¿A la mierda el trabajo?, perdón ¿de qué trabajo hablamos?

(Galde 18, primavera/2017), Cristina Carrasco.

Cualquier propuesta de acción política que pretenda ser emancipadora debe considerar las desigualdades entre mujeres y hombres e incorporar formas de contribuir a la desarticulación del patriarcado como eje de dominación

El término trabajo se puede entender como la actividad realizada por la especie humana destinada a satisfacer sus necesidades y, por tanto, directamente relacionada con su supervivencia y reproducción. Sin embargo, desde los procesos de industrialización, el concepto de trabajo fue secuestrado por la ideología productivista de las sociedades industriales, estableciéndose una identificación entre trabajo (una actividad) y empleo (una relación social). De esta manera, tradicionalmente, los estudios sobre el trabajo han considerado solo la parte mercantil de la actividad económica y, por tanto, un tipo de trabajo –el empleo– que ha estado socialmente asignado a la población masculina.

Pero una rápida mirada hacia el pasado nos permite observar que a lo largo de la historia de la humanidad se han desarrollado formas de trabajo absolutamente diversas, bajo distintos marcos sociales, con distintos niveles tecnológicos, realizadas por distintos miembros del hogar, dentro o fuera del ámbito doméstico y con o sin remuneración. De estos distintos tipos de trabajo el que históricamente ha ocupado más tiempo y el que siempre ha acompañado al resto de los trabajos es el que podríamos denominar en términos genéricos “de subsistencia directa” y que hoy llamaríamos “doméstico y de cuidados”.

Con la implantación del sistema capitalista (patriarcal), todos los trabajos que se realizan en contextos no mercantiles quedaron devaluados y no reconocidos como trabajo, fundamentalmente, el trabajo doméstico y de cuidados –realizado básicamente por mujeres e implicado directamente en el cuidado de la vida y de los cuerpos– se hizo invisible, a pesar de ser el eje central de la existencia humana. Este “olvido” teórico y político –que ha ayudado a determinar diferencias profundas en los trabajos y en las vidas de mujeres y hombres– no es sorprendente, ya que responde a una ideología patriarcal que ha desvalorizado todo aquello realizado tradicionalmente por las mujeres: sus formas de actuar, de pensar, su cuerpo (utilizado y violentado por lo masculino), el tipo de relaciones que establecen, etc. Y cuando estos trabajos salen al mercado, se mantienen como una actividad de nivel inferior. Así se ha ido construyendo un imaginario colectivo que asocia las actividades de cuidados y reproducción social a la baja cualificación.

Podría resultar curiosa o incomprensible esta desvalorización social de una actividad que es fundamental para la subsistencia de las personas y la reproducción social; ya que sin el cuidado que se realiza desde los hogares a lo largo de todo el ciclo vital: alimentación, niñez, cuidado en la salud, enfermedades, envejecimiento, cuidados afectivos y emocionales, etc., la vida no sería posible. Sin embargo, es perfectamente comprensible desde la perspectiva del sistema económico. La producción capitalista no tiene capacidad ni posibilidades de reproducir bajo sus propias relaciones de producción la fuerza de trabajo que necesita. La reproducción diaria, pero sobre todo la generacional, requiere de una enorme cantidad de tiempo y energías que el sistema no podría remunerar. Pero, además, el mercado no puede sustituir los complejos procesos de crianza y socialización que implican afectos, emociones, seguridades, etc. y que permiten que las personas se desarrollen como tales. Sólo la enorme cantidad de trabajo doméstico y de cuidados que se está realizando hace posible que el sistema económico pueda seguir funcionando. De ahí la invisibilidad que mantiene el sistema del nexo que relaciona ambos trabajos, ya que parte de sus beneficios proviene de ese trabajo no remunerado que le reproduce la fuerza de trabajo.

En nuestras sociedades capitalistas, ambos trabajos –mercantil y de cuidados– son absolutamente necesarios para la subsistencia de las personas, aunque reciben un reconocimiento social muy distinto. El trabajo monetizado goza de valor social (aunque con diferencias importantes según el tipo de actividad), valoración de la que carece el trabajo realizado desde los hogares. Sin embargo, este último es el que está directamente relacionado con el cuidado y la vida de las personas por lo que debiera ser la preocupación social central.

En definitiva, si se quiere reflexionar sobre la cuestión del trabajo, hay que ampliar la mirada y no considerar solo el trabajo remunerado, sino los distintos trabajos necesarios que tienen lugar en nuestras sociedades actuales. Aunque sin olvidar que los distintos trabajos no se realizan todos en un mismo contexto social ni bajo las mismas relaciones sociales; no todos tienen la misma importancia en nuestras vidas; algunos son absolutamente necesarios para la subsistencia y reproducción de la especie (alimentación, cuidados, educación, sanidad, etc.), otros no son básicos pero contribuyen al bienestar y a una vida más humana, y unos terceros  pueden ser prescindibles, e incluso, algunos pueden ser indeseables (como muchos trabajos de publicidad, finanzas, etc.). Estos últimos solo son necesarios para la continuidad del sistema económico capitalista. Por tanto, sería necesario replantear el valor de los trabajos en función de su aportación a los procesos vitales.

Desde esta mirada pierde sentido la expresión “a la mierda el trabajo” o hablar del “derecho a no trabajar” o del “trabajo como bien escaso”. En el primer lugar, respondiendo a la definición de trabajo, queda claro que para satisfacer las necesidades humanas es necesario trabajar (en algún tipo de trabajo). En el segundo, como participantes de una sociedad, todos y todas deberíamos contribuir al proceso común de dar respuesta a las necesidades tanto individuales como colectivas; quien no trabaja pero está en condiciones de hacerlo estaría parasitando de los/as demás. Y, en el tercero, lo que escasea en realidad no es el trabajo, sino los empleos promovidos por quienes tienen el poder de hacerlo. Además, desde nuestra perspectiva, hay que recordar que todos estos procesos no son neutros sino que están atravesados por distintos ejes de desigualdad, entre los cuales normalmente se “olvida” la desigualdad de género.

Por ello, cualquier propuesta de acción política que pretenda ser emancipadora debería tener una visión amplia en relación a los distintos trabajos –discutiendo cuáles serían básicos, cómo se repartirían, cómo se distribuiría la renta-, pero también debería considerar las desigualdades entre mujeres y hombres y, por tanto, incorporar formas de contribuir a la desarticulación del patriarcado como eje de dominación. Los procesos emancipadores obligan a considerar en conjunto los distintos sistemas de opresión. Sabemos que lo que no se nombra no existe. Por tanto, no hacer explícito el poder patriarcal y sus consecuencias sobre la vida de las mujeres es suponer que el modelo de comportamiento masculino en relación a la violencia contra las mujeres, la no asunción del trabajo de cuidados, etc. se resolverá por sí solo sin ningún tipo de intervención social o política.

La propuesta de una renta universal que sostiene la RBU no considera los aspectos señalados ni con respecto al trabajo ni con respecto a las relaciones patriarcales. En primer lugar, su planteamiento está sesgado hacia el trabajo remunerado, considerando de manera muy marginal los otros trabajos, con lo cual, desde nuestra perspectiva, sus posibles resultados serían limitados. Como señalé anteriormente, todos y todas deberíamos realizar algún tipo de trabajo necesario, pero la RBU no asegura ni plantea la distribución equitativa por ejemplo del trabajo de cuidados o de otros trabajos –seguramente desagradables– necesarios para la subsistencia de la población. En segundo lugar, es una visión muy monetarizada, que contempla básicamente los aspectos dinerarios. Estamos de acuerdo en que en la situación actual de gran vulnerabilidad social y precariedad laboral, deberían realizarse políticas para evitar la pobreza, pero deberían realizarse junto a políticas que afecten a la reorganización o redistribución de los trabajos entre todas y todos. Por otra parte, la visión monetarizada también se traduce en su idea de pobreza, considerándola solo pobreza de recursos monetarios, sin tener en cuenta otras dimensiones de la pobreza como la falta de acceso a servicios básicos, la cultura o la pobreza de tiempo, característica esta última de la vida de las mujeres en sociedades capitalistas. Por último, la RBU manifiesta un sesgo neoliberal en su visión de la libertad de elección que tendría la población. Sabemos que la libre elección es un mito, una falacia introducida por la ideología neoliberal. Las personas estamos totalmente condicionadas por ideologías, entorno, presiones sociales, etc. En este sentido, las mujeres podrían “elegir voluntariamente” el trabajo doméstico y de cuidados no necesariamente porque sea su opción de vida, sino porque se vean obligadas por la presión social. Y, si no hay una respuesta colectiva y de la población masculina a la organización y la gestión del cuidado, las mujeres lo asumirán, sencillamente, por el valor que le dan a la vida frente a las exigencias del capital. De aquí la importancia de que cualquier propuesta de cambio incluya formas de influir en el comportamiento masculino para ir transformando el imaginario colectivo de la naturalización del cuidado como asunto de mujeres.

Así pues, si se piensa en alternativas viables actualmente, que tengan como objetivo una vida digna y vivible para toda la población –mujeres y hombres– es necesario considerar un proceso de resignificación de mujeres y hombres más allá de una sociedad patriarcal, un cambio simbólico que conduzca a valorar socialmente las actividades de cuidados que dan sentido a la vida y que las mujeres han realizado a lo largo de la historia. Las relaciones patriarcales no se diluyen por sí solas ni se transforman solo porque se modifiquen las relaciones capitalistas. Por tanto, las propuestas de acción política deberían incorporar en sí mismas lo que alguna compañera denomina “potencialidad género-transformativa”.


Cristina Carrasco es Economista. Profesora de Teoría Económica de la Universidad de Barcelona. Miembra del Instituto Interunivesitario de las Mujeres y el Género de las Universidades Catalanas y de la International Association for Feminits Economic.

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