siglo XXI está también labrando su particular Contrarreforma política, con sus sambenitos y sus chivos expiatorios que reducen y simplifican los problemas y los convierten en caricaturas deformadas. Una de las nefastas consecuencias del procés independentista catalán es que, en lugar de promover un debate necesario y saludable sobre la complejidad del Estado español, puede provocar un repliegue neocentralista, que encierra un grave peligro inducido, que acabemos tirando el agua de la bañera como el niño dentro. El indiscutible despertar del nacionalismo español es un botón de muestra elocuente de esta advertencia. La izquierda que defiende más o menos explícitamente una España plurinacional corre el peligro de quedarse fuera de juego por el regreso de una visión unitarista y se siente cada vez más acomplejada para promover una reforma del edificio constitucional de 1978, que tiene algunos de sus cimientos oxidados y necesitan una reparación estructural. Ahogar durante mucho tiempo las inercias reformistas puede terminar provocando una implosión de ruptura. El auge electoral de Ciudadanos -detectado en las encuestas y comprobado primero en Cataluña- refleja que un amplio sector de la sociedad ha interpretado como una agresión identitaria la vía secesionista unilateral. Sirva la metáfora, literaria, pero el unionismo militante partido de Albert Rivera es como el Concilio de Trento para parar a los luteranos aunque se envuelve en una estética regeneracionista y esgrima la bandera del relevo generacional.

Factores de riesgo

Estos vientos de contrarreforma españolista no son precisamente propicios para abrir un debate sobre la actualización del modelo del autogobierno vasco y la reforma del Estado autonómico. Puede que todo lo contrario. Cuando las encuestas en España reflejan un alarmante incremento de quienes quieren desmantelar en la práctica el sistema de las autonomías vuelve a plantearse la conveniencia de reflexionar sobre la relación de fuerzas y el sentido de la oportunidad para plantear determinadas reflexiones reformistas y acometer determinados cambios de naturaleza constitucional. Por ejemplo, en relación al derecho a decidir. Lo que pudo haber sido posible hace tres años, abrir una discusión más o menos tranquila sobre una reforma constitucional, ahora está bajo sospecha. No porque exista un terrorismo que asesina en nombre de un determinado proyecto de asimilación, sino porque las circunstancias, las condiciones objetivas, se han modificado. El temor a la apertura del melón de los nacionalismos se ha convertido en algo imprevisible tras el ‘Brexit; no es privativo de España sino que se va a extender al conjunto de la UE, en donde muchos empiezan a ver a los sentimientos nacionalistas, en general, como un factor de riesgo y a asociarlos con las respuestas populistas al descontento social. Sería una errónea simplificación pensar que son todos iguales. Por ejemplo, los nacionalismos flamenco o lombardo no tienen mucho que ver con el soberanismo escocés, de índole socialdemócrata. El PNV es muy consciente de ello. Frente al discurso de decepción que transmite el nacionalismo catalán por la propia situación de Carles Puigdemont, el nacionalismo vasco no renuncia a dar la batalla ideológica en Europa.

Una de las señas de identidad de la Contrarreforma católica eran en España los autos de fe en los que los condenados de la Inquisición renegaban de sus herejías o eran condenados y quemados en la hoguera con una espeluznante puesta en escena dirigida a aterrorizar al pueblo.  Uno de los grandes triunfos de la secularización ha consistido en alejar a la política de ciertos atavismos primarios. La política democrática no puede nunca ser entendida como una cruzada en la que los esencialismos nacionalistas libran una partida interminable por los siglos de los siglos. La crisis catalana no debería convertirse en un auto de fe con humillados y conversos, sus dogmas y sus ortodoxias. Porque si se mantiene en el bucle de la fe religiosa, hay conflicto para rato.

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