Programas, planes y memorias

Gogora

(Galde 13, negua/invierno/2016). José Antonio Pérez. El 4 de noviembre de 2014 el lehendakari Íñigo Urkullu presentó el “Programa Base de Prioridades 2015-2016 en materia de Memoria Histórica”, un texto donde se recogían las diferentes iniciativas que en esta materia se impulsarían desde el gobierno vasco en los próximos años. El programa en cuestión concretaba lo ya adelantado en 2013, en el famoso y polémico Plan de Paz y Convivencia, que tantas críticas levantó en su momento desde diferentes ámbitos, incluido el académico y el de diferentes colectivos de víctimas. Todo ello se ha materializado recientemente en la puesta en marcha de Gogora, el Instituto de la Memoria del País Vasco y en el Programa de actuación aprobado para el periodo 2015-2016.

La gestión de las Políticas Públicas de la memoria no es, desde luego, una cuestión sencilla de resolver en un país como este, que ha vivido durante las últimas décadas diferentes fenómenos de violencia política. Sin embargo, el reto al que nos enfrentamos no es muy diferente ni mayor que aquel que han tenido que encarar otras sociedades afectadas por fenómenos similares, e incluso más dramáticos que el vivido por la sociedad vasca.

No existen fórmulas ni recetas mágicas para tratar de cerrar ese tipo de heridas. Tampoco las tenemos nosotros, pero sin duda alguna el conocimiento de la historia puede ser un buen antídoto contra el olvido. Sin embargo, la incorporación de esta disciplina a las políticas públicas de la memoria impulsadas por las instituciones siempre constituye un tema delicado. La historia debe atender, sobre todo, a la verdad de lo ocurrido, tratando de establecer un relato coherente que ofrezca una explicación plausible sobre lo sucedido a partir de las herramientas y materiales de los que nos surtimos los historiadores y esto debe hacerse de forma independiente, al margen del discurso político dominante y de visiones autocomplacientes del pasado. Por ello, la labor de los historiadores levanta en muchas ocasiones las suspicacias de los poderes públicos, que aspiran en este terreno -más aún cuando se trata de un asunto tan delicado como el de la memoria de las víctimas de la violencia política-, a alcanzar una serie de objetivos bastante más elevados que los nuestros, como la Paz o la Convivencia (ambas en mayúsculas) dentro de una sociedad que se ha visto afectada por el terror.

La pretensión de las instituciones públicas en este sentido es loable, aunque para ello tengan que recurrir en ocasiones a determinados vericuetos y discursos alejados de aquellos que manejamos los historiadores o se vean abocados a elaborar documentos que omiten o sortean determinados hechos incómodos, en aras de un mínimo consenso político y social. Todo ello puede resultar incluso comprensible, cuando se tiene el objetivo -en nuestra opinión, imposible- de integrar diferentes memorias y diferentes relatos, en ocasiones diametralmente opuestos, con el fin de establecer una especie de memoria compartida, de memoria coral sobre lo sucedido.

En este sentido, lo establecido en el citado programa base de prioridades para el tramo final de la legislatura del actual gabinete autónomo y el programa de actuación de Gogora para el periodo 2015-2016 es fiel a las esencias del Plan de Paz y Convivencia, y reproduce los principios y objetivos básicos sobre los que se vienen sustentando las políticas públicas de la memoria durante los tres últimos años en el País Vasco. El nuevo texto se articula a partir de una serie de proyectos que se dividen en trasversales, otros relativos a la memoria histórica (1936-1975) y por último los centrados en la memoria reciente (1960-2011) y se desarrollan en tres niveles: gestión, investigación y difusión.  El reto de incluir en el mismo memorial a víctimas de la represión franquista y víctimas de esa “memoria reciente” es, cuando menos, arriesgado, sobre todo si se tiene en cuenta que una parte substancial de las víctimas de esta última corresponden al terrorismo, cuyo término parece omitirse, y más específicamente al que impuso ETA.

Como miembro de la comisión nombrada en julio de 2011 por el Gobierno Vasco para la elaboración de un proyecto de Instituto de la Memoria puedo confirmar que este fue un tema especialmente sensible, tanto en su encargo como en su desarrollo posterior. El extenso informe elaborado durante seis meses establecía una larga introducción sobre esta cuestión que ha sido recogida tan solo en una pequeña -pequeñísima- parte en la actual exposición de motivos de la Ley que puso en marcha el Instituto de la Memoria. De aquel proyecto entregado en diciembre de 2011 se ha suprimido un extenso desarrollo sobre esta cuestión, donde se hablaba claramente de las diferencias entre el fenómeno de la violencia política vinculado a la guerra civil y la represión franquista por un lado y por el otro, el que significó el terrorismo. Todo ello ha quedado reducido en la citada exposición de motivos del Instituto de la Memoria a un párrafo de tres líneas que no despeja demasiadas dudas a este respecto. La propia división en dos periodos que se solapan: memoria histórica (guerra civil y franquismo) y memoria reciente (diferentes fenómenos de terrorismo, represión tardofranquista y abusos policiales) puede contribuir, sin duda, a profundizar en esta confusión y a herir sensibilidades que entre las víctimas siguen aún a flor de piel.

Un efecto muy similar se observa, por ejemplo, en una de las iniciativas más conocidas, también recogida por el programa, como la denominada Plaza de la Memoria. La incorporación de testimonios de “diferentes violencias y sufrimientos” sin diferenciar ni contextualizar su origen ni consecuencias, y sin explicarlos debidamente, da una sensación de totum revolutum que contribuye, sin duda, a difuminar la responsabilidad del horror que corresponde a cada fenómeno, extendiendo, además, un relato sobre el pretendido conflicto vasco, aunque sin citarlo expresamente, que arranca en la guerra civil y termina con la desaparición de ETA.

  El terrorismo y sus víctimas, aunque este no sea un memorial dedicado a este fenómeno, precisa de un tratamiento específico y no solo por la magnitud del asunto (el 92% de los crímenes políticos cometidos en Euskadi entre 1968 y 2011 corresponden a ETA y organizaciones afines, mientras el 7% fueron responsabilidad de los diferentes grupos de extrema derecha y los GAL) sino porque se trata de un tipo de violencia que, a diferencia de los otros que se engloban en esa memoria reciente, tuvo un importante apoyo social y político que prestigió a sus verdugos y humilló a sus víctimas.

Hay, sin duda, aspectos muy positivos en el programa de actuación de Gogora, como una reordenación de todos los materiales y bases de datos elaborados durante los últimos años gracias a las subvenciones públicas impulsadas por el Gobierno Vasco. Además, la mayor parte de los proyectos (exhumaciones, revisión del callejero franquista…) están, en general, bien planificados y fundamentados, aunque algunos de ellos deberían haber sido debatidos con un mayor rigor, sobre todo, contando con especialistas contrastados en los diferentes ámbitos que abordan.  Por ejemplo, la ubicación del Columbario de la dignidad dedicado a las víctimas no identificadas y a los desaparecidos de la guerra civil, inicialmente prevista en Elgoibar, no parece la más adecuada, porque favorece y consolida claramente una determinada visión y sensibilidad política, la nacionalista, en detrimento de otras que tienen también su importancia en este país.

Además, sería necesario, en nuestra opinión, contar con el apoyo y asesoramiento de historiadores en la Comisión que elaborará un Informe Base de vulneraciones de derechos humanos en el franquismo (1936-75), con el fin de no repetir algunas de las carencias que se observaban en otros informes anteriores, como el  elaborado sobre el periodo 1960-1978, o los observados en los retratos municipales, una serie de listados de víctimas que hubieran necesitado de un mayor rigor y complejidad en la explicación de los contextos históricos donde se produjeron todos aquellos hechos.

Como decimos, estamos ante un importante reto, que debe ser, ante todo, respetuoso con la verdad y con la memoria de las víctimas, capaz de difundir un relato veraz sobre lo ocurrido, evitando equidistancias y rentabilidades políticas.

José Antonio Pérez

Historiador del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda.

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