La izquierda marrón latinoamericana

Amazonia

Eduardo Gudynas.

Cada vez se hace más difícil responder a la curiosidad europea sobre las particularidades de la actual política en América del Sur. De la misma manera, no pocas veces la deriva de los gobiernos de Europa occidental resultan extrañas y anticuadas para un sudamericano. Muchos en España miran con atención a la izquierda sudamericana, ya que mantiene el crecimiento económico, no han caído en crisis graves, y en casi todos los casos han logrado disminuir la pobreza. Incluso algunos siguen con admiración a personas como Lula da Silva, un presidente que viene del movimiento obrero, o la excéntrica austeridad de José “Pepe” Mujica, que sigue viviendo en una modestísima casa. Todo eso es muy comprensible, porque esas condiciones están lejos de las crisis económicas europeas, y de los desplantes de algunos presidentes (basta recordar a Sarkozy en Francia o Berlusconi en Italia). Pero si se hace un esfuerzo para ir más allá de lo superficial, y de los titulares de la prensa convencional, la situación de la izquierda sudamericana se está volviendo cada vez más compleja.

Empuje y freno

En primer lugar es apropiado comenzar por reconocer los aspectos más positivos. Distintos grupos que se autodefinen como izquierda o progresismo alcanzaron el poder en buena parte de los países sudamericanos, comenzando por Hugo Chávez. Hacia mediados de la primera década del siglo XXI la mayor parte de los gobiernos sudamericanos estaba en manos del progresismo y como resultado de procesos democráticos.

Sus administraciones logran hacer crecer las economías (desde los valores modestos de Brasil de 0.9% en 2012, a 5% y más en Bolivia, Ecuador y Venezuela), multiplican las exportaciones, y reciben un aluvión de inversión extranjera (por ejemplo, en Argentina, pasaron de casi 4 mil millones dólares en 2005 a más de 11 mil millones en 2012). La pobreza comenzó a reducirse en casi todos los países, el desempleo también disminuyó. El Estado estaba de regreso, y se vivieron cambios dramáticos en varios sectores, destacándose Venezuela, Bolivia y Ecuador, donde se impusieron controles y tributos sobre la explotación de hidrocarburos.

Los nuevos gobiernos en varios países llegaron de la mano de sectores populares que durante muchos tiempos fueron perjudicados y marginados por las políticas de estirpe neoliberal. Un ejemplo es Evo Morales en Bolivia, que conquista la presidencia con fuerte apoyo indígena. Otros lo hicieron tras el derrumbe de partidos convencionales, como Hugo Chávez en Venezuela o Rafael Correa en Ecuador. Néstor Kichner fue decisivo para que Argentina remontara su profunda crisis, mientras que los recambios en Brasil y Uruguay se hicieron desde los sistemas de partidos.

Muchos viejos militantes de la izquierda tradicional veían que se configuraba un escenario impactante: una severa crisis financiera que asolaba Wall Street y toda su institucionalidad derivada, donde no faltaban quienes predecían el fin del capitalismo, y simultáneamente se contaban unos diez gobiernos progresistas en América Latina. Todo parecía listo para un giro sustancial, donde la izquierda sudamericana podía promover un cambio radical. Pero eso nunca ocurrió.

No sólo eso, sino que el impulso de los cambios comenzó a frenarse. Los gobiernos progresistas quedaron sumidos en muy fuertes contradicciones entre una economía que seguía dependiendo de exportar materias primas y de los capitales globales, y mandatos políticos propios de la izquierda, que le reclamaban autosuficiencia y autonomía, y profundizar una democratización de la política y la sociedad.

La permanencia del extractivismo

Estas contradicciones se deben en buena medida a los llamados extractivismos. Bajo este término se incluye la extracción masiva de recursos naturales, como hidrocarburos, minerales o monocultivos, que son exportados. Bajo el progresismo, el extractivismo ha aumentado en todos los países, tanto en los volúmenes extraídos y exportados, como en los distintos tipos de materias primas comercializadas.

Casi ha pasado desapercibido, pero bajo Lula da Silva, Brasil se convirtió en el mayor extractivista de toda América Latina, y uno de los más grandes del mundo. En 2011, en Brasil se extrajeron más de 410 millones de toneladas de sus principales minerales, lo que es casi el triple de la suma de todos los demás países sudamericanos mineros. No es el mismo extractivismo de los viejos gobiernos conservadores. En este caso la presencia estatal es mayor, a veces mediada por empresas públicas, en algunos sectores la carga tributaria es alta (especialmente en hidrocarburos), y se dice que los dineros recaudados son necesarios para atacar la pobreza. Estos y otros aspectos ha llevado a denominar a esta estrategia como nuevo extractivismo progresista.

Pero esas actividades tienen altos impactos sociales y ambientales, y sus beneficios económicos reales son muy discutidos. Entre los efectos sociales se encuentran el desmembramiento de comunidades locales (especialmente campesinos e indígenas), la afectación de la salud, etc.; entre los ambientales, la contaminación y desaparición de áreas silvestres. En todos los casos esos impactos son graves y extendidos, porque el nuevo extractivismo extrae recursos mucho más intensivamente, en volúmenes enormes, y en lugares más remotos, de mayor riqueza ecológica.

Por lo no tanto, a nadie puede sorprender que se multiplicaran los conflictos. En efecto, en los últimos 18 meses se registran protestas y conflictos contra los extractivismos en todos los países sudamericanos, independientemente de la tendencia de sus gobiernos. Asimismo, en todos los países sudamericanos, hay registros o denuncias de violación de los derechos de pueblos indígenas (excepto en Uruguay, que es el único que no tiene naciones originarias). Los conflictos son particularmente intensos en Bolivia, Ecuador y Perú, donde han llegado a masivas marchas ciudadanas hasta sus capitales en rechazo a la minería y en defensa del agua.

Los gobiernos progresistas reaccionan negando los efectos negativos del extractivismo, rechazan las protestas locales, a veces los acusan de ser expresiones de derecha, y casi siempre los hostigan.

El extractivismo dejó en evidencia que el progresismo sudamericano tiene enormes dificultades para entenderse con varios movimientos sociales, y las concepciones y sensibilidades que éstos expresan. Estos son los casos en particular del ambientalismo, los pueblos indígenas, y las cuestiones de género. Desde Mujica en Uruguay a Dilma Rousseff en Brasil, la agenda ambiental se ha estancado o, incluso, retrocedido. Organizaciones indígenas clave ahora están en la oposición a Correa en Ecuador o Morales en Bolivia, ya que sus territorios y derechos son afectados por esos extractivismos.

La izquierda marrón

Se llega así a una situación donde los gobiernos sudamericanos son de izquierda, pero no es la izquierda soñada por muchos. Es izquierda para los ojos europeos, y a veces es añorada dado el contexto de deterioro político en el viejo continente. La sudamericana es una izquierda que es roja, pero en un sentido peculiar, y que sin duda no es verde.

Esa peculiaridad está dada, por ejemplo, en su adhesión incondicional al crecimiento económico, y por ello está atada a los extractivismos y su base capitalista. Algunos sostendrán que está bien aprovechar los ricos recursos naturales del continente, pero eso no resuelve el hecho que esa dependencia en exportar materias primas no genera industrias y servicios propios, y refuerza la dependencia en la globalización. Moviéndose al ritmo de los precios internacionales, las exportaciones de todos los países progresistas muestran una caída de exportaciones industriales y un aumento de bienes primarios (incluido Brasil, donde los commodities ya son más de la mitad de sus ventas externas).

También peculiar porque poco a poco, la amplia agenda de la justicia social se ha ido reduciendo a disputas por compensaciones económicas. Los instrumentos de pagos mensuales a los mas pobres o compensaciones por distintos tipos de problemas, se han convertido en el centro de las políticas sociales. Se minimizan fracasos en otras áreas, como educación y salud. Y para pagar esas compensaciones necesitan todavía más extractivismos. La violencia sigue siendo un flagelo que azota a todos el continente, pero se disimula con la expansión del consumo en centros comerciales debido a un dólar barato y un aluvión de importaciones. Y esto también se debe a los extractivismos, ya que es uno de sus efectos macroeconómicos.

Estas posturas rojas de otro modo, y que no son verdes, han sido llamadas “izquierda marrón”, recordando que con ese color se designa a la gestión ambiental encargada de manejar efluentes cloacales, emisiones industriales o desechos sólidos. Es justamente en eso donde se concentran sus tímidas medidas ambientales. En cambio, la agenda “verde”, que busca proteger la biodversidad, los derechos de la Naturaleza y modos de vida sostenibles, no es atendida adecuadamente. Si así fuera, muchos emprendimientos extractivistas tendrían que ser clausurados o nunca podrían ser permitidos, dados sus enormes efectos ambientales en los rincones más apartados de cada país.

Los gobernantes progresistas no ocultan esto, sino que dicen claramente que hoy deben crecer económicamente, y que temas como la suerte de los indígenas o el ambiente quedan para mañana.

Esas posturas tienen consecuencias que se derraman hacia cómo se estructura y comporta el Estado, y sobre los modos de hacer política. El Estado progresista sudamericano es ahora un socio activo en promover los extractivismos, y por lo tanto rechaza las denuncias sobre sus impactos, defiende a las empresas, y festeja su posición de proveedores de materias primas. El sueño de la vieja izquierda de una industrialización propia quedó para el futuro, ya que ahora la tarea es aprovechar el boom de los precios de los commodities.

Los políticos de la izquierda marrón tienen lazos cada vez más estrechos con corporaciones de todo tipo. Esto es muy claro en Brasil, donde el gobierno está estrechamente articulado con un pequeño grupo de enormes empresas ahora globalizadas. Incluso en el Uruguay del austero Mujica, su proyecto estrella es comenzar la megaminería de hierro a cielo abierto, y la empresa inversora tiene a un alto ejecutivo vinculado al Partido Socialista, varios de cuyos miembros son a su vez fuertes propulsores del proyecto desde el gobierno.

La política gubernamental sigue siendo democrática, en el sentido de asegurar las elecciones formales, reivindica al pueblo, y dió papeles impensados a muchos actores antes marginados. Pero abandonó sus intenciones deprofundizar y radicalizar esa democracia. En unos casos se criminalizan las demandas ciudadanas, en otras se sume a sus líderes en larguísimos procesos judiciales, y no faltan nuevos proyectos de participación que reducen los mecanismos de consulta. Se profundiza una tendencia que viene de épocas neoliberales hacia democracias delegativas, donde todo gira alrededor de la figura del presidente, con toques autoritarios.

Como puede verse es una izquierda peculiar. Sus medidas, puestas en un contexto europeo, ubican a los sudamericanos a la izquierda de experiencias recientes, como las de PSOE con Zapatero o el SPD con Schroeder. Pero como son “marrones”, tienen enormes dificultades en potenciar los derechos y autonomías ciudadanas. Para asegurar el extractivismo se recortan esos derechos.

Días atrás esto quedó muy claro en Ecuador con el cúmulo de medidas tomadas para explotar petróleo en el Parque Yasuní en la Amazonia. Primero, el presidente Correa, ante la ola de protestas callejeras contra su medida, aprovechó una de sus largas cadenas informativas para explicar que sus servicios de inteligencia fiscalizaban todas las movilizaciones a favor de la protección amazónica en todas las ciudades del país, se contaba el número de participantes, calculaba promedios de gente movilizada, identificaba sus líderes con nombre y apellido, y exhibía ante el público fotos de ellos. Segundo, el gobierno anunció que los jóvenes que fueran identificados en esas protestas perderían sus becas de estudio. Tercero, instalaron una medida por la cual la prensa debería pedir permiso para acceder a ese sitio amazónico, y las filmaciones y artículos derivados de esas visitas deberían ser revisados por el gobierno antes de ser publicados. Estas y otras acciones atemorizan a mucha gente, y limita sus opciones de expresión política e información pública.

Hay muchos otros ejemplos de este tipo. A veces pasan desapercibidos para la prensa europea, o son tomados de forma desvirtuada para defender posturas políticas conservadoras. Todo esto hace que el debate se vuelva dificultoso. Es que el progresismo sudamericano, a su manera, sigue estrategias que invocan distintos tipos de capitalismos. No son gobiernos neoliberales, pero parecen haber llegado a un límite. Quieren salir de la pobreza, pero apuestan a un capitalismo que creen que pueden controlar. Confunden justicia social con compasión y asistencialismo. Alaban a la Naturaleza pero no cumplen con el mandato de protegerla. Son democráticos formalmente, pero el presidencialismo se descontrola en varios casos.

Después de este breve balance queda en claro que la izquierda latinoamericano tiene unos cuantos atributos positivos, y ha sido un aire fresco de renovación. Pero también muestra limitaciones importantes, e incluso estancamientos. Se ha dado un paso, pero quedan todavía muchas tareas pendientes. En esa tarea están reactivándose los movimientos sociales y, por lo tanto, seguirán en marcha los cambios políticos en el sur.

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