Sobre paz lingüística, lenguas propias y otra(s) historia(s)

 

Galde 38, udazkena 2022 otoño. Antonio Duplá.-

En su novela Martutene, publicada en 2013, Ramón Saizarbitoria escribe en un momento dado lo siguiente: «Y eso porque el euskera ha dejado de ser considerado como un bien común y un vínculo afectivo de todos los vascos» (p. 405). En euskera: «Eta hori, euskarak utzi egin diolako Euskal Herriko herritar guztien ondare eta lokarri afektiboa izateari» (p.411). Acababa de aludir al funeral de Ferdinand Aire Xalbador, celebrado en El Buen Pastor de San Sebastián en noviembre de 1976, cuando se había reunido, en palabras de nuevo de Saizarbitoria, «tanta gente de tan distintos orígenes y tendencias».

El diagnóstico del célebre escritor puede resultar triste, pero me temo que es bastante acertado. ¿Puede tener que ver esa situación con la política lingüística promovida por el Gobierno vasco en las últimas décadas en el mundo educativo y en la Administración pública? No diría yo que no. Es cierto que la política lingüística nace con un importante consenso político y social, apoyada en el Parlamento vasco en noviembre de 1982 por todos los partidos excepto Alianza Popular. La «Ley 10/1982, de 24 de noviembre, básica de normalización del uso del Euskera» se publica en el Boletín Oficial del País Vasco en diciembre. Ha llovido mucho desde entonces y, si es evidente el avance conseguido en ese proceso de normalización del euskera durante este tiempo, también lo es que la política lingüística sigue siendo fuente de polémica y que la lista de agraviados por la aplicación de dicha política en distintos ámbitos ha aumentado.

En el anterior número de Galde, el 36, se publicaban dos artículos sobre estos temas, más en concreto en torno al concepto de «paz lingüística». Kike Amonarriz Gorría escribía «Bake linguistikoaz eta hizkuntza gatazkez» y Alberto López Basaguren «Sobre paz lingüística. La convivencia democrática en sociedades multilingües»; además, en ese número Lourdes Oñederra, en su «Ibiltari baten egunkaritik” lo hacía sobre «Euskaldunak, galeperrak, lurrikarak». Y en el número anterior, el 36, el dosier esta dedicado a la Nueva Ley de Educación, en la que el tema del euskera es lógicamente central y, en la entrevista realizada al comienzo del dosier a Lourdes Imaz, se aludía también, allí críticamente, a la «paz lingüística».

Pero volvamos a los dos artículos del numero 35 de Galde. Creo que ambos autores reconocen sinceramente la complejidad de las sociedades multilingües, así como las dificultades de armonizar y resolver de forma igualitaria y democrática los conflictos derivados de la convivencia de personas y comunidades de distintas lenguas. Pero creo que la perspectiva de los dos artículos es notablemente diferente, lo cual hace difícil el establecer puntos de contacto y acercamiento.

Kike Amonarriz comenta en términos generales la situación de las lenguas minorizadas en el mundo, señalando diferentes posibilidades, pero sin recordar suficientemente, en mi opinión, el hecho de que a estas alturas y tras cuarenta años de autogobierno opulento y euskaltzale, no se puede comparar la situación del euskera con realidades de Islandia, Nueva Zelanda, China o América Latina. Aquí, en la CAV, algo menos en Navarra y aún menos en Iparralde, el euskera está promovido oficialmente, la cultura vasca en euskera está fuertemente subvencionada, el euskera es ahora un trampolín para acceder a la Administración y es precisamente su desconocimiento, y no su dominio, lo que puede convertirse en un factor de discriminación. En su artículo plantea en todo caso un tema muy interesante, que podría tener un largo recorrido y sí podría suponer un punto de encuentro. Hablando de generalizar el conocimiento del euskera, habla de al menos varios niveles de comprensión (ulermena), para que nadie estuviera obligado a cambiar de lengua y pudiera utilizar aquella de las dos oficiales que quisiera, gracias a la capacidad de comprensión del interlocutor o interlocutora en cualquiera de las dos lenguas de nuestra comunidad. Creo que es un punto muy interesante, que merecería incluso un tratamiento institucional, reglado, que reconociera oficialmente ese estatus, como un estadio reconocido y no necesariamente como una mera transición hasta el estatus de pleno hablante ( la condición de belarriprest de Euskaraldia no deja de presentarse como una más o menos temporal estación intermedia hasta llegar a la plena condición de «buen vasco» como ahobizi).

Por su parte, López Basaguren destaca cómo en el caso vasco se ha aceptado el reconocimiento general de la oficialidad de una lengua en todo el territorio (en nuestro caso, en la Comunidad Autónoma Vasca), sin atender a la realidad sociolingüística particular de su implantación territorial; además, se ha apostado por un sistema de «integración lingüística» y por la imposición del aprendizaje preceptivo de las lenguas oficiales en el sistema educativo, algo extraordinario en el mundo de las comunidades multilingües, pero que aquí se acepta como algo natural e incuestionable. Advierte además de la necesidad imperiosa de mesura en la gestión de los modelos de integración, pues de la protección del grupo lingüístico minorizado se puede llegar hasta la coerción (las polémicas en torno al castellano en el sistema educativo en Cataluña nos están hablando directamente de esos problemas, cuando se aplica un modelo propio de regímenes monolingües a una realidad que no lo es).

Me temo que en este terreno, como en tantos otros en nuestro pequeño país, nos topamos con el peso de la ideología. Ideología que en su imaginario de país juega con una Euskadi monolingüe euskaldún, donde el castellano es rechazado como lengua foránea impuesta a sangre y fuego, y el bilingüismo fuera una situación derivada de la opresión secular de agentes externos. No importa que los datos históricos y lingüísticos cuestionen la existencia, en ningún momento, de una comunidad monolingüe, que esos datos hablen, al contrario, de una realidad multilingüe desde al menos, el primer milenio a.C., de que el castellano, por historia, raigambre y presencia, puede ser considerada históricamente igualmente lengua de aquí. La ideología manda. No importa que los especialistas insistan en la importancia de la enseñanza en la lengua materna para adquirir destrezas lingüísticas y que ese mismo proceso favorezca el aprendizaje de otras lenguas. Aquí, en la práctica, en el sistema educativo se ha impuesto (salvo porcentajes marginales que atienden a determinados sectores sociales) por la imposición generalizada del modelo D, pensado en principio para el alumnado vascohablante, y por la práctica exclusión del castellano, estrategia que los balances más objetivos y los resultados de determinadas pruebas educativas internacionales no avalan y que sería, por lo tanto, revisable o, cuando menos, cuestionable. Pero la ideología manda y el euskera va a ser el eje del nuevo Plan de Educación en una renovada estrategia de inmersión lingüística. En otro orden de cosas, la generalización abusiva de la exigencia del euskera en la Administración pública sin atender a criterios sociolingüísticos territoriales, en puestos que no necesitan de esa competencia lingüística para desarrollar su función, sigue respondiendo a ese esquema ideológico. No es casualidad que las protestas ante esa situación provengan fundamentalmente de CCOO y UGT, mientras la autodenominada mayoría sindical vasca no parece ver mayor problema en el tema.

Poco antes de aprobarse la ley de 1982, el gran lingüista Koldo Mitxelena escribió que había que asegurar la continuidad y el desarrollo del euskera «sin aventuras maximalistas». No parece que se esté siguiendo el consejo del gran sabio vasco y las prisas han mandado y mandan en el proceso de normalización oficial del euskera. Así el mero hecho de plantear el problema en términos de «paz lingüística» puede ser considerado una perversión, como le pude oír a un contertulio en Euskadi Irratia. Diríase que la misma noción de «paz linguïstica» es rechazada en numerosos sectores euskaltzales porque simplemente pone de relieve una realidad derivada de una comunidad bilingüe y las dificultades que una realidad tal, en cualquier lugar del mundo, supone.

Antonio Duplá

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