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La cadena perpetua. Un pena infame.

Autor 10 abril 2015 by inaki

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Julián Ríos Martín. (Galde 09, invierno 2015). La pena de prisión permanente –perpetua-, en principio, tiende a extenderse durante toda la vida hasta la frontera de la muerte de la persona condenada. Éste es el escenario previsible para la casi totalidad de las condenas y es el marco respecto del que hay que realizar las reflexiones sobre su acomodación a las normas constitucionales.

La incorporación al ordenamiento penal de una pena tan grave y lesiva como la que se propone debe estar cargada de argumentos vinculados al cumplimiento de las finalidades que desde la doctrina y la jurisprudencia se asignan al Derecho penal democrático. El legislador debe evitar razones de política partidista adoptadas por razones coyunturales atribuibles a la presión de determinadas personas, o de asociaciones de víctimas, o realizadas con la intención de desviar la atención social de las raíces de la inseguridad –crisis financiera, corrupción, desconfianza en los políticos- hacia la relacionada con el delito, particularmente si con ello se ponen en tela de juicio las bases, principios y fundamentos del derecho penal heredero de la Ilustración. También debe considerarse inadecuado fundamentar su incorporación al Código apostando por introducir la teoría del denominado “Derecho penal del enemigo” en el derecho positivo penal. Ésta busca satisfacer una demanda público-mediática de mayor seguridad, control, a través del encierro, castigo, represión y prolongación de la reclusión de personas condenadas por delitos muy graves ante la sensación ciudadana de que éstos no reciben suficiente castigo o de que no son debidamente controlados.

Cuando se conocen los gravísimos delitos frente a los que se puede aplicar la pena de prisión perpetua revisable, a cualquier ciudadano le puede parecer justa, e incluso, escasa. Pero el Estado no puede quedar atado a la opinión que una buena parte de los ciudadanos tienen en torno al fenómeno delictivo y que se expande y consolida a través de los medios de comunicación. Sin duda, en el proceso de elaboración de las leyes penales tiene que escuchar a las víctimas de cualquier delito, pero eso no significa que el legislador tenga que otorgarles legitimidad absoluta para dictar en exclusiva la política criminal a seguir, sobre todo cuando el debate público-mediático está huérfano de una reflexión serena con todos los elementos jurídicos y sociológicos del fenómeno delictivo.

La incorporación de la cadena perpetua al Código penal no puede pasar desapercibida en la sociedad sin un mínimo de reflexión que vaya más allá del ámbito de la venganza. Por un lado, porque afecta intensamente a los derechos fundamentales de personas concretas, y nadie está exento que se le pueda imponer, bien porque en situaciones extremas e imprevisibles en un momento determinado se vea abocado a cometer un delito tan grave, o bien, porque sin haber delinquido, pudiera existir, como lamentablemente ocurre, un error judicial. Por otro, porque trasciende lo individual. Cuando el Estado incorpora a la legislación criminal una pena de estas características pone en cuestionamiento nuestra concepción de Estado social y democrático de derecho que se asienta sobre una premisa incuestionable que aparece derivada de la forma política que ha adoptado el Estado en nuestra Constitución y que exige que todo sacrificio de la libertad ha de reducirse a lo absolutamente necesario para conseguir un objetivo que constitucionalmente lo justifique y que, en todo caso, siempre respete los derechos humanos. Además, porque es previsible, debido a la tendencia existente en nuestra sociedad en los últimos 20 años, en los que se ha modificado el Código penal veinticuatro veces, todas ellas para endurecerlo, que el siguiente debate público sobre las penas a imponer por graves delitos sea el de la pena de muerte. Por tanto, cerrar la puerta de la prisión perpetua, es el cortafuegos para la existencia de tal debate. Está en juego, no sólo la cadena perpetua, sino el pre-juicio de la pena de muerte.

Más que seguir exponiendo argumentos, es preferible plantear preguntas… ¿Cómo se salvará el derecho a la “dignidad” cuando alguna persona condenada a prisión perpetua muera en la cárcel, como lamentablemente ocurre con más frecuencia de la esperada?, ¿quedará libre éticamente de esa muerte quien la ordenó, aunque fuese en aplicación de una norma legal? De no existir apoyo familiar y/o social -que será lo más previsible después de tantos años encerrado-, ¿dónde se excarcelará a una persona anciana, u otra más joven y gravemente enferma?, ¿qué profesional, con qué rigor y medios hará el juicio de valoración de los padecimientos incurables, y la dificultad para delinquir de una persona condenada de por vida, confinada y aislada del mundo social durante muchos años?, ¿qué consecuencias tienen los trámites burocráticos en una persona muy enferma en prisión?, y si esa persona tiene o ha generado problemas de salud mental, ¿qué otra salida tiene salvo la de morir en un psiquiátrico penitenciario? Una persona condenada a prisión perpetua por la comisión de un asesinato, ¿es posible que se mantenga sin conflictos, es decir, con un comportamiento correcto durante 25 años de condena en una cárcel para que, al menos, exista el requisito de buena conducta penitenciaria? ¿cómo se garantiza que en la decisión administrativa de denegación del régimen abierto no se utilicen criterios y conceptos jurídicos indeterminados que son empleados habitualmente por la cárcel para no aplicar este régimen de vida a presos comunes -“faltan por consolidar factores positivos”, u otros de imposible acreditación- y que se convierten en conceptos extrajurídicos para ceder ante la presión mediática, que en estos tiempos de “populismo punitivo” resulta tan influyente especialmente respecto de delitos que generan tanta alarma social? ¿qué circunstancias familiares y sociales positivas puede tener una persona después de, al menos, 25 años ininterrumpidos de aislamiento social en una prisión? ¿de qué programas de tratamiento y formación educativa y laboral dispone la administración penitenciaria para ofrecer a las personas condenas por estos delitos graves y sometidos a largas condenas?; en caso de tener algún problema de salud mental, ¿qué intervención institucional existe más allá de estar en un patio de un psiquiátrico penitenciario? ¿qué profesionales de la administración penitenciaria, en qué condiciones técnicas, con qué rigor, bajo que presiones institucionales, van a emitir los informes de pronóstico? ¿cómo influirá la ausencia de permisos en la clasificación tercer grado? ¿cómo se puede tener un pronóstico favorable después de valoración de variables que ponen el énfasis en las consecuencias que el paso de los años encerrado puede tener en la persona? ¿qué peso tendrá la gravedad del delito?, ¿y la repercusión mediática?…

Mucho me temo que una respuesta honesta por parte de quienes conocen este ámbito habrá de admitir que, salvo excepciones, la casi totalidad de las personas no tendrán posibilidades de acceso al tercer grado ni a la suspensión transcurridos 25 años, ¿en qué condiciones de seguridad se deja a los profesionales de la administración penitenciaria frente a personas que ya no tienen nada que perder porque se les arrebatan sus expectativas de libertad?, ¿en qué condiciones quedarán en los centros penitenciarios, cuando quienes ahora cumplen largas condenas se encuentran sin actividades específicas, viendo pasar el tiempo como un abismo sin fin?, ¿con qué medios económicos –personales/materiales- cuenta la administración penitenciaria para hacer frente a esta medida? Recordemos que la estancia en prisión por persona/año cuesta 36.000 euros aproximadamente, ¿cómo va a influir en la ya existente masificación penitenciaria? ¿por qué no se ha hecho un informe del impacto económico que tendrá esta medida y puesto en relación con el endurecimiento generalizado en la extensión y en el cumplimiento de las penas de prisión que implica esta reforma penal?, ¿prevé el pre-legislador que las cárceles se terminarán convirtiendo en geriátricos?… ¿es cierto que la confianza en la administración de justicia se obtiene aplicando la cadena perpetua, cuya institución podría sobrepasar los límites constitucionalmente marcados al poder punitivo del Estado? ¿hasta dónde los ciudadanos están dispuestos a ceder en el binomio seguridad ciudadana/libertad y derechos fundamentales? ¿el descrédito de la confianza de los ciudadanos en la administración de justicia no será por otros motivos distintos de la no existencia de la prisión perpetua y otros temas relativos a la aplicación de las penas? ¿la desconfianza no residirá en la ausencia de medios materiales y personales para llevar adelante los procedimientos de instrucción, enjuiciamiento y ejecución con un mínimo de eficacia en la gestión? ¿no será porque ni los políticos ni los banqueros que han provocado la “ruina económica” del Estado, asumen –salvo contadas excepciones- algún tipo de responsabilidad, ni política, ni penal, salvo contadas excepciones? ¿no tendrán algo que ver los obstáculos que el poder político pone en los procedimientos penales sobre delincuencia de “cuello blanco”, o de corrupción y que se dilatan en el tiempo por las maniobras de los famosos abogados que provienen de la universidad, la fiscalía y la judicatura urdiendo estrategias para conseguir que casi todos los procesos se eternicen en los tribunales para que no acaben nunca en condena efectiva?, ¿no será porque se imponen tasas con la excusa de aligerar la justicia cuando se está impidiendo el acceso a la administración de justicia, a la tutela judicial efectiva?, ¿no será por la desinformación que sobre el sistema penal, su alcance y eficacia, existe entre los ciudadanos?

¿No es la cadena perpetua una pena inhuma por la falta de expectativas de libertad para el penado? ¿No supera lo aceptable humanamente pasar 25 años, entre muros, concertinas y barrotes? ¿Qué dirá, si le aplican esta pena a usted o a un familiar?

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