Una práctica ancestral cargada de futuro. Reivindicación del “comonismo”

Imanol Zubero (Galde 07, verano/2014). La concesión en 2009 del Premio Nobel de Economía a la norteamericana Elinor Ostrom ha vuelto a situar en la agenda teórica y en el debate público una de las cuestiones más controvertidas en el pensamiento social y económico: cuál es la mejor manera de abordar los problemas de acción colectiva a los que se enfrentan los individuos cuando utilizan recursos de uso común. Durante mucho tiempo, la respuesta a esta cuestión ha estado dominada por la perspectiva Hardin/Olson, o al menos por una cierta interpretación de estos dos autores: a) Los recursos comunes son demasiado importantes (y frágiles) como para dejar su gestión exclusivamente en manos de quienes tienen acceso libre a ellos, pues estos acabarán por poner su interés individual por encima de cualquier consideración de bien o de beneficio común (Hardin). b) Los individuos, a pesar de estar personalmente interesados en que ciertas reivindicaciones colectivas tengan éxito (ya que en ese caso cada uno obtiene un beneficio individual) se ven, sin embargo, tentados de no participar en la acción colectiva confiando en que el compromiso activo del resto de miembros de la asociación sea más que suficiente para alcanzar los objetivos propuestos, a la vez que se ahorran los costes asociados al hecho de participar personalmente (Olson).

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Ambas perspectivas coinciden en la apreciación de que, en sociedades complejas, los problemas derivados de la gestión de bienes comunes no pueden resolverse confiando exclusivamente en la voluntad cooperativa de los individuos, sino que exigen alguna forma de disciplinamiento exterior de las tendencias egoístas, ya sea mediante la regulación pública (Estado) o mediante alguna forma de privatización de los bienes (mercado). Ostrom cuestiona teórica y empíricamente esta perspectiva, característica del pensamiento económico y politológico dominante: “Ni el Estado ni el mercado han logrado un éxito uniforme en que los individuos mantengan un uso productivo, de largo plazo, de los sistemas de recursos naturales. Por otra parte, distintas comunidades de individuos han confiado en instituciones que no se parecen ni al Estado ni al mercado para regular algunos sistemas de recursos con grados razonables de éxito durante largos periodos”.

Como señala Bollier, quizás por no ser economista fue capaz de ver con claridad que las teorías del libre mercado fracasan a la hora de explicar muchos fenómenos de enorme relevancia económica; y quizás por ser mujer Ostrom fue capaz de prestar atención a los aspectos relacionales de la actividad económica. Esta mirada resulta preciosa –en el doble sentido de valiosa y escasa- en la actualidad.

La construcción social de los bienes comunes

La enorme complejidad de los bienes y recursos del mundo y su no menos compleja gestión se ha ido reduciendo siglo a siglo hasta prácticamente agotarse en los dos grandes espacios institucionales e ideológicos que han configurado las tensiones sociales y políticas que han definido a las sociedades industriales avanzadas desde el siglo XIX hasta la actualidad: el espacio y la lógica del Estado y el espacio y la lógica del mercado. Mercado y Estado han sido las instituciones que más poderosamente han construido los imaginarios sociales característicos de las sociedades modernas, hasta hacernos creer que todo aquello que no encaje perfectamente en el marco normativo definido por cada una de esas instituciones no sería otra cosa que un residuo de tiempos pasados o una rareza contemporánea sin mayor relevancia. ¿Las “suertes” de leña de montes comunales? Una tradición curiosa, propia del mundo rural. ¿La economía social y solidaria? Una realidad interesante, pero cuyo valor simbólico –en cuanto encarnación de solidaridad, ambición inclusiva o preocupación por los colectivos más vulnerables- es mucho mayor que su peso real.

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El eje público/privado se ha convertido en la gran autovía por la que circulan las sociedades más desarrolladas: con dos sentidos concebidos en ocasiones como antagónicos –o privado o público-, considerando la posibilidad de combinar en proporciones distintas ambas perspectivas, en otros. Otras posibilidades de gestión y organización de carácter más social, auto-organizado, cooperativo o comunal, se han visto reducidas a carreteras locales o a vías rurales, escasamente transitadas y poco relevantes. Pero, ¿realmente es así? ¿Realmente puede reducirse toda la complejidad de bienes y recursos necesarios para la existencia de la humanidad a dos grandes principios de gestión (de producción, de apropiación, de distribución), público o privado, planteados además en términos excluyentes?

“El pensamiento convencional –recuerda Antonio Lafuente- divide los objetos, cualquiera que sea su naturaleza, entre los que pertenecen al mercado y los que tutela en Estado. Sabemos, sin embargo, que hay un tercer sector, cuya importancia necesita urgentemente ser apreciada: el procomún”. ¿De qué bienes estamos hablando? ¿Cuáles son esos bienes susceptibles de ser gestionados desde una perspectiva distinta de la convencional distinción entre gestión/propiedad pública o privada y que constituirían un “tercer sector” que Lafuente denomina procomún, pero que también cabe nombrar como “bienes comunes”, commons o, simplemente, “comunes”? El procomún es la nueva manera de expresar una idea muy antigua: que algunos bienes pertenecen a todos, y que forman una comunidad de recursos que debe ser activamente protegida y gestionada por el bien común. El procomún lo forman las cosas que heredamos y creamos conjuntamente y que esperamos legar a las generaciones futuras. Al procomún pertenecen los dones de la naturaleza, como el aire, el agua, los océanos, la vida salvaje y los desiertos, y también los «activos» compartidos como Internet, el espacio radioeléctrico empleado en las emisiones y las tierras comunales. El procomún incluye nuestras creaciones sociales compartidas: bibliotecas, parques, espacios públicos, además de la investigación científica, las obras de creación y el conocimiento público que hemos acumulado durante siglos.

Así pues, hay bienes privados, bienes públicos y hay, también, bienes comunes, recursos que pertenecen a todas y a todos. Un mismo bien, pongamos por caso la salud, puede ser considerado un bien público (cuando el acceso es universal y gratuito), pero también un bien club, de acceso restringido (mediante formas de copago) o un bien privado (cuando se privatiza). Muchos bienes considerados en un momento determinado como públicos pueden experimentar limitaciones de acceso en función de la congestión o sobreexplotación que el libre acceso puede provocar: es el caso de los parques nacionales con restricciones de acceso o de estancia, o el de las carreteras de peaje; de esta forma, se convierten en bienes club. Puede darse también el caso de que un bien privado como, por ejemplo, el Palacio de Liria propiedad de la Casa de Alba, pueda abrirse al acceso gratuito pero limitado de visitantes. O que unas tierras sean ocupadas por el Sindicato Andaluz de Trabajadores y las conviertan en recurso común, al margen de su anterior condición de bien público (como es el caso de Las Turquillas, propiedad del ejército de Tierra) o privado.

Por eso, más que por sus supuestas propiedades o “naturaleza”, la aproximación más interesante a bienes comunes tiene que ver con las prácticas discursivas y socio-políticas que se plantean en torno a ellos. Es en este sentido que desde el Observatorio Metropolitano de Madrid se refieren a los comunes como hipótesis política y práctica comunitaria. Pensemos en el caso de las plazas y espacios públicos convertidos en escenario de reunión, deliberación, encuentro, protesta y propuesta en Egipto, Atenas, Barcelona o Madrid: espacios públicos convertidos en “comunes urbanos” en la medida en que la gente los utilizó para expresar sus visiones y demandas políticas (Harvey). Desde esta perspectiva lo que hace que un bien o recurso se convierta en común es la práctica social del commoning, entendida como una práctica que produce o define un cierto bien. Los llamados “bienes comunes” no son meros bienes, no son “cosas” separadas de nosotros; ni siquiera son solo bienes compartidos. No son simplemente el agua, el bosque o las ideas. Son prácticas sociales de “commoning”, de “comunización”, basadas en los principios de compartir, cuidar y producir en común. Para garantizarlas, todos los que participan en un “común” tienen el derecho de codecidir las normas y reglas de su gestión.

Así pues, los bienes comunes o commons pueden ser (o no ser) cualquier bien o recurso definido como tal en función de diversos principios: la naturaleza del recurso en cuestión, las funciones que cumplen, las relaciones sociales que se organizan en torno al mismo, o las prácticas sociopolíticas de commoning que se organizan en torno a dicho bien. Son estas últimas las que me parecen más interesantes en el momento actual, pudiendo identificarse en la oleada de ocupaciones creativas que desde hace dos años sorprende al mundo proponiendo una nueva concepción de lo público a partir de la idea de “lo común” (Subirats). Y es que, como cuenta Amador Fernández-Savater que le dijo una amiga en Sol: “Ya no se trata de tomar la calle, sino de crear la plaza”.

La perspectiva de los bienes comunes, del procomún, es una oportunidad para volver a pensar la autonomía y la iniciativa de los individuos sin caer en el administrativismo y la burocratización, pero sin abandonarlas en manos del mercado y de su lógica competitiva. Nos permite volver a pensar la sociedad como un proyecto relacional, alejado de cualquier forma de comunitarismo tradicional -imposible o cuando menos indeseable en un tiempo de individualismo institucionalizado-, pero fundado en la construcción cooperativa por parte de individuos asociados libremente.

Tal vez el procomún sea el lugar social donde, por fin, el ideal revolucionario de la fraternidad encuentre el sitio que nunca tuvo, a diferencia de lo que ocurrió con la libertad, que enraizó y floreció en el espacio del mercado, y con la igualdad, que lo hizo en el espacio del Estado.

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Este artículo es parte de un trabajo más amplio: “De los comunales a los commons: la peripecia teórica de una práctica ancestral cargada de futuro”, Documentación Social, nº 165, 2012, pp. 15-48.

Categorized | Dossier, Economía, Política

Un mundo en cambio, Iñaki Gabilondo. STM | Galde

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